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    La Strada (1954)

    El mundo es un escenario

    Cineclub powered by BenQ: La Strada, de Federico Fellini.

    Italia, 1954. Título original: «La Strada». Director: Federico Fellini. Guion: Federico Fellini, Tullio Pinelli y Ennio Flaiano. Fotografía: Otello Martelli. Música: Nino Rota. Compañía productora: Ponti de Laurentiis. Productores: Dino de Laurentis y Carlo Ponti. Diseño de producción: Mario Ravasco. Asistente de dirección: Moraldo Rossi. Edición: Leo Catozzo. Intérpretes: Anthony Quinn, Giulietta Masina, Richard Basehart, Aldo Silvani, Marcella Rovere, Livia Venturini. Estrenada el 23 de septiembre en Italia de 1954. Presentación oficial: Mostra de Venecia 1954 (León de Plata). Ganadora del Óscar a mejor película de habla no inglesa. Duración: 103 minutos.

    A poco que se conozca la filmografía de Federico Fellini, es obvio constatar que existe en ella una evolución formal que lo llevó a desvincularse de las coordenadas del cine realista para moverse en el ámbito de la abstracción, la irrealidad y aun del experimentalismo. La crítica especializada no se pone de acuerdo en señalar cuál es la película que marcó un antes y un después en su trayectoria, aunque parece ser que la balanza se inclina a favor de (1963). Aquí, empero, conviene decir una obviedad, y es que, en el fondo, señalar este filme –o ya puestos, cualquier otro del autor– como el punto de inflexión de su carrera es más un prurito de los exégetas del universo del director de Rímini que algo que se produjera de forma brusca y/o premeditada. Lo que media entre, pongamos por caso, Los inútiles (1953) y Ensayo de orquesta (1978) es una transformación interna, orgánica y progresiva, en la manera de afrontar un puñado de temas y obsesiones que el realizador italiano repetiría a lo largo del conjunto de su producción de manera sistemática. Y si bien no es esta la tribuna para analizar qué pueden tener en común dos cintas tan diferentes como las mencionadas, baste únicamente con apuntar, para que se entienda que la carrera de Fellini no padeció una «conversión al vanguardismo» de la noche a la mañana, que ambas ofrecen una visión, entre inmisericorde y melancólica, de sendos grupos humanos. Dicho esto, si La Strada (1954) ocupa un lugar destacado en el corpus creativo felliniano, ello no tiene tanto que ver con la calidad intrínseca de la obra en cuestión, sino con el hecho de que puso el nombre de su autor en el punto de mira de la cinefilia internacional, lo que se explica por los dos premios que el Festival de Venecia le otorgó –a Mejor Director y Mención Especial de la OCIC– y, sobre todo, por la difícil «gesta» de haber obtenido el Óscar a la Mejor Película Extranjera.

    Sea como fuere, y a excepción hecha de La dolce vita (1960), quizás ningún otro filme de Fellini ha calado tan hondamente en el imaginario del público, a buen seguro porque en el interior de ambos conviven el elemento cotidiano o prosaico y el elemento irreal o poético, lo que los dota de un carácter simbólico con relación a la realidad que retratan, y en consecuencia, sus situaciones, sus espacios y sus personajes, aunque tengan una raíz realista, devienen emblemas. No es casualidad que ello coincidiera con una tendencia cultural de ámbito europeo en la que el cuestionamiento del perspectivismo psicológico burgués llevara a la eclosión de nuevas formas de representación artísticas (desde el nouveau roman francés hasta el free cinema inglés) y a la popularización de diferentes constructos filosóficos (la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo…). Ciñéndonos al largometraje que nos ocupa, no hay duda de que en él existe un reflejo del entorno rural italiano a la altura de los años 50, pero junto con esa realidad «objetiva», coexiste una realidad-otra, que se suma a ella, que discurre en paralelo, de forma que asistimos al nacimiento de una tercera vía que no ansía ni la unión ni la elección entre una u otra, sino la una «y» la otra; o como muy bien señala Guillermo Cabrera Infante, la visión que impera en La Strada, a la que califica de «poema» y de «milagro», solo puede entenderse plenamente bajo la denominación de realismo mágico. En este sentido, lo que le confiere a la cuarta película de Fellini esa inefable cualidad de los clásicos es, grosso modo, su capacidad de combinar de forma armoniosa dos elemento a priori tan antitéticos como la estética –y aun algunos de sus temas– del cine neorrealista, que entonces llevaba casi una década de consolidación, con una indagación, de tan metafórica casi abstracta, sobre el sentido de la vida. Por este motivo, el argumento de La Strada tiene mucho de apólogo.



