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    Crítica | Zama

    A los que esperan

    Crítica ★★★★★ de Zama (Lucrecia Martel, Argentina, 2017).

    Dentro de los códigos visuales que utiliza Lucrecia Martel para expresar la ruptura de la realidad en su adaptación de la novela de Antonio di Benedetto, la aparición de la llama es el que se presenta de manera más clara y fácil de decodificar. En distintas ocasiones a lo largo de la película, el animal aparece en lugares donde no tiene sentido su presencia. En el despacho del gobernador, cuando Zama recibe la enésima negativa a su traslado, la llama se pasea por la estancia con elegancia, tranquilamente, mirando a su alrededor. Parece observar a Zama por detrás con una mezcla de asombro y altanería. Es, como decíamos, el indicio más claro que tiene el espectador para entender que lo que se muestra puede no pertenecer a la realidad física. Es, sin duda, el primer elemento que debería ponernos sobre aviso para plantearnos de dónde parte la narración de Zama. Con un estilo directo cuya belleza estriba en su claridad y precisión, di Benedetto escribe la novela en primera persona, y quizás esta voz sea la más complicada de trasladar a la gran pantalla. Martel, consciente de que todo lo que leemos parte siempre de los pensamientos de Don Diego de Zama, construye la traslación a lo cinematográfico a través de una puesta en escena que subraya mediante pequeñas rupturas el origen psicológico de todo lo que se nos presenta: la llama que apuntábamos anteriormente, la voz de un niño alabando la figura del protagonista y su imagen con la boca cerrada, una densidad sonora cimentada sobre una sutil psicodelia auditiva. Todo contribuye a plasmar el mundo tal como lo siente este funcionario atrapado en Asunción del Paraguay a la espera de ser trasladado.

    Cierto es que uno puede perderse en la lectura temporal de sus imágenes. Martel adapta la novela con total libertad, pero mantiene el periodo que abarca, y si bien el texto está puntuado en tres partes delimitadas por años, la directora argentina nos presenta la vida de Don Diego como una unidad en la que el tiempo se estira y encoge a su antojo. La elipsis y su difícil identificación, aunque pueda requerir un tanto más del espectador, ayuda a conformar el limbo en el que se sumerge la película ya desde la primera imagen. En ella, unos peces se arremolinan en las sucias aguas de un río. Según se cuenta, son rechazados por las propias aguas en la que nadan y están obligados a luchar constantemente contra este líquido que quiere arrojarlos a la tierra: «estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben […] cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento». La figura de Don Diego bien podría parecerse a la de estos animales, si bien la diferencia estriba en que él quiere salir del entorno en el que está, desea con todas sus fuerzas ser trasladado a otra ciudad para poder reunirse con su familia. Sin embargo, ni el gobernador, ni el rey ni siquiera los trabajadores que quedan por debajo del funcionario en la línea de mando pondrán de su parte para que esto ocurra. Zama pondrá todo su empeño en la conquista de la huida, y al estar siempre en peligro de permanecer, prefiere esperar en los bordes con la esperanza de ser empujado hacia fuera. La imagen de los peces nadando con vehemencia en las profundidades del río sucio que los quiere expulsar contrasta con un Zama que desea ser expulsado pero que se muestra tranquilo, mojándose las botas en la orilla de un río, mirando al horizonte, esperando. Di Benedetto dedica el libro «A las víctimas de la espera». Martel hace lo propio con sus imágenes. Por ello, esa destrucción del tiempo, de la relación causa-efecto temporal y el empeño en esconder su desarrollo suspende todavía más al personaje en la espera y lo arrastra hacia la locura. Así, Don Diego deambulará por distintos espacios y momentos en los que parece perderse y entretenerse, como en un burdo intento por buscar algo que hacer, una excusa para matar el tiempo: espiar como se bañan en barro unas mujeres en la playa, el enfermizo deseo por Luciana Piñares de Luenga, las extrañas tramas que se llevan entre manos las caseras de la posada a la que se muda… y finalmente la expedición para dar caza al temido Vicuña Porto. Todo son estadios de un viaje a la nada en el que, a cada paso que da, más desquiciado se vuelve, y ya no solo él, también la propia película, que navega poco a poco hacia el sinsentido por el que se asoma lo absurdo de la condición humana.


    Martel consigue convertir Zama en la antipelícula de aventuras, en una oda a la ciega espera y a la confianza en que algo mejor pasará al día siguiente para terminar acumulando fracasos en el viaje hacia la inútil resignación.


    Por si todo esto no fuera poco para construir una cinta sobre el viaje alucinado en el que se adentra aquel que definen como «el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada», Lucrecia Martel se encarga de componer cada plano desde una belleza perturbadora. Cada uno de los fotogramas de Zama parece un lienzo en el que se ha detenido el trazo de la espera. La realizadora encuadra y rencuadra con elementos del espacio filmado (una ventana, una puerta) y, al mismo tiempo, en los primeros planos, las cabezas nunca se muestran por completo, siempre aparecen cortadas por su parte superior. Pequeños gestos como este desestabilizan el artefacto visual y se contraponen con la arrebatadora belleza del paisaje o con la elegante plasticidad de las tribus indígenas y sus ritos. Es en ese contraste en el que aflora el delirio de un viaje que nos recuerda al del Capitán Dinesen por la Patagonia en la excelente Jauja, de Lisandro Alonso. Cualquiera podría imaginarse como se cruzan los caminos de ambos en un lugar suspendido en la inmensidad del paisaje del continente sudamericano. De este modo, al igual que su compatriota, Martel consigue convertir Zama en la antipelícula de aventuras, en una oda a la ciega espera y a la confianza en que algo mejor pasará al día siguiente para terminar acumulando fracasos en el viaje hacia la inútil resignación. Y aun con todo, encontramos una pequeña redención para este mito que se derrumba ante nosotros. Cuando al final, el bueno de Don Diego hace por su archienemigo Vicuña lo que nadie quiso hacer por él: «decir, a sus esperanzas, no». Aunque puede que en ese momento ya sea demasiado tarde. | ★★★★★ |


    Víctor Blanes Picó
    © Revista EAM / L'Alternativa de Barcelona


    Ficha técnica
    Argentina. 2017. Título original: Zama. Dirección: Lucrecia Martel. Guion: Lucrecia Martel, basado en la novela de Antonio di Benedetto. Productora: Rei Cine, El Deseo S.A, Canana Films, KNM, Bananeira Filmes, Louverture Films, Netherland Filmfund, Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). Fotografía: Rui Poças. Montaje: Karen Harley, Miguel Schverdfinger. Reparto: Daniel Giménez Cacho, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Lola Dueñas, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Vando Villamil.



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