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    Cineclub: Wendy y Lucy (2008)

    La ética del cuerpo

    Wendy y Lucy, de Kelly Reichardt.

    Estados Unidos, 2008. Directora: Kelly Reichardt. Guion: Kelly Reichardt, Jonathan Raymond. Productores: Larry Fessenden, Neil Kopp, Anish Savjani, Todd Haynes. Productora: Field Guide Films, Film Science, Glass Eye Pix, Washington Square Films. Presupuesto: 200.000 dólares. Recaudación: 1.192.655 dólares. Diseño de producción: Ryan Smith. Asistente de dirección: Gabriel Fleming. Fotografía: Sam Levy. Cámara: Arriflex 16 SR3, Zeiss Super Speed and Canon Lenses. Formato de impresión: 35mm. Música: Will Oldham. Montaje: Kelly Reichardt. Intérpretes: Michelle Williams, Will Patton, Will Oldham, John Robinson, Wally Dalton, Larry Fessenden, Brenna Beardsley, Ayana Berkshire, John Breen. Presentación oficial: Un Certain Regard del Festival de Cannes 2008. Localizaciones: Portland y Wilsonville (Oregón). Duración: 80 minutos.

    En la misma esencia embrionaria del Suprematismo se encuentra la idea germinal de abandonar del todo la noción de un sujeto con el propósito de trasgredir las fronteras de lo abstracto, sin tener que renunciar por ello a la genuinidad figurativa y expresiva del arte. Como resulta evidente, la concepción de una obra, por abstracta que ésta sea, es impensable prescindiendo por completo de la representación tangible de un cuerpo, sin embargo –pensaron Kazimir Malévich y compañía–, sí se podría realizar una pieza centrada en las propiedades físicas de sí misma, sencilla y autoconsciente, debatiendo su misma naturaleza y trazado como única forma de expresión narrativa. Así, del mismo modo que El Lissitzky evitó una reconstrucción real de personas, paisajes, armas u objetos en su Hit the Whites with the Red Wedge!, esquivando, con la presencia de un simple triángulo rojo sobre un círculo blanco, una excesiva obviedad en la construcción de su propaganda bolchevique contra la “armada blanca” anti comunista de la Rusia Soviética, Kelly Reichardt elude la subordinación metafórica de su película Wendy y Lucy a la mera presencia física de sus personajes, y basa la autenticidad expresiva de su filme en los sentimientos, pensamientos, motivaciones y decisiones de una única protagonista, logrando así un encuentro armónico con la teoría constructivista cuyo manifiesto proclama que el arte no puede seguir ejerciendo una simple función de espejo, sino que ha de actuar –véase aquí la paronomasia entre “art” y “act”– como organizador de la conciencia del espectador.

    La complejidad de esta tarea estriba en que lo que la directora pretende hacer es arrebatar el componente empático y anecdótico del cine, algo tan arriesgado como, en apariencia, absurdo. Siendo la cinematografía un medio artístico visual, ¿cómo podríamos pensar en despojar a sus elementos de la descripción y representación? Incluso directores tan comprometidos con la abstracción retórica de su obra, como Cassavetes o Tarkovski, ofrecían siempre un soporte físico a su estructura narrativa, como la transformación semidemoníaca de Mabel Longhetti según su estado de embriaguez –Una mujer bajo la influencia, 1974–, o la demacración progresiva de Andrei Rublev según se deja seducir por pensamientos seculares y heréticos que son al tiempo confundidos con la locura –Andréi Rubliov, 1966–. Centrarse de manera exclusiva en la implicación anímica de un único personaje, así como en el impacto que este sujeto ejerce sobre el medio y el resto de personas que ocupan el mismo, exigiría una revisión apreciativa íntegra del objetivo del cine y el papel del espectador en el proceso fílmico.

    Para tratar de explicar, aunque en nuestro empeño nos quedemos en la superficialidad de este complejo ejercicio, la película de Reichardt, hemos dividido el ensayo en tres secciones que intentarán arrojar algo de luz sobre los principales temas a los que la directora dedica un apartado prioritario en este ejercicio de contemplación y meditación.




    ▲ FOTOGRAMAS DE WENDY & LUCY, DE KELLY REICHARDT.

