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    Cineclub: Avidez de tragedia (1932)

    Cagney, en llamas, enamorado

    Avidez de tragedia, de Howard Hawks.

    Estados Unidos. 1932. Título original: The Crowd roars. Director: Howard Hawks. Historia original: Howard Hawks. Guion: John Bright, Niven Busch, Kubec Glasmon y Seton I. Miller. Dirección de foto: Sidney Hickox y John Stumar. Montaje: Thomas Pratt. Fecha de estreno: 16 de abril de 1932. Intérpretes: James Cagney, Joan Blondell, Eric Linden, Ann Dvroak.

    Dentro de la Historia del Cine queda todavía por hacer un ejercicio que podría resultar de lo más estimulante: estudiar con detenimiento los trabajos que los grandes “autores” del clasicismo desarrollaron durante los años del pre-code. El caso de Hawks, por ejemplo, es extraordinariamente fructífero: con la excepción rutilante de Scarface, el terror del Hampa (Scarface, 1932), el resto de sus películas acreditadas apenas han sido leídas, miradas de refilón o comentadas en gran parte de la bibliografía mayoritaria. Hay excepciones, como la monografía de Alberto Galera, pero en general se suele relegar esta colección de cintas a una suerte de desván histórico/historiográfico incapaz de competir con el sabor textual de los conocidísimos taquillazos de los cuarenta y los cincuenta. Este aparente silencio tiene una única justificación: desde una perspectiva estrictamente narrativa, las cintas de Hawks durante el pre-code pueden ser entendidas como borradores más o menos dotados de sus “hermanas mayores”: así, La escuadrilla del amanecer (The dawn patrol, 1930) configura los grandes grupos masculinos de aviadores que encontrarán su formulación perfecta en Sólo los ángeles tienen alas (Only angels have wings, 1939), sus ceremonias, sus lealtades, sus gestos hacia la muerte. La cuadrilla de pescadores que se juegan la vida enredándose en tramas amorosas de Pasto de tiburones (Tiger shark, 1932) son un eco todavía frágil pero rastreable de las suntuosas escenas de caza que configurarán ¡Hatari! (Hatari!, 1962).

    Otro tanto puede decirse de la cinta que aquí nos ocupa, Avidez de tragedia (The crowd roars, 1932), que puede considerarse el primer boceto de la que sería una de las grandes películas de Hawks en los sesenta, la extraordinaria y generalmente infravalorada Peligro… línea 7000, obras que dejan entrever la fascinación que el propio director sentía por la velocidad, por el mundo de los circuitos, por la figura del piloto como una suerte de bailarín ególatra, desquiciado y suicida. Lo relevante de la cinta del 32 es, para empezar, el extraño juicio sumarísimo que proyecta sobre las audiencias desde su propio título. En su arranque, Hawks introduce cerca de una decena de planos que presentan el mundo de las carreras profesionales. Los primeros son temblorosas panorámicas en las que se intuye la lucha por el movimiento del dispositivo en su seguimiento de cada vehículo: la cámara compite por captar aquello que tiembla, aquello cuya fugacidad se impone sobre el proceso de fijación de la luz sobre el celuloide. Es un primer gesto que se repetirá constantemente en Hawks: atrapar, aprehender, captar ese segundo de riesgo concreto en el que la vida de un cierto personaje se desliza hacia el límite.



    Escritura de las máquinas –en el circuito de carreras real- que durante toda la cinta deberá combinarse con la escritura de los cuerpos –en los estudios Warner. Podrían ser dos planos significantes distintos –el vértigo del juego frente al alma del personaje-, pero que gracias al montaje quedan constantemente enhebrados, conectados, inseparables. La barrera entre el coche y el conductor queda erosionada, difuminada, convertida en una suma de velocidades y de líneas de movimiento que son, después de todo, las que dominan la vida misma. Pero volvamos por un segundo al público:


    «Avidez de tragedia (The crowd roars, 1932), que puede considerarse el primer boceto de la que sería una de las grandes películas de Hawks en los sesenta, la extraordinaria y generalmente infravalorada Peligro… línea 7000».


    Un coche estalla, sale de la pista, se convierte en un amasijo de hierros que arde. Hawks corta a un plano general de los espectadores levantándose de sus asientos que se funde lentamente con el genérico principal de la película. En efecto la multitud ruge, o mejor dicho, la multitud se deja llevar por el sabor de la muerte, paladea la carne chamuscada, se sorprende de su propia supervivencia y la celebra. Y es que, si somos capaces de apartar las capas narrativas que apuntan a la historia de amor y celos, a las acusaciones románticas y los confusos gestos del amor que Hawks debe disponer para satisfacer a sus propios espectadores, lo que la película sitúa en su centro dramático mismo es la pregunta por esa conexión íntima entre el espectáculo y la muerte, por la manera en la que un cuerpo se ofrece, en su destrucción concreta, a los demás. Ejercicio escópico del propio borrado que, de alguna manera, se relaciona también con el propio gesto cinematográfico en una conexión sibilina pero agotadora. En efecto, la película nos susurra de vez en vez, como si no quisiera darle mayor importancia, una pregunta clave: “¿Por qué estás mirando estas imágenes?”.

