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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Toro

    Toro

    Un estropicio monumental

    crítica de Toro (Kike Maíllo, España, 2016).

    España no es deficitaria en lo que a cine negro se refiere. Hoy por hoy dos de los mejores directores de nuestro país —Enrique Urbizu y Alberto Rodríguez— practican, sin concesiones vacuas, trasuntos noir cercanos al thriller de alta graduación que proyecta los claroscuros de una sociedad históricamente enferma, cainita y pelada con navaja para que se detecte su escasez de ideas, que no es sino el verdadero piojo de los pobres. Aquí el rosario a menudo se confunde con la soga, y ésta con lo simbólico de una negrura en alpargatas; a veces inteligible y otras no, según caiga el enclave al sur o al norte, en Triana, Museo Chicote o el antiguo Barrio Chino barcelonés. Porque España, ya se dijo, sabe a negro y algo sabe de ese cine. También nosotros (disculpen la endogamia del plural) supimos cocer en los años 40 y 50, si bien a rebufo de la opulencia estadounidense, obras como El clavo y Los ojos dejan huellas y El cebo, e incluso memorables comedias paródicas como Atraco a las tres, esta ya en la década de los 60. En última instancia, Urbizu y Rodríguez no son más que epígonos laureados que apuntan a los suyos en tanto miran por el retrovisor y sonríen irónicos a los grandes maestros con quienes también sintoniza Álex de la Iglesia, maravilloso pirómano de un noir esquizoide cuyo nacimiento se remonta a la perfidia friki y freak de La comunidad, obra maestra que hunde su pezuña en el tuétano mismo del humor extemporáneo.

    Con semejante tradición y tamaña literatura surgida a diario del breaking news, mosquea que los productores no apuesten todo lo que deberían por una narrativa que es a la vez espejo de un país aturdido, sin brújula, y acicate de las neuronas ebrias de ignorancia. Necesitadas de una información que, cuesta decirlo, últimamente sólo reciben a través de la media verdad, con risas y/o llantos que hurgan en la llaga. Quién nos lo hubiera dicho cuando pequeños: el cine como sostén de una realidad reducida a cenizas. O al revés. Me explico. Aquí llega Mario Casas, alias Toro, montado en un Audi que no parece estar a su nombre. Me malicio que lo ha robado hace no mucho. Y aquí empieza él a frenar después de la última curva ascendente hacia la azotea de un aparcamiento. Es noche cerrada y las farolas son mandarinas escupiendo zumo. Te acuerdas de Michael Mann, de Tom Cruise, de Jamie Foxx, de aquel taxi circulando por Los Ángeles una madrugada cualquiera. Y de Nicolas Winding Refn y su rubio driver con palillo y escorpión a la espalda. Son referencias automáticas, viene y se van. En realidad estamos en Málaga, si bien una Málaga con aroma kitsch y vírgenes bajo palio de neón. Toro se ha citado con alguien importante; así lo anuncia el plano picado desde esa alta posición de cámara que intuye nuestra perspectiva mientras los coches se sitúan uno al lado del otro, rozándose las orejas mutuamente. El realizador Kike Maíllo, Goya al mejor director novel en 2012 por su muy tecnófila Eva, reconoció durante una entrevista al diario Sur que «me fascina la arquitectura futurista y geométrica de muchas construcciones turísticas de Málaga, pero también me mueve inventarme la ciudad por lo que la película construirá un Frankenstein con trozos de esas localidades». Y vaya si se nota. No caben excusas, ni matices, ni justificación ante la hecatombe cinematográfica que malogra de principio a fin una propuesta sin personalidad.

    Toro

    «Todo es aquí un sinsentido con intérpretes de primera y segunda fila que, a buen seguro, no pudieron presagiar el desastre que comportaría el montaje último. La potencia de fuego visual mostrada en los primeros minutos deviene muy pronto artificio de cinéfilo que sufre una indigestión de thriller norteamericano».


