Triunfar en la vida
Crítica ★★★★ de Qué fue de Brad (Brad’s Status, Mike White, EE.UU., 2017).
La necesidad de alcanzar el éxito es algo que se nos inculca desde la más tierna infancia, durante la que las entregas de notas son sólo una de las múltiples formas de competitividad: ser el mejor futbolista o el más popular conforman tanto o mayor deseo. Pero, ¿qué triunfo es ese, realmente? ¿Quizá conseguir un buen trabajo, una casa enorme y una familia ideal, como ha vendido siempre el sueño americano? ¿Existe un modelo de éxito al que aferrarse? ¿Podemos distinguir con claridad a quiénes han triunfado de quienes no lo han hecho atendiendo a valores objetivos? Sobra decir que la respuesta a todas estas cuestiones es negativa y que la mayoría somos conscientes de ello. Pero, claro, una cosa es la teoría y otra, la práctica. Y es que no sólo el césped del vecino siempre estará más verde sino que además su reluciente verdor nos llevará con probabilidad a despreciar por completo el nuestro. Que las comparaciones son odiosas es algo que, nuevamente, sabemos; pero tendemos a olvidarlo cuando nos situamos a nosotros mismos en el seno de la comparación. El protagonista de Qué fue de Brad ha traspasado la frontera de los cuarenta y tiene una buena carrera profesional y una familia feliz, pero nada es suficiente porque las fortunas materiales y emocionales de sus antiguos compañeros de la escuela eclipsan todas sus victorias. Irónicamente, él apenas guarda relación con ellos, con lo que sus respectivos porvenires deberían importarle poco o nada, pero, claro, el corazón humano alberga un perenne absurdo, cosa que Mike White, guionista y realizador de la propuesta, sabe bien. Diez años después de debutar con El año del perro (2007), el director californiano aborda su segundo largometraje con una madurez granjeada en parte por la aplaudida (aunque eventualmente cancelada por baja audiencia) serie Iluminada (2011-2013), creada, escrita y dirigida por él mismo junto a Laura Dern (en quien recaía además el protagonismo de la función). Nos hallamos, sin lugar a dudas, ante su mejor creación hasta la fecha: una de las reflexiones más sinceras y directas que se recuerdan sobre la llamada crisis de los cuarenta.
El título castellano de Qué fue de Brad conforma, al igual que el original (Brad’s Status, literalmente “el estado de Brad” o, mejor, “el prestigio de Brad”), un adelanto del tono tragicómico de la producción. «¿Qué fue de Brad?», se preguntan sus excompañeros durante los envidiables eventos donde sin él se reúnen. Y expresan el pesar que les supone mencionar a alguien menos exitoso que ellos, alguien cuyo destino se ha distanciado del suyo. Y ríen entre dientes, sonrisas de complicidad mediante, porque, en el fondo, no les importa. Claro, que nada de esto sucede en la realidad, o, si lo hace, no tenemos forma de saberlo, porque el perceptivo guion de Mike White se centra exclusivamente en las vivencias y apreciaciones del protagonista, a través de cuya imaginación (y narración vía atrayente voz en off) contemplamos cuán asquerosamente felices y triunfantes son todos ellos. Esto sirve a este filme puramente indie para confeccionar situaciones tan esperpénticas como hilarantes, pero también para entristecernos al confirmar que Brad será irremediablemente desdichado hasta que deje de fantasear con jerarquías que siempre lo posicionan al fondo. Él, por cierto, no es otro que Ben Stiller, quien, a sus 52 años, se encuentra en el mejor momento de su carrera, impulsado por sus tres colaboraciones con Noah Baumbach, Greenberg (2010), Mientras seamos jóvenes (2014) y The Meyerowitz Stories (2017), centradas en la misma crisis existencial, pero a modo menos evidente. En el tragicómico Brad hallamos una interpretación colmada de matices tanto a la hora de abordar los toques cómicos como al enfrentarse a los momentos más punzantes, radicando el éxito de la película en la habilidad de realizador y actor para entrelazar la comedia asordinada con el tono agridulce derivado del existencialismo que la envuelve.
«Dolorosa y frustrante pero no exenta de consuelo, la segunda película de Mike White ofrece una honesta mirada a la crisis de los cuarenta, así como un punzante recordatorio de cómo el primer paso para triunfar en la vida es dejar de preocuparse por hacerlo».