    «La caracterización de Gelsomina y Zampanò tiene mucho de los personajes de Pierrot y Pantaleón respectivamente, y hasta sus propios nombres, sin apellidos, redundan en esta idea. Por otro lado, la interpretación que Masina hace del personaje, con una exagerada expresividad facial y corporal, más propia del mimo o del cine mudo que de una película de su época, así como su atuendo de trabajo cuando hace de augusto –bombín y abrigo–, la vinculan a otro payaso trágico tipificado: Charlot». 


    En efecto: para empezar, se estructura en torno a un viaje (de ahí su título, «La carretera»), que nos remite directamente a la simbología de la vida como trayecto ininterrumpido, sin rumbo establecido y con un inevitable final. Pero el viaje es también símbolo de aprendizaje, de autoconocimiento, y, de hecho, se produce la aprehensión, por parte de los dos protagonistas, Gelsomina (Giulietta Masina) y Zampanò (Anthony Quinn), del «Otro» en términos lacanianos, esto es, desde la retroalimentación que la alteridad implica para definir el yo. Pero es que, encima, ambos personajes no son solamente dos meros peregrinos motorizados, sino que es su profesión lo que les lleva a un continuo periplo, ya que se trata de cómicos ambulantes de segunda fila. De esta manera, se introduce otro de los topos más comunes de la tradición cultural de Occidente, como lo es el de la vida en tanto representación teatral. Muestra paradigmática de ello son estas archifamosas líneas del Como gustéis de William Shakespeare: «El mundo es un escenario,/y todos los hombres y mujeres son meros actores./Tienen sus salidas y sus entradas,/y un mismo hombre puede representar muchos papeles». En este caso, tales palabras parecen más ciertas que nunca, pues el «escenario» en el que actúan los protagonistas a menudo es simplemente una calle o una plaza de un pueblo, y por tanto no hay distinción entre el espacio de actuación y el de la vida, mientras que el espectáculo que ofrecen está lejos de la alta literatura, al ser de carácter circense. Ello, además, vincula la pieza, de forma directa, con la dramaturgia italiana, desde la Comedia dell’Arte hasta Darío Fo, pasando por Carlo Goldoni y, sobre todo, por la figura seminal de Luigi Pirandello, cuyo «antiteatro» puso en duda no solo la psicología de los personajes, sino la propia esencia de la representación escénica y de la vida, haciéndolas a menudo intercambiables.

