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    Crítica | El porvenir

    L'avenir

    El tiempo lo destruye todo

    crítica de El porvenir (L'avenir, Mia Hansen-Løve, Francia, 2016).

    ¿Qué es, pues? (San) Agustín de Hipona se hacía esta pregunta en el siglo cuarto, acerca del concepto del Tiempo. Contestaba con una vacilación socrática «“si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé». La materia básica sobre la que se construye todo lo que podemos denominar civilización ha sido objeto de infinitas investigaciones y reflexiones. Y el Arte, ese catalizador de toda inquietud humana o divina, ha exhibido numerosos esfuerzos en categorizar, o más bien, abarcar el tiempo como concepto dentro de sus manifestaciones. Los más ambiciosos directores han abogado por generar obras titánicas con tales propósitos. Quien suscribe estas letras reivindica dos, en concreto: 2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968), como aproximación sin precedentes al génesis de la humanidad misma, y más recientemente, Boyhood (2002-2014), el proyecto más grandilocuente de Richard Linklater, quien consiguió retratar el proceso vital humano en dos niveles: dentro de la estructura interna del filme y desde una perspectiva real, menos con deseo de verosimilitud que con un afán de respeto absoluto por su ética propia. Aquellos dos ejemplos podríamos enmarcarlos en una intencionalidad diacrónica. ¿Qué ocurre con lo sincrónico, con el momento determinado? Si continuamos atendiendo al filósofo originario de lo que hoy es Argelia, entenderemos que, en cuanto al presente, «si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad». La voluntad de Mia Hansen-Løve (París, 1981) se adscribe al segundo de los casos. Hace casi una década, la actriz decidió mutar definitivamente hacia la dirección de largometrajes, cuyo inicio fulgurante, Tout est pardonné (2007), se mostró en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. Desde entonces, ha desplegado un enorme y sorprendente talento para presentar al ser humano como la materia más vulnerable frente al tiempo: los cambios vitales, la destrucción de paradigmas y certezas bajo la honda huella del existencialismo. Si el tiempo existe como un constructo humano, su yugo no es más que un ejercicio de masoquismo. Así lo demuestra en su trabajo más reciente, cuyo título, El porvenir (2016), no hace más que confirmar esta preocupación. Fue una de las grandes sorpresas en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín, donde recibió el merecido Oso de Plata a la mejor dirección. Desde luego, el reconocimiento de la crítica y los premios puede funcionar como un criterio sólido. Sin embargo, ajeno a otras opiniones y sistemas de evaluación, podemos afirmar sin lugar a dudas que esta es una obra de madurez, donde se consolidan los aparatos ético y estético con la brillantez del cineasta en consonancia con su discurso. Veamos por qué.

    Somos tiempo. Por lo tanto, desgraciadamente para los directores más ortodoxos, resulta conveniente no atender a las tres unidades aristotélicas del teatro y someterse a las limitaciones evidentes. El porvenir inicia con un evocador prólogo que enuncia la belleza de lo cotidiano, la ausencia de artificios. Una visita a la pequeña isla francesa de Grand-Bé. En este sencillo marco y de una manera muy orgánica, se presentan los personajes ante el espectador, a quien se ha desprovisto de información directa al respecto. Sin embargo, una mirada atenta reparará en que lo que sujeta Natalie, soberbia Isabelle Huppert —a quien le dedicaremos unas palabras más adelante—, son folios de exámenes de colegio. Un instante de silencio ante la tumba de Chateaubriand preceden a una necesaria elipsis que ajusta los acontecimientos en el plano temporal exacto. Porque ha llovido mucho desde entonces, y de los personajes esbozados no parece quedar más que la nostalgia. Natalie y su esposo Heinz (André Marcon) llevan una rutina lastrada por el paso de los años, el cansancio físico y la pesadumbre emocional. Ambos enseñan filosofía, y, sin embargo, la emoción reivindicativa que quizás demostraron durante el convulso año 1968 parece haberse disuelto. Frente a un piquete improvisado a la entrada del colegio, parece que quien reprende a los alumnos no es la voz de la experiencia, sino la del desencanto. ¿Qué es lo que agita los días cotidianos? La denominada crisis de la mediana edad parece estar llamando a la puerta, pues, de alguna manera, la vida ha orquestado un plan de pequeñas fatalidades sincronizadas. Lo que parecía una zona de confort cimentada en la resignación de Natalie se resquebraja con la pausada virulencia de la causalidad. A la confrontación habitual con una madre psicológicamente inestable (Edith Scob) se suma un declive profesional en el que sus libros de enseñanza resultan de repente obsoletos; y, para más inri, aquel núcleo del amor familiar, la última certeza que parecía irrompible, demuestra su fragilidad en forma de la confesión de Heinz que suena a traición. Si todas y cada una de estas dosificadas miserias vitales resultan no solo verosímiles, sino tangiblemente humanas; si resuenan en lo más profundo del espectador, es únicamente por obra y gracia de la espectacular Isabelle Huppert. Esta es una película que orbita alrededor del excelente trabajo de la francesa —quizás la mejor interpretación de su ya brillante carrera artística—.