Junto a Ben Stiller, que rara vez ha estado tan bien, tenemos al joven Austin Abrams en su papel más relevante hasta la fecha, al cual otorga menos profundidad que su compañero pero la suficiente mezcla de ingenuidad y cognición para hacerlo funcionar. En cualquier caso, sus nada desdeñables dotes actorales no importaban tanto como la química desplegada con Stiller en pantalla, ya que en esta tierna relación filo-paternal reside el corazón del filme. A fin de cuentas, todo comienza con el proceso de decisión del chico acerca de la universidad donde quiere pasar sus próximos años, lo que sume al protagonista en un retorno al pasado idóneo para torturarse acerca de lo que hizo y dejó de hacer cuando las mismas puertas se abrieron ante él. Padre e hijo se embarcan en un breve pero revelador viaje a la Costa Este durante el que Brad trata de ejercer de guía sin percatarse de que es él quien más enseñanzas está recibiendo. Así, lejos de dejarse contagiar por el ansia competitiva que lo rodea, el sencillo Troy da a padre y espectador una lección de bondad y humildad rara vez asociada a la maltratada generación milenial: un canto de esperanza que augura un futuro mejor. Mucho de ello hay también en la guapísima pero sobre todo inteligente Ananya (Shazi Raja), amiga de Troy a través de cuya peculiar relación con Brad se revela finalmente el interior de este para empezar a mutar. «¿Sueno agotado? Fui en su día tan idealista como cualquiera de vosotros», cuenta él; «tienes cincuenta años y aún crees que el mundo se hizo para ti», responde ella; «tengo cuarenta y siete». Tan mordaz como apasionante, con esa magia que caracteriza las conversaciones nocturnas inesperadas, el diálogo entre ambos personajes, en cierta manera los dos admiradores respectivos, desarrolla un punto determinante de la depresión de Brad: su correlación con el heteropatriarcado y los privilegios del primer mundo. Y es que, para bien y para mal, Brad tiene tiempo para preocuparse por la imagen que los demás tienen de él porque en el fondo no tiene fruto de consternación real alguno: no es una mujer africana que debe dejarse la espalda cada día para llevar agua a sus hijos mientras su marido se juega la vida en una guerrilla absurda; no, él es un hombre blanco y heterosexual con familia, salud y dinero, o sea, el molde perfecto para encajar en el mundo supuestamente civilizado que entre todos hemos confeccionado.
Finalmente no lo hacen, pero tanto Ananya como el propio Troy podrían juzgar a Brad, quien compensa sus propias inseguridades pasándose la vida juzgando a quienes lo rodean, bien por antojarse insuficientes (como esa esposa perfecta a la que da empática vida Jenna Fischer), bien por ser de esos que restriegan a los demás sus éxitos, sean estos aviones privados, tríos alocados con jovencitas o la posibilidad de obtener la mejor mesa en un restaurante con solo hacer acto de presencia. Luke Wilson, Jemaine Clement y Michael Sheen encarnan con la debida agudeza a los excompañeros de Brad, los cuales, como en el fondo cualquiera de nosotros, tienen conflictos y debilidades que no por escondidos son menos dañinos. Tan sencillo resulta aparentar éxito como difícil es alcanzarlo de verdad. Anteponiendo siempre la veracidad al efectismo, Mike White retrata a todos y cada uno de sus personajes con compasión, de forma que ni Brad ni nosotros mismos lo tengamos claro a la hora de emitir juicios de valor. Aun fomentándose el humor en todo momento, prima la empatía, lo que torna el filme en una experiencia conmovedora y, al tiempo, deprimente. Y es que casi es mejor dar por hecho que las vidas de los demás son perfectas, siendo por tanto esa perfección alcanzable, que confirmar que en el fondo nadie tiene las cosas fáciles aun cuando, por definición, todo hombre blanco parte con ventaja a la hora de abrazar esa supuesta felicidad, al menos sobre el papel. Es probable, por tanto, que el visionado de Qué fue de Brad se torne en una experiencia incómoda para quienes se identifiquen con su protagonista, ya que se empieza analizando los porqués de la congoja para terminar tachando la propia crisis de trivial y egocéntrica. Vamos, una patada en el orgullo por partida doble. Dolorosa y frustrante pero no exenta de consuelo, la segunda película de Mike White ofrece una honesta mirada a la crisis de los cuarenta, así como un punzante recordatorio de cómo el primer paso para triunfar en la vida es dejar de preocuparse por hacerlo. | ★★★★ |
Juan Roures
© Revista EAM / Los Ángeles
Ficha técnica
EE.UU., 2017. Título original: Brad’s Status. Director: Mike White. Guion: Mike White. Duración: 101 minutos. Fotografía: Xavier Pérez Grobet. Música: Mark Mothersbaugh. Productora: Amazon Studios / Montreal Casting / Plan B Entertainment / Sidney Kimmel. Montaje: Heather Persons. Diseño de producción: Richard Hoover. Vestuario: Alex Bovaird Intérpretes: Ben Stiller, Austin Abrams, Jenna Fischer, Michael Sheen, Luke Wilson, Jemaine Clement, Erin Agostino, Denisa Juhos, Pamela Figueiredo, Bruce Dawson, Nathaly Thibault, Shazi Raja, Larry Eudene, Meghan Gabruch, Richard Jutras, Dawn Ford, Xavier Pérez Grobet, Mike White.