    El delito


    Wendy es una joven mujer que, en su camino hacia Alaska, ha quedado temporalmente atrapada en un pueblecito de Oregón con su perra, Lucy. El filme tratará en exclusiva de mostrarnos ese periodo de estancamiento, la ruptura de los planes que ha obligado a Wendy a hacer un alto en el camino mucho prolongado de lo previsto. La situación económica de la protagonista no parece atravesar por un buen momento, motivo principal para la justificación de ese viaje hacia la fría Alaska en busca de una nueva oportunidad. En una de las primeras escenas de la película observamos cómo Wendy infringe por primera vez el código penal al pasar la noche en el interior de su vehículo, estacionado en un parking de un centro comercial. La joven actúa con premeditación asumiendo que las consecuencias de sus acciones no serán muy severas, mientras que el ahorro implícito de trasnochar a la intemperie en lugar de gastar el dinero en una habitación de hotel, podría decidir el éxito de su empresa migratoria. Por la mañana, el guardia de seguridad del establecimiento la despierta y le indica que no puede dormir ahí, sin embargo, cuando trata de arrancarlo para aparcarlo en otro lugar, se da cuenta de que el motor ha muerto. El guardia, después de ayudarla a empujar el coche hasta un lugar en el que no moleste, le indica la ubicación del taller más cercano (a unos 50 metros), y un supermercado.

    Wendy toma conciencia de que deberá afrontar un gasto inesperado, (del cual no tenemos todavía una suma estimada), que amenaza con arruinar las esperanzas de alcanzar su objetivo. Es muy posible que, motivada por este contratiempo, la joven decida llevar a cabo su segundo delito: robar en el supermercado. De nuevo, la protagonista actúa con premeditación, pensando que el resultado de una presunta detención no acarreará consecuencias graves, más allá de la vergüenza del momento. Sin embargo, cuando Wendy es, en efecto, descubierta en su intento de salir del recinto sin pagar, el guardia de seguridad registra sus pertenencias para descubrir, bajo la sorpresa del espectador y la del gerente del supermercado, que la joven sólo trataba de ocultar una lata de comida para Lucy. Tras analizar con detenimiento la situación, la protagonista toma la decisión considerada necesaria en ese momento, que consiste en cubrir una necesidad –como necesario era dormir–. Su hambre y comodidad son puestas en un segundo plano para priorizar las necesidades de su acompañante canino; un gesto entrañable que conseguirá conmover a todo el mundo menos al guardia que ha hecho el arresto. Esta determinación dará lugar al conflicto principal del filme: la desaparición de Lucy. Cuando la protagonista consiga regresar al lugar donde había atado a su perra –sin pensar que su ausencia se prolongaría mucho más de unos minutos–, se encontrará con un vacío –físico y emocional– que tratará de llenar durante el resto de metraje poniendo todos sus esfuerzos en encontrar a su inseparable amiga.

    Todo lo que sucede en esta película, que podría parecer poca cosa aunque en realidad se trata de la vida misma, está determinado por la decisión adoptada en cada momento. Wendy ha actuado impulsada por un sentimiento de protección, sin embargo, cuando sus acciones, o las del cualquier ciudadano, se salen de la legalidad, dejará de tener el control de su propia capacidad de elección. Es evidente que en términos legislativos no todo es blanco o negro, por desgracia, ahí estriban las mayores injusticas de nuestra sociedad. Todo crimen es susceptible de una interpretación que terminará por caer en la subjetividad de otros individuos sin la potestad moral de tomar esa decisión. Nadie duda de que la muerte de una persona a manos de otra es algo que merece ser castigado, el problema lo encontramos en esas situaciones extenuantes que requieren interpretar la intencionalidad de los hechos, como la defensa propia o la involuntariedad. Como veremos al final del filme, gracias a una escena a la par conmovedora y explicativa de todo el análisis ético que pretende Reichardt, todo consiste en la capacidad de determinación, en obrar con la suficiente sangre fría y responsabilidad que separa el beneficio propio y egoísta, del bien mayor.




    ▲ FOTOGRAMAS DE WENDY & LUCY, DE KELLY REICHARDT.

    El juicio


    Y si responsabilidad se necesita para obrar con sensatez, mucha más se requiere incluso para juzgar con prudencia y discreción. Si el asesinato de un inocente es todavía un delito merecedor, en algunos países, de la pena de muerte, enviar a la silla eléctrica a un no culpable ¿debería ser castigado con la misma severidad? No, no estamos defendiendo la inocencia de Wendy en ninguno de los delitos antes mencionados pero, como podremos comprobar ahora, la forma de enfrentarse a esas faltas es diametralmente diferente según el representante de la justicia de que se trate. En el primero de los delitos, el vigilante del parking se muestra comprensivo, amable, dispuesto incluso a ayudar a la joven en la medida de sus posibilidades. Su figura simboliza la justicia razonable, individualizada según el caso y la situación del infractor. Una de las escenas más enternecedoras de la película se da cuando este viejo guarda de seguridad entrega dinero a escondidas a Wendy para ayudarla en su aventura. Es un gesto que sella un vínculo protector que se ha ido desarrollando a lo largo de la cinta. Mientras el hombre ofrece el dinero a la joven, intenta que su novia, que lo espera en el coche, no se dé cuenta de la maniobra. Inmediatamente después de que la pareja se aleje en su vehículo, Wendy abre la mano y descubre un total de seis dólares, una cantidad insignificante para muchos de nosotros, pero en ese contexto nos parece toda una fortuna, seis dólares que, seguro, podrían evitar que la protagonista tenga que volver a robar una lata de comida de perro y meterse en más problemas.

