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    Crítica | La cordillera

    Blanco

    Crítica ★★★★★ de La cordillera (Santiago Mitre, Argentina, 2017).

    La nueva película del argentino Santiago Mitre se inicia con una secuencia que bien podría funcionar como metáfora visual de una tendencia política que se está repitiendo en los últimos años. A las puertas de la Casa Rosada, un trabajador intenta acceder con su furgoneta cuando hay un problema con su identificación. A partir de aquí, iremos pasando de este al conserje, del conserje al guarda, del guarda al cocinero… y así hasta llegar al mismísimo despacho presidencial. La cámara va saltando de uno a otro en una especie de escalada hacia la cima político-social; es el viaje del currante de a pie al lugar donde trabaja la persona más importante de un país. En una sociedad hastiada por una clase política elitista, burguesa y ladrona, gran parte de la ampliamente llamada nueva política ha promocionado su origen humilde como la gran baza de su honestidad. Es la representación visual de cómo el hombre de la calle, el humilde trabajador, se dirige hacia la toma del poder para soliviantarlo. Esta primera toma de contacto con la película no tiene otro significado que no sea el de establecer la idea que manipulará y estirará dramáticamente a lo largo de los siguientes minutos. En efecto, ninguno de estos trabajadores ni sus motivaciones tendrán ningún interés posterior, es simplemente parte del mecanismo para establecer el tema. Mitre se propone desmitificar esta percepción de la política actual a través de una película inteligente y profundamente pesimista. En La cordillera, el presidente argentino Hernán Blanco (excelente, como siempre, Ricardo Darín) asiste a una cumbre de países sudamericanos para crear una empresa petrolera transnacional con Brasil presionando por llevarse la parte más jugosa del pastel. Mientras, la sombra de un caso de corrupción planea sobre su gobierno e implica directamente a un miembro de su familia.

    La reunión se celebra en plena cordillera de los Andes, a más de 3000 metros de altura. Los picos y las montañas nevadas proporcionan a Mitre el escenario perfecto para transmitir ese vértigo al que se enfrenta cualquier político en la cúspide de su carrera cuando todo está en juego. Blanco está a punto de caer por el precipicio a nivel tanto político como personal. El director de Paulina construye un análisis de la personalidad del presidente a través de cuatro tramas que suceden paralelamente en un mismo espacio: la política internacional, con la cumbre de presidentes en la que Blanco parece funcionar como marioneta de todos pero que terminará siendo quien decante la balanza del acuerdo con sus intereses personales; las relaciones dentro de su círculo de colaboradores más cercano, que parecen manipularle y gobernar en la sombra pero que terminará por domesticar y silenciar; su hija Marina, traumatizada por un hecho ocurrido en su adolescencia y que intenta desenterrar los fantasmas del pasado a través de la hipnosis; por último, una periodista entrevista a los presidentes y es en sus conversaciones donde salen a relucir las reflexiones y contradicciones de estos mandatarios. En todos y cada uno de estos hilos, que funcionan con la precisión de un reloj, Mitre empieza presentando a Blanco como alguien ajeno a la triquiñuela y a la confrontación política: parece que todos toman decisiones por él, que es simplemente un espectador al que el resto le soluciona unos problemas que le vienen grandes. El «hombre del pueblo» parece desbordado; a primera vista, su campechanía no es suficiente para ostentar tanta responsabilidad. Sin embargo, es en el desarrollo narrativo donde poco a poco y de manera muy astuta se nos va derrumbando en cada frente la visión de quien creíamos limpio e inmaculado, de una persona que parecía no esconder ningún cadáver en el armario.

    «La estrategia de concentrar en un solo personaje las falsas virtudes y las miserias reales a las que nos enfrentamos en la actualidad, acaba articulando una tramoya poliédrica que, en su continua interrogación ante las dudas que van apareciendo, convierte a una esperanza blanca en un verdadero monstruo».


    Pero más allá de lo estrictamente narrativo, el engaño también se produce en la forma que adopta la propia película. Con la tensión que se respira en esos pasillos donde todos parecen hablar de cosas sumamente importantes que siempre se dejan a medias, La cordillera se afana en mostrar sus cartas como thriller político desde el primer momento. El ritmo de esos primeros minutos y el retrato de las bambalinas, las reuniones, los espacios y las conversaciones a media voz nos recuerdan al mejor Pakula (Todos los hombres del presidente) o Stone (JFK). Sin embargo, Mitre pronto gira su cámara y pone en suspenso el ritmo en un movimiento inesperado que recuerda al cine de Hitchcock. Esa ruptura en forma de vertiente psicológica que adopta el film desestabiliza de manera consciente los cimientos construidos hasta ese momento. Pero mientras el agujero en el que se hunde el presidente se va haciendo cada vez más profundo, el espectáculo que nos ofrece Mitre siempre va in crescendo. Y aunque al principio desconcierte su desdoblamiento en estas cuatro tramas, cuanto antes identifiquemos su espíritu geométrico y su voluntad de integrarlas todas ya no como ejes conclusivos, sino como piezas del rompecabezas de su tesis, mejor podremos entender esta olla a presión que se cocina a fuego lento. Así, como un buen político, La cordillera no cumple con lo que promete. Sin embargo, a diferencia de cualquier político, la alternativa que ofrece es mucho más estimulante. Funciona como el fiel reflejo de lo que ocurre en los tiempos que corren: políticos que aprovechan un mensaje para colocarse una máscara y subir al poder pero que, a la postre, tienen el mismo resultado. Mitre no reivindica los caducos modos de hacer política, simplemente ejemplifica en Blanco que bajo la piel de estos nuevos y esperanzadores corderos se esconden lobos de la misma calaña que los anteriores. Y quizás por ello, por esa estrategia de concentrar en un solo personaje las falsas virtudes y las miserias reales a las que nos enfrentamos en la actualidad, acaba articulando una tramoya poliédrica que, en su continua interrogación ante las dudas que van apareciendo, convierte a una esperanza blanca en un verdadero monstruo. De este modo, dándole la forma de un thriller entre lo político y lo psicológico, el argentino nos propone un relato perverso centrado en la figura del presidente Blanco, quien, al igual que la propia película, no es lo que aparenta ser. | ★★★★★ |


    Víctor Blanes Picó
    © Revista EAM / Cannes


    Ficha técnica
    Argentina, Francia, España. 2017. Título original: La cordillera. Dirección: Santiago Mitre Guion: Mariano Llinás, Santiago Mitre. Duración: 114 minutos. Fotografía: Javier Juliá. Música: Alberto Iglesias. Productora: Kramer, Sigman Films. Edición: Nicolás Goldbart. Diseño de vestuario: Sonia Grande. Diseño de producción: Sebastián Orgambide. Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Christian Slater, Elena Anaya, Paulina García, Daniel Giménez Cacho, Gerardo Romano, Alfredo Castro, Rafael Alfaro.


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