    Y es ahí precisamente donde se hace necesario recuperar esas capas narrativas que bloqueábamos hace un momento: el truco enunciativo de Hawks pasa por realizar una radiografía precisa e íntima –y también, en muchos aspectos, inevitablemente contradictoria- de aquellos hombres que se arrojan en sus coches ávidos de muerte a la mirada de los demás. La manera en la que James Cagney se posiciona en el centro de la película y construye a su propio personaje es una summa artis de todos sus registros, una colección precisa de todas sus máscaras. Violento, ególatra, herido, frágil, introspectivo, fascinador, Cagney parece mutar en cada escena con una frivolidad asombrosa, como si el propio movimiento frenético de su coche dominara, a su vez, su propio paso por la película. El suyo es el cuerpo elegido, si bien Hawks pone buen cuidado en incorporar a su cinta corredores reales, técnicos reales, auténticos conocedores de los ademanes del frenesí y de la guerra que se filtran sibilinamente en la historia.


    «Si somos capaces de apartar las capas narrativas que apuntan a la historia de amor y celos, a las acusaciones románticas y los confusos gestos del amor que Hawks debe disponer para satisfacer a sus propios espectadores, lo que la película sitúa en su centro dramático mismo es la pregunta por esa conexión íntima entre el espectáculo y la muerte, por la manera en la que un cuerpo se ofrece, en su destrucción concreta, a los demás».


    Hay un placer suplementario en contemplar las tripas del dulce riesgo: no bastan con las fanfarronadas en el diálogo de Cagney o de Eric Linden, no basta tampoco con los emocionantes saltos de escala que el montaje contrapone en las secuencias de cada competición. Hay toda una colección de gestos que Hawks conoce y a los que hace hueco dentro del relato: el manejo de una llave inglesa, la manera en la que se inspecciona un motor averiado, el cuidado con el que se planifican las modificaciones mecánicas antes de cada carrera. Esos tiempos muertos en los que la película parece abandonar su carril dramático evidente son, como ocurre casi siempre en gran parte del cine del director, una verdadera delicia, un paladeo del “tiempo de las máquinas” que es, contra todo pronóstico, lo que no hace “rugir a la multitud”.

    Por otra parte, este agujero narrativo central no es en absoluto casual o anecdótico. Antes bien, en el momento en el que comenzamos a descender a los materiales concretos que componen las curvas de transformación de los personajes vemos cómo cada recodo de la película está plagado de anomalías con respecto a las expectativas que marca el cine clásico de Hollywood. Pensemos –como bien apunta Galera en el monográfico ya citado-, en la explícita descripción visual y oral de la muerte del compañero de Cagney. Pensemos también en la relación sentimental entre Cagney y Lee Merrick (Ann Dvorak), hija de las veleidades del pre-code que permitía que las parejas se encamaran sin la menor intención de casarse. Merrick, como tantas otras mujeres de la época, aguantará carros y carretas de su compañero de turno hasta que, nobleza obliga, se desvele capaz de mirar con piedad –y no con ansia de muerte, como hacen las audiencias- al otrora célebre piloto.


    «En el momento en el que comenzamos a descender a los materiales concretos que componen las curvas de transformación de los personajes vemos cómo cada recodo de la película está plagado de anomalías con respecto a las expectativas que marca el cine clásico de Hollywood».


    Y merece la pena señalarlo: lo que desbloquea el relato e introduce la variable de la reconciliación pende, como Hawks bien señala mediante el cuarto plano reproducido, del interior de la mujer. No se trata únicamente de un extraordinario plano subjetivo, sino también de la leve angulación de cámara que marca una posición de superioridad y, ya puestos, de la manera en la que la cochambrosa posición de Cagney “atrapado” por objetos, líneas, y ruido visual, se abre paso desde el centro del encuadre.

    Lo interesante de la cuestión es que esta mirada de amor –que nada tiene que ver, queda dicho, con los sacramentos matrimoniales que suelen clausurar el relato a partir de 1934-, hay toda una lección ética ante esos hombres que, por una serie de malas decisiones, quedaban arrinconados en los márgenes del sistema. Es necesario recordar a nuestros pacientes lectores que Avidez de tragedia se estrena apenas tres años después de la Gran Depresión, con todas las heridas políticas abiertas y una sensación absoluta de derrota. Ciertamente, más de un espectador agradecería ese plano subjetivo de Merrick tras una línea de diálogo como «Ahí hay un muchacho que no tiene dinero, dale todo lo que quiera».

    Interesante declaración de principios que permite que el relativo happy end se despliegue con una inevitable capa de polvo que desciende sobre los fotogramas. Hawks, después de todo, sabía perfectamente que no era únicamente el ansia de sangre la que llevaba a sus audiencias a rugir. También era, como quizá a nosotros también ahora nos ocurre, la sensación de que allí donde la democracia, la política y la economía han fracasado estrepitosamente, lo único que mantiene un cierto orden entre las subjetividades es el poder de un buen, justo, brillante relato.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Madrid


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