    En el extremo opuesto de la balanza hallamos al indolente guardia del supermercado. Inflexible en su opinión hacia Wendy, la ladrona, no se para a pensar en la situación en la que se encuentra la muchacha, ni en el porqué de la sustracción de una lata de comida para perros. Jamás alcanzaría a entrever la honestidad de ese robo. A consecuencia de la naturalidad y la medianía con la que los personajes secundarios son presentados, es fácil pasar por alto que ese guardia de seguridad, en oposición al anterior, personifica la justicia ultraortodoxa, el ojo por ojo, algo que se explicita con la cruz que cuelga de su cuello, símbolo de la severa rigidez católica. El gerente, por otro lado, ostenta una camisa blanca y una gran pajarita, casi emulando a los árbitros de boxeo. Su posición es la de simple espectador ante los hechos que el adolescente religioso expone como una abominación merecedora de todo castigo; “se trata de hacer de ella un ejemplo para el resto”, expone el aniñado vigilante para conseguir que Wendy acabe en el calabozo. La obsesión por una justicia rigurosa hace que el seguidor de las sagradas escrituras se olvide de los principales fundamentos del catolicismo: la caridad y el perdón (uno de los mayores problemas que han perseguido a la iglesia católica desde el siglo XVI). Será este desagradable acto lo que obligue a Wendy a retrasarse mucho más de lo esperado y lo que dé lugar a la desaparición de Lucy: “su hijo es un héroe”, recrimina irónica Wendy a la madre del guardia cuando va a recogerlo a la salida del trabajo. ¿Es culpable el vigilante de la pérdida del perro? A fin de cuentas, él sólo se dedicó a hacer su trabajo siguiendo un código escrito –es el problema del fundamentalismo, que no admite escalas de grises–, en cualquier caso, a ojos del espectador, ese desagradable adolescente será el gran villano de la historia, alguien a quien despreciar, como a ojos de la sociedad podría serlo un abogado defensor que busca las más arteras tretas para maquillar las atrocidades de su cliente; ese tipo de personas que, aun ciñéndose a las exigencias de su trabajo, consiguen poner a (casi) toda la población de acuerdo en la orientación hacia dónde dirigir su odio. Así es como funcionamos, lo único que consigue unirnos como una indisoluble alianza es el deporte o el rencor.




    ▲ FOTOGRAMAS DE WENDY & LUCY, DE KELLY REICHARDT.

    El cuerpo


    En primer lugar, para entender este apartado hay que tener en cuenta que la película sigue casi con exclusividad a dos entes físicos, uno presente: Wendy, y otro ausente: Lucy. Tratándose de una obra que se desarrolla en la carretera, era de esperar la aparición de personajes extravagantes, singulares, bohemios, náufragos del asfalto que llenaran los diálogos de las trascendentales enseñanzas que el camino habría forjado a fuego en sus espaldas. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedía en una de las dos grandes influencias de esta película, el Nuevo Cine Americano de los 70, en Wendy y Lucy la aparición de secundarios y el componente anecdótico del viaje han sido reducidos a una simpática escena de apertura en la que un grupo de hippies, que regresan de Alaska, comentan con Wendy anécdotas excéntricas de las posibilidades del país. Se trata de una cosmovisión transitoria de las fluctuaciones demográficas, unos van, otros vienen, pero todo mantiene un equilibrio. El segundo de los precedentes filmográficos de esta película podríamos encontrarlo en el Neorrealismo italiano. No obstante, si bien de este movimiento la cinta ha tomado la gravedad social de un proletariado en constante lucha por sus intereses y la supervivencia en un país capitalista que no hace ningún esfuerzo por facilitarle las cosas a la clase baja, Reichardt moderniza el relato con un toque feminista iniciado en el mismo nombre del filme –epónimo de las dos protagonistas del mismo–, y la destrucción de esa constante tendencia al romance o a la búsqueda de una figura masculina salvadora de la joven en apuros. Wendy comienza la historia a solas con Lucy, y la terminará de una forma más o menos similar; desde luego, no encontrará ningún tipo de conexión con hombre alguno, al menos no en el campo romántico, siendo el afectivo el que más ha interesado a la directora, al construir ese vínculo paternal entre el vigilante del parking y la protagonista.