    En verdad, la caracterización de Gelsomina y Zampanò tiene mucho de los personajes de Pierrot y Pantaleón respectivamente, y hasta sus propios nombres, sin apellidos, redundan en esta idea. Por otro lado, la interpretación que Masina hace del personaje, con una exagerada expresividad facial y corporal, más propia del mimo o del cine mudo que de una película de su época, así como su atuendo de trabajo cuando hace de augusto –bombín y abrigo–, la vinculan a otro payaso trágico tipificado: Charlot. ¿Y qué decir del tercero en discordia dentro de la historia, del que únicamente conoceremos el apodo de «El loco» (Richard Basehart), y cuya presencia introduce siempre un elemento disruptivo, tan prototípico del Arlequín? Por añadidura, son Gelsomina y Zampanò dos seres tan diametralmente opuestos que se produce entre ambos una buscada, y más que evidente, disparidad de contrarios. Así, ella es una criatura pura e inadaptada, todo espíritu en su candor, su lunatismo y su bondad, alelada pero siempre receptiva a la belleza, además de menuda, pálida y de complexión aniñada, mientras que Zampanò es un tipo rudo y primitivo, moreno y corpulento como un gigante, frecuentemente animalizado a lo largo del filme, apegado como se encuentra a la materia y a sus placeres, por lo que le veremos comer, beber, practicar el sexo, pero nunca –o casi nunca– «mirar» realmente en torno suyo o deleitarse, por ejemplo, con la música, como en cambio sí hace su compañera. De esta guisa, cada uno de ellos se coloca en uno de los extremos del espectro humano, con lo que la dualidad más elemental es pronto identificada por el espectador en sendos personajes, siendo Gelsomina encarnación de «la luz» y Zampanò, de «la oscuridad»; casi como si estuviéramos ante un cuento infantil.



    «El destino de «El loco» es similar al de otros personajes de su mismo signo, agoreros pero también cómicos, peones dentro de tragedias ajenas; pensemos, por ejemplo, en el bufón de El rey Lear, o incluso en Yorick, que directamente es reducido a la siniestra sonrisa de la calavera». 


    Pese a este maniqueísmo de partida, Fellini incide en una obviedad que supera pronto semejante planteamiento: y es que la luz no puede brillar sino es en el seno de la oscuridad. A lo largo de la historia, pues, los actos de ambos personajes no hacen sino refrendar dicho antagonismo complementario: a Zampanò únicamente parece importarle la autosatisfacción, y no duda en recurrir a la violencia si esta le proporciona riqueza, poder o sexo. Gelsomina, en cambio, está más interesada por comprender todo cuanto la rodea, incluido el propio Zampanò, y es capaz de perdonar reiteradamente en virtud de una honda capacidad de empatía. Un ejemplo de ello lo tenemos en la escena en que la joven irrumpe en el cuarto del niño enfermo de hidrocefalia: donde otros mostrarían horror o una incómoda compasión, ella muestra curiosidad y ternura. Dada esta marcada diferencia entre la pareja protagonista, no resulta difícil atribuirles ciertos paradigmas antitéticos a cada uno de ellos: la espiritualidad en frente del sensualismo; lo artístico en frente de lo cotidiano; la sensibilidad en frente del egoísmo; y un largo etcétera. Sin embargo, ¿cuál es el rol que ejerce, entre estos dos seres de posiciones binarias, «El loco»? Es más: ¿Por qué tiene una importancia capital dicho personaje en el desarrollo de la acción? La respuesta se contiene en su propio apodo. Y es que, en el decurso de la cultura occidental, la locura ha tenido una interpretación mucho más amplia que la de una simple enfermedad que afecta a la mente. Ya en la Grecia clásica, los mitos perfilaban instantes de enajenación psíquica que a menudo se asociaban a un alma suprahumana (heroica), que por eso mismo reaccionaba de forma desmedida ante los acontecimientos adversos: Hércules, Medea, Orestes… Igualmente, Platón, en su diálogo Fredo (370 a. C.), describió un compendio de demencias positivas –que calificaba de manera general como «locura divina»–, asociadas al impulso artístico, al místico-religioso, al profético y al amoroso. Si a ello le sumamos la influencia de otras visiones tolerantes o incluso admirativas de quienes padecían trastornos mentales (léase el amadan celta o el maydub islámico), desde el Renacimiento en adelante la figura del loco siempre ha sido caracterizada con una cierta ambigüedad.