    Concibe el barcelonés esta historia desde un ángulo muerto, desmontable, a caballo entre la experiencia netamente visual y un exorcismo filial que tiene en ese «Toro enamorado» que interpreta Mario Casas a su antihéroe blandiblú pero-capaz-de-cualquier-cosa, y en Luis López Tosar al Sonny Crockett medio calé de Corrupción en Marbella, por decirlo así. Viendo este filme te preguntas hasta qué punto un director ilusionante, que prometía mucho y ahora muy poco, está dispuesto a condescender al martillo de unos mecenas que buscan sin miramientos un taquillazo grandilocuente con envoltorio de obra épica y, también, humores flamencos made in USA. Todo es aquí un sinsentido con intérpretes de primera y segunda fila que, a buen seguro, no pudieron presagiar el desastre que comportaría el montaje último. La potencia de fuego visual mostrada en los primeros minutos deviene muy pronto artificio de cinéfilo que sufre una indigestión de thriller norteamericano; ese thriller posmoderno que a veces invita a subir el codo y rozar con él a tu acompañante, quizá un perro, y decirle con un suspiro gutural: «Y lo peor de todo es que parecen no advertir que han rodado una mediocridad». Tal es el disparate, sí, el «Frankenstein» (cuánta razón) sin Mary Shelley que lo reescriba una y otra vez. Sobra decir que Maíllo no tiene la misma pericia técnica para mover la cámara que Daniel Monzón o Alberto Rodríguez, tal vez los dos directores españoles que mejor ruedan las secuencias de acción; tampoco la contundencia ni el músculo dramático que distingue a Urbizu, artesano que consigue que sus personajes revelen el infierno que los circunda simplemente dejándonos ver —o abriendo o destapando, como si fuera La caja 507 de Pandora— una foto escondida en el cajón de los calcetines. En Toro, Sacristán es un escultor de tallas religiosas cuyos mayores ingresos proceden no obstante de un segundo negocio de no-sé-qué (¿drogas?, ¿prostitución?, ¿una mezcla de ambas? No lo sabemos. Lo importante, al parecer, es que el hombre lleva ¡un destornillador con raíl! escondido en la manga de la camisa. Y lo único gracioso, sin embargo, son las aparentes morcillas del propio Sacristán: «España es un país de malos hermanos»; «el problema de este país es la desmemoria») que regenta desde lo más alto de un hotel cinco estrellas incomprensiblemente vacío aun en la misma costa.

    Romano (Sacristán) está ahí gracias a sus intereses para con Dios y la Virgen. Su cofradía le ha concedido una medalla de oro, que no muerde como Nadal por miedo a quedarse mellado. Es un buen feligrés, y tiene a la poli en el bolsillo. Los agentes ni se molestan en aparecer cuando se los necesita, aunque unos malotes pacatos hayan dispuesto cirio a las puertas de un hotel majestuoso. Recuerden: Málaga, Andalucía. Y Galicia desertificada y seseante en determinados rincones. Sorprende que un actor de la talla de José Sacristán diera el visto bueno a semejante pastiche sin verosimilitud alguna ni inteligencia para desmontarla con garantías. Mario Casas resucita su peor versión: la del hombre rígido, tosco, que oposita a rey de este cine ¿español? acomplejado y con genética de producto informe. Que no sabe cómo quiere ser visto y leído, y acaso hasta interpretado. Una película que trata en vano de convertirse a producto sólido, vibrante y espectacular a la manera en que no podría serlo una producción deficitaria, donde el neón y la estolidez así como las coreografías de acción cuerpo a cuerpo —sin toma válida— urgen más que, atención, la presencia de sicarios con pistolas. Amenazantes. Próximos. Humanos. Sin kilos de absurdo maquillaje. Porque, si no me equivoco, un hacha a lo survival asiático y un destornillador y un cuchillo-volante (escuchen cómo silba) y una recortada arrabalera no parecen arsenal suficiente para erigir el sagrado imperio del mal, con perdón. Dice alguien: «Te lo juro, Toro». Dice este, cogiendo carrerilla: «¡No me jodas, no me jodas, no me jodas!». Y entretanto se intuye la corneta. Y el tambor lento. Y esa voz de bluesman que amalgama cien vidas: «¿Qué piensas hacer a partir de ahora, Toro?». ¿Leer La Biblia de neón? ¿O convertirte al satanismo? | ★ |


    Juan José Ontiveros
    © Revista EAM / Madrid


    Ficha técnica
    España, 2016. Director: Kike Maíllo. Guión: Rafael Cobos, Fernando Navarro. Fotografía: Arnau Valls Colomer. Música: Joe Crepúsculo. Reparto: Mario Casas, Luis Tosar, José Sacristán, Ingrid García Jonsson, Claudia Vega, Nya de la Rubia, Ignacio Herráez, José Manuel Poga, Manuel Salas. Productora: Apaches Entertainment / Atresmedia Cine / Escándalo Films / ZircoZine. Distribuidora: Universal Pictures.

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