    Para entender cómo el cuerpo condiciona una película como Wendy y Lucy, hay que recurrir al concepto que Lessing, al hablar de la pintura, denominó “instante preñado”. Esto podría resumirse en la forma en que una obra tiende a prolongarse más allá de lo que queda visualmente representado, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Delueze sería quien tomaría esta idea y la aplicaría por primera vez a las dependencias del cuerpo dentro del cine y, siguiendo su teoría, llegamos a entender cómo la imagen física de Wendy logra transmitir una idea de continuidad que el instante mostrado en la película es incapaz de evidenciar. Son sentimientos encontrados, el estancamiento que sufre la protagonista en Oregón, y la certidumbre de que eso se trata de una pequeña etapa en una vida llena de migraciones y aprendizajes. El cuerpo de Wendy consigue la difícil tarea de crear un lenguaje propio sobre la fugacidad y la eventualidad de quien no tiene que cargar con ninguno de los lastres que la sociedad nos exige como forma “normal” de vida: trabajo, –condicionante geográfico– y familia –condicionante emocional–. Deleuze, y ahora Kelly Reichardt, identifican que determinada cinematografía, procedente, como hemos comentado, del Neorrealismo y del American Cinema, hacía un estudio y análisis del cuerpo de tal manera que creara una semántica expresiva propia, sin necesidad de recurrir a diálogos o más imágenes que la simple interacción entre una persona y otra, o un grupo de ellas.

    La filiación de Reichardt hacia los códigos más genuinos del realismo y el naturalismo hacen de su cine el idóneo campo de experimentación de esta teoría del cuerpo como generador narrativo. Su cine muestra una serie de acontecimientos que devienen inevitables, se desarrollan con la suficiente calma como para que el espectador no sufra por la resolución de las escenas o por el provenir de sus personajes –Lucy nunca ha corrido ningún peligro en nuestra mente, a pesar de que nunca se dieron datos de su paradero–, y esto se logra gracias a ese lenguaje corporal que transmite Wendy, su preocupada manera de mantener la calma y seguir buscando aquello que necesita. El cuerpo de Wendy, como mencionamos al principio del artículo, no se transforma, se mantiene inalterable como su carácter, y eso es lo que hace de este proceder algo inaudito, ni mejor ni peor que el cine de Cassavetes, (quien pretendía que los actores se abrieran sin oposición a sus mudanzas emocionales, se trataba entonces de acomodar sus expresiones y disposición física a la disponibilidad de su lucidez mental), pero sí totalmente diferente para tratarse de dos ejemplos de cine social. En oposición a esa dramaturgia, los personajes de Reichardt no están construidos en un momento traumático, ni por una psicología definida en el guion, sino mediante el encuentro de sus cuerpos en el espacio, y la forma que tienen de economizar el tiempo para salir de cada situación. De aquí podría explicarse que los planos más deslumbrantes e icónicos de una película como Wendy y Lucy se den en las instantáneas estáticas, sin sublimes movimientos de cámara, ni interacciones naturales en el paisaje, simplemente primeros planos de sus personajes, estáticos, dejando que el espectador aprecie la inmovilidad de algunos de ellos –vigilante, mecánico…– y la inestabilidad transitoria de otros –Wendy, los hippies…–. En el estatismo de la imagen encontramos el marco perfecto para la actitud contemplativa del público y así hallar en los ojos derrotados del viejo vigilante la mirada derrotada de un hombre bueno, incapaz de hacer nada por mejorar un mundo en decadencia; en el joven vigilante la determinación furiosa de quien todavía espera hacer que la sociedad se adapte a sus ambiciones; en el gerente, la pusilánime resignación de quien acaba de comprender la intrascendencia de su posición, alguien que no es más que un peón al que han puesto una pajarita y, secretamente, envidia la seguridad del héroe que ha salvado de un robo a su supermercado, e incluso la de la ladrona que encuentra la fuerza interior de luchar por lo que necesita; pero sobre todo, encontramos la autenticidad de Wendy en ese camino iniciático que le permitirá comprender la importancia de sus decisiones y, finalmente, aceptar la separación de Lucy, inicialmente involuntaria, como una nueva oportunidad. Porque una Wendy sin Lucy puede ser justo lo que ambas necesitan para descubrir la mejor versión de sí mismas.


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Dublín


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