    Motivo de chanza y burla, al mismo tiempo sus palabras encierran verdades imposibles de pronunciar desde la cordura, como nacidas de una comunicación directa con un ente divino, razón por la cual los dementes parecen poseer una sabiduría extemporánea que los sitúa en un plano superior al normal, por mucho que sean completamente ineptos para la sociedad común. ¿No es cierto, en esta línea, que «El loco» glosa de manera recurrente lo que acontece? Por ejemplo, es él quien señala lo patéticamente invariable que es el número que lleva a cabo Zampanò, una circunstancia que, sin duda, es reflejo de su propia carencia de evolución como ser humano, cual el Sísifo de Albert Camus, preso en una serie de rutinas que él mismo se ha impuesto y, por lo tanto, con la falaz sensación de ser libre. Pero también es «El loco» quien, ante la desesperación de Gelsomina por su condición de pareja forzosa de un Zampanò incapaz de apreciar su compañía, le otorga un sentido de propósito a su existencia (y, de hecho, como veremos al avanzar la película, sus palabras serán proféticas): «Quién sabe, quizás… quizás [Zampanò] te quiere. […] Sí, ¿por qué no? Él es como un perro. ¿No has visto nunca a esos perros que nos miran, y parece que quieren hablarnos, y en cambio no hacen más que ladrar? […] Si tú no te quedas con él, ¿quién lo hará? Yo soy un ignorante, pero he leído algún libro. No te lo creerás, pero todo lo que hay en este mundo sirve para algo. Hasta esta piedra, por ejemplo […]. No sé para qué sirve, pero para algo debe servir. Porque si fuera inútil, entonces todo sería inútil… incluso las estrellas. Al menos, eso creo. Y también tú: tú también sirves para algo».

    Por otro lado, las bromas pesadas a las que «El loco» somete sistemáticamente a Zampanò no responden a una auténtica antipatía hacia él, sino a una necesidad compulsiva de forzarle a tomar distancia respecto a sí mismo, esto es, a relativizar su comportamiento arrogante y fatuo, como si quisiera introducirle en el concepto, quizás demasiado sutil para alguien como Zampanò, del auténtico humor (ese que nos permite reírnos de nosotros mismos). En última instancia, el destino de «El loco» es similar al de otros personajes de su mismo signo, agoreros pero también cómicos, peones dentro de tragedias ajenas; pensemos, por ejemplo, en el bufón de El rey Lear, o incluso en Yorick, que directamente es reducido a la siniestra sonrisa de la calavera. Aquí conviene hacer un alto para señalar la habilidad con la que Fellini resuelve la muerte de «El loco»; en vez de dotar al momento de dramatismo o negritud, subrayando de alguna manera su trascendencia (con música emotiva, con encuadres forzados, con claroscuros…), lo narra con unas imágenes luminosas y tranquilas, en las que resuena el trinar de los pájaros, casi bucólicamente, y con una total ausencia de acompañamiento del score. Ello, sumado a las últimas palabras que pronuncia el personaje encarnado por Basehart tras el fatal encontronazo (v. gr. «Me has roto el reloj»), le confieren al término de una existencia humana la incómoda y dolorosa dimensión que dicho suceso tiene dentro del devenir del mundo, de la historia y aun del cosmos: esto es, ninguna. Metonímicamente, a «El loco» se le ha roto el reloj porque su tiempo se ha agotado. Eso es todo lo que hay. Simple y llanamente.


    «En La Strada, la teatralización a la que Fellini somete el mundo viene dada desde el propio oficio de los personajes y, consecuentemente, está por completo integrada en el universo diegético; mientras tanto, su estructura fragmentaria y sumativa –señalada mayoritariamente por fundidos– adopta el motivo del viaje como pretexto para ahondar en las experiencias de los protagonistas».


