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    Crítica | Fair Play

    Fair Play

    El músculo del régimen

    crítica a Fair Play (Andrea Sedlácková, 2014)

    Comentaba Albert Jacquard, genetista y escritor francés, que «el totalitarismo será siempre una tentación porque las decisiones se toman más rápido que en democracia», y no le faltaba razón. Es nota común que en las dictaduras y los sistemas absolutistas —incluso en nuestros a veces mal llamados gobiernos democráticos— las decisiones sean verticales y no horizontales, dejando la libertad personal del individuo a la altura del mismísimo betún. Un sacrificio sin escapatoria en pos del supuesto bien colectivo que normalmente equivale al triunfo patrio y a la victoria política, territorial y económica de un país o ideología, supeditados a un puñado de dogmas a los que la sangre o el libre albedrío de un ser un humano vulgar y corriente les importan tan poco como los de una mosca. En el seno final de la larga Guerra Fría, en las dos partes de la contienda la máxima se escuchaba el mismo susurro: ganar, ganar y ganar. Ser mejor que el eterno rival, superar al bloque opuesto en armamento, tecnología, carrera espacial, y como no, en deportes, una extensión de las virtudes físicas y militares de los pueblos desde la civilización grecolatina. En la década de los ochenta, este conflicto aún daba sus persistentes últimos coletazos, enfrentando a dos sistemas ideológicos y bélicos contrapuestos como eran la OTAN y el Pacto de Varsovia, encabezados respectivamente por Estados Unidos y sus aliados, y por la URSS y sus potencias satélite. Separados por el famoso Telón de Acero, la competencia entre ambos llegaba a todas las esferas públicas y privadas. En este contexto cruel y en el que las disidencias tenían poca cabida —y radicales castigos, desde luego—, nos sumerge Fair Play, la inteligente tercera película de Andrea Sedlácková, que con buen pulso y potentes interpretaciones rescata la vida dramática de las atletas de Europa Oriental que se preparaban por aquel entonces para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles.

    Las cámaras apuntan desde el comienzo del metraje a su luchadora protagonista adolescente: Anna, interpretada por la prometedora actriz eslovaca Judit Bárdos, una atleta con gran talento y proyección que, como muchas otras jóvenes, sueña con el estrellato pero también con crecer, enamorarse, cumplir metas o mejorar su relación con su padre, un disidente del régimen soviético que vive en el extranjero. Espoleada por su madre —otra expresiva interpretación de Anna Geislerová—, Anna entrena incansablemente bajo el ojo crítico de su entrenador, que la ve como un instrumento político más allá de lo deportivo, un experimento de músculos al servicio de la URSS al que debe sacarse el más jugoso partido posible. La línea argumental básica de este drama de subgénero político-deportivo no flaquea, y nos mete de lleno en un arduo conflicto estado versus individuo en una época de asfixia de las libertades personales: cuando las altas esferas políticas son conocedoras de la proyección de Anna, toman la decisión unilateral de “acelerar” su carrera introduciéndola en un proyecto estatal de prueba de esteroides ilegales. Así, la protagonista y su otra compañera atleta empiezan a ingerir la peligrosa Stromba, cuyo fin es potenciar su desarrollo muscular, pero pronto comenzarán a percatarse de los efectos negativos que esta sustancia tiene para su salud.

    Fair Play

    Fair Play tiene la virtud de empapar al espectador en una rutina agónica y estresante donde el régimen llega hasta a cada bocanada de aire, donde unos textos subversivos escondidos cerca del fregadero pueden convertirse en un grave problema, donde pensar y competir son mucho más deberes que derechos. La traición a la patria es un pecado terrible, y por eso, la atleta debe enfrentarse sin rechistar a esta práctica ilegal e inmoral de dopaje, que en los ochenta comenzaba a explotarse en la competición de alto nivel, con ejemplos de repercusiones mediáticas que transcienden hasta nuestros días. Sin embargo, al contrario que su obediente compañera, Anna no está dispuesta a hipotecar su salud ni a sacrificar sus ideas, por lo que, a pesar de la fuerte oposición de su madre y del desconocimiento de sus preparadores, decide abandonar la Stromba por su cuenta. Este es el punto de inflexión que marca el devenir argumental de una obra espesa que hay que saber saborear despacio, dada su tensión narrativa in crescendo y la riqueza psicológica de su protagonista principal.

    Fair Play no es un filme tremendista, ni predecible. Precisamente, es una obra consecuente porque se encomienda al mayor de los realismos: el histórico, reflejando cómo los poderes fácticos —familiar, político, policial— afectan a la vida de una joven llena de vitalismo y de sueños en una Checoslovaquia