    L'avenir

    «El porvenir muestra un paisaje emocional tan rabiosamente humano, tan incuestionablemente real, que cada segundo de metraje resulta bello y conmovedor a partes iguales. La genialidad de mostrar en una pantalla cómo el tiempo incide en el ser humano ha sido posible sin el complejo entramado discursivo y pirotécnico de Kubrick ni el titánico proyecto de Linklater. Con una sencillez de elementos visuales, Hansen-Løve ha parido un clásico instantáneo, demostrando conocer la clave que diferencia a los grandes artistas: ofrecer al espectador un pedazo de sí mismo».


    La distancia entre el espectador y el pacto ficcional se estrecha hasta fundir los límites de la ficción, en favor de la inmersión total; la transmutación perfecta del personaje, a través de cuyos ojos observamos el irremediable avance de la destrucción. ¿Cómo proceder a partir de ahora? La mirada melancólica de Natalie al rosal de la casa de la playa que cuidará otra mujer transmite una evidencia irrefutable de los duros estragos del tiempo. En este clima de decadencia, plasmado magistralmente gracias a un guion sólido —firmado, como es habitual, por la propia Hansen-Løve— y con una lógica interna perfecta, hace acto de presencia un elemento dinamizador: nada más y nada menos que el futuro. A pesar de las palabras de Goethe («Es peligroso aquel que no tiene nada que perder»), aquí la pérdida funciona con un efecto de tabula rasa. La ausencia de seguridades y lugares de confianza también lleva consigo la ausencia de cargas, de preocupaciones asociadas. La frágil situación se transforma de repente en un espacio infinito para la reflexión, para el ejercicio de pensar. La aparición de un antiguo alumno (Roman Kolinka) ofrece no solamente la conexión pasado-presente; además otorga la posibilidad de evaluar el paso de toda una vida y, quizás, empezar de nuevo. El epílogo cierra el círculo narrativo de manera análoga al prólogo, consolidando el andamiaje argumental y ofreciendo una maravillosa estampa de la transformación de los personajes. La delicadeza con que ha sido tratado cada uno de los apartados del filme genera una placentera sensación de uniformidad, pues no hay prácticamente ningún exabrupto. Todo cuanto está contenido en los 100 minutos de duración es producto de una deliberación exacta. El porvenir muestra un paisaje emocional tan rabiosamente humano, tan incuestionablemente real, que cada segundo de metraje resulta bello y conmovedor a partes iguales. La genialidad de mostrar en una pantalla cómo el tiempo incide en el ser humano ha sido posible sin el complejo entramado discursivo y pirotécnico de Kubrick ni el titánico proyecto de Linklater —ambos dignos de los más altos elogios, por supuesto—. Con una sencillez de elementos visuales —la mano del director de fotografía Denis Lenoir no pretende imponerse sobre las demás capas narrativas—, Hansen-Løve ha parido un clásico instantáneo, demostrando conocer la clave que diferencia a los grandes artistas: ofrecer al espectador un pedazo de sí mismo. | ★★★★★ |


    Luis Enrique Forero Varela
    © Revista EAM / 66ª edición de la Berlinale


    Ficha técnica
    Francia, Alemania. 2016. Título original: L’avenir. Directora: Mia Hansen-Løve. Guión: Mia Hansen-Løve. Fotografía: Denis Lenoir. Música: Raphael Hamburguer. Duración: 102 minutos. Productora: CG Cinéma / Detailfilm / Canal + / Rhône-Alpes Cinéma / Arte France Cinéma. Diseño de producción: Anna Falguères. Montaje: Marion Monnier. Diseño de vestuario: Rachel Raoult. Intérpretes: Isabelle Huppert, André Marcon, Roman Kolinka, Edith Scob, Sarah Le Picard, Solal Forte, Elise Lhomeau, Lionel Dray, Grégoire Montana, Yves Heck, Rachel Arditi. Presentación Oficial: Berlin International Film Festival, 2016.

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