    Según lo expuesto, a partir de esas dos imágenes capitales mencionadas –la vida como viaje y la vida como teatro– y de esos personajes emblemáticos, se articula toda una película que se construye por medio de una formulación episódica, donde no existe una auténtica trama, sino que los sucesos desarrollados en escena son estampas, «daguerrotipos» impresionados sobre una mente específica, cuya presencia es lo único que da trabazón a los hechos narrados. Ello también le da una cierta «coartada realista» al tema del viaje –recurso narrativo básico para hilvanar unos episodios únicamente unidos por la existencia de unos mismos personajes– y es, además, prototípico de la filmografía de Fellini, ya que por medio de un personaje individual (v. gr. Rubini en La dolce vita) o colectivo (v. gr. el pueblo de Amarcord, 1973) engarza una serie de secuencias-postales que enmarcan unas coordenadas espaciales (Roma en el primer ejemplo) y temporales (las estaciones del año en el segundo). No falta en dichas creaciones, además, la escenificación de alguna fiesta de tipo pagano y religioso. En La Strada, la teatralización a la que Fellini somete el mundo viene dada desde el propio oficio de los personajes y, consecuentemente, está por completo integrada en el universo diegético; mientras tanto, su estructura fragmentaria y sumativa –señalada mayoritariamente por fundidos– adopta el motivo del viaje como pretexto para ahondar en las experiencias de los protagonistas (como en Y la nave va, 1983). André Bazin, a propósito de Las noches de Cabiria (1957), señalaba que el realizador italiano construía sus guiones «sin ningún encadenamiento dramático, fundándose exclusivamente en la descripción fenomenológica de los personajes. En Fellini, las escenas que dan continuidad lógica, las peripecias “importantes”, las grandes articulaciones dramáticas del guion, sirven únicamente de referencia, mientras que las largas secuencias de la “acción” pasan a ser importantes y reveladoras. […] Y es que los personajes fellinianos, mejor que por su “obrar” se revelan al espectador por su “agitación”. Si a pesar de eso los filmes de Fellini presentan tensiones y paroxismos que nada tienen que envidiar al drama y a la tragedia es porque los acontecimientos producen, a falta de la causalidad dramática tradicional, fenómenos de analogía y eco. El héroe felliniano no llega a la crisis final, que le destruye y le salva, por el encadenamiento progresivo del drama, sino porque las circunstancias que de cierta manera le golpean se acumulan sobre él como la energía de las vibraciones en un cuerpo de resonancia.» Ciertamente, tales «ondas» destructoras terminan por alcanzar a todos los personajes de la trama, y, lo que es más importante, actúan como fuerza redentora de aquel que parecía estar desde el principio fuera del alcance de cualquier tipo de salvación; me refiero, por supuesto, a Zampanò.


    «La Strada reposa sobre dos conceptos muy vinculados a la tradición cristiana, si bien es verdad que no inventados por ella, como lo son el del libre albedrío y el del dolor como instrumento redentor». 


    Como se ve, La Strada, lejos del barroquismo desaforado de muchas de las cintas posteriores de Fellini, se fundamenta en un complejísimo sistema simbólico que se concreta visualmente en su formulación más idónea, caracterizada por la tensión entre la desmesura y la sutileza, en un equilibrio digno del mejor volatinero. Por otro lado, el telón de fondo del filme, como ya hemos señalado, es claramente neorrealista: uso del blanco y negro, delectación en el feísmo, ambientación en un entorno profundamente depauperado, dinamismo de la cámara, filmación mayoritariamente en exteriores, reflejo de actos cotidianos, promoción a la categoría de héroes del relato de seres «insignificantes», búsqueda de la transparencia fílmica, insistencia en la soledad humana mediante planos generales en los que los personajes que los habitan parecen explícitamente «aplastados» por su entorno, etc., etc. Frente a ello, los actores, lejos de ser desconocidos o amateurs, son intérpretes de Hollywood (Quinn y Basehart); la música posee una importancia capital dentro del relato, en tanto elemento semignóstico; las elipsis temporales son abundantes y continuas, y hay una ausencia mayoritaria de causalidad entre los núcleos narrativos. En cuanto a la fotografía de Otello Martelli, tiende a un juego de claroscuros expresionistas que le confiere una densidad sobrenatural, fantástica, a las imágenes. Una serie de espacios (el mar, el circo, el carromato, la carretera…) o sucesos (la procesión, los números de funambulismo de «El loco», el deambular de un caballo en la noche, la llegada del invierno…) se ven dotados de un carácter alegórico con su asociación, a través del montaje, a Gelsomina y/o a su mirada prístina, «virginal», la cual, forzosamente, ha de interpretar la realidad como algo complejo, sugestivo, aunque esta no lo sea (o no lo sea del todo).

    Igualmente, y aunque el paisaje rural en el que acontece la acción carece de acento ternurista en su retrato, la ausencia de una crítica sociológica que transmita una ideología explícita aleja a La Strada de la corriente cinematográfica aludida. Por contra, la preponderancia del análisis de los personajes por encima de cualquier otra instancia permite una reflexión ontológica fácil de extrapolar a otra época y a otro lugar. O dicho de otro modo: por supuesto que la miseria afecta el comportamiento de los personajes, pero no los determina. Curiosamente, siendo Fellini un claro detractor de la curia católica –baste con ver el cruel pitorreo que hace de la misma en Roma (1972)–, La Strada reposa sobre dos conceptos muy vinculados a la tradición cristiana, si bien es verdad que no inventados por ella, como lo son el del libre albedrío y el del dolor como instrumento redentor. Ambos, además, se relacionan con Zampanò, que se halla a la sombra de la fascinante Gelsomina hasta que, al final del metraje, comprendemos que, en el fondo, la película versa sobre él. Y es que, en palabras del propio Fellini, con La Strada se nos narra «la historia de un hombre que descubre la existencia del prójimo»; por ello, su sufrimiento último no es una condena, sino un reflejo de la lógica fatalista que organiza la obra, en una lucha entre las pulsiones sublimes y generosas del ser humano –escenas de una realidad poetizada– y los instintos de autosatisfacción y egoísmo –escenas de una realidad neutra, realista, o, en todo caso, siniestramente deformada–. Los primeros, mucho más débiles en el mundo miserable y degradado en el que transcurre el relato, solo pueden aspirar al triunfo del sacrificio (Gelsomina permanece junto a Zampanò, a pesar de los malos tratos, porque sabe que la necesita), de la soledad («El loco» no forma vínculos humanos, consciente de lo peligroso de su oficio de equilibrista) y del dolor (Zampanò descubre la música, y la poesía del mundo, poco antes de conocer el sentimiento de pérdida).



    «La Strada es la capacidad de integración del arte cinematográfico. Impecable desde el punto de vista del libreto y los diálogos, con una partitura espléndida de Nino Rota, es sin embargo el acento poético y mágico de la realización lo que la convierte en una obra de arte inmortal e irrepetible».


    En puridad, La Strada es una fábula moral sobre aquello que nos hace realmente humanos, no importa cuáles sean nuestras circunstancias vitales, y que Fellini resume de manera sucinta en un concepto: el amor. Ello no significa, no obstante, ni felicidad ni plenitud, sino más bien al contrario: solamente mediante el don del sufrimiento adquirimos plena magnitud humana. Gelsomina, como el príncipe Mishkin, está inevitablemente condenada al amor, porque, criatura cuasi neoplatónica, sabe «ver» de una manera que el resto de sus semejantes ni siquiera comprenden y, como el héroe de la novela de Dostoievski, la locura será su último recurso para sobrevivir. Zampanò, en cambio, únicamente devendrá una persona «de verdad» cuando descubra en su entumecido corazón la capacidad de querer. De ahí que pocos finales resulten tan agridulcemente hermosos y tristes como la secuencia que cierra esta pieza. Enmarcada en una playa nocturna, que se encuentra dividida diagonalmente por el mar, algo agitado y retumbante, y la orilla desierta, Zampanò, de pie, anda un poco, se moja el rostro y las piernas, y se deja caer en la arena, resoplando. Permanece sentado e inmóvil. Sus jadeos se aplacan progresivamente y solo se escucha la resaca marina. Entonces empieza a mirar a su alrededor y, citando la elocuente acotación del guion en este punto –escrito por el propio Fellini en colaboración con Tullio Pinelli y Ennio Flaiano–, «ahora Zampanò casi no respira. Está dándose cuenta del terror confuso, desesperado, que lo ha agitado oscuramente durante todo el día. Alza despacio la mirada hacia arriba, al cielo. […] Zampanò mira largamente hacia arriba, con el temeroso estupor del bruto que ve por primera vez el firmamento. Su mirada vuelve hacia el mar. Un sollozo nace en su pecho y lo sacude todo. Zampanò llora». El encuadre sostiene su angustia unos instantes, hasta que se tumba sobre el suelo, momento en el que recuperamos la música y en el que la cámara, en un travelling desde arriba, abandona al cómico (similarmente, aunque con menos dureza, a como lo hace con Augusto en el desenlace de Almas sin conciencia, 1955); ante la inmensidad del mar, Zampanò es un punto pequeño y tembloroso. Un fundido en negro cierra la película…

    En cualquier caso, y ya para acabar, si algo demuestra La Strada es la capacidad de integración del arte cinematográfico. Impecable desde el punto de vista del libreto y los diálogos, con una partitura espléndida de Nino Rota, es sin embargo el acento poético y mágico de la realización lo que la convierte en una obra de arte inmortal e irrepetible. Pensemos, si no, en El hombre de las estrellas (1995) de Giuseppe Tornatore, filme interesante que se inspira sin demasiado disimulo en la cinta que analizamos, y también, aunque en menor medida, en Almas sin conciencia, y que, a pesar de ello, por su elección estilística, es apenas un melodrama correcto sin nada digno de trascender dentro de la historia del cine. La Strada, en cambio, es una suerte de road movie metafísica en la que Federico Fellini perfila una oda, tierna y cruel, lírica y cruda, irónica y desolada, a la humanidad, merced, entre otras cosas, a los portentosos personajes de Gelsomina y Zampanó –tan bien encarnados por sus respectivos intérpretes– y a la capacidad de fundir dos mundos y dos modos de representar que se diría son imposibles de aunar sin pergeñar un pastiche: el neorrealista y el expresionista/surrealista; el «contexto exterior» y el «paisaje interior»; la mediocridad costumbrista y el pathos trágico. Por ello atesora un componente mítico y onírico en el que pueden rastrearse ecos, por deformados que se presenten, de la Bella y la Bestia, de Fausto, de los Evangelios… Conmovedora y bella, nos enfrenta al horror de la irreversibilidad de nuestras vidas (nuestros caminos, nuestras «carreteras»), sin más consolación que la propia consciencia de ello. De ahí que su temática postrera bien pudiera resumirse con estos versos de Eloy Sánchez Rosillo:

    «Acercarse hasta allí, viajar al fondo
    de nuestra soledad, de nuestro miedo,
    y encontrarnos de pronto frente a frente
    con la mirada de la inmensidad.»

    Primera entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    ▪ Bazin, André. «Cabiria o el viaje al final del neorrealismo», ¿Qué es el cine?, Ediciones Rialp, colección “Libros de Cine”, 2008.
    ▪ Cabrera Infante, Guillermo. «El camino del calvario», El cronista de cine, Galaxia Gutemberg, 2012.
    ▪ Fellini, Federico. El jeque blanco; I Vitelloni; La Strada; Il Bidone. Guiones. Alianza editorial, colección “Libro de Bolsillo”, 1972.
    ▪ González A., Juan Carlos. Blog “Tiempo de cine”, «Gelsomina nos mira: La Strada de Federico Fellini», marzo 2016.
    ▪ López Gandía, Juan y Pedraza, Pilar. Federico Fellini, editorial Cátedra, colección “Signo e Imagen”, 1993.
    ▪ Quintana, Àngel. El cine italiano 1942-1961, editorial Paidós, 2005.
    ▪ VV. AA. Dirigido por…, núm. 63, artículo sobre Nino Rota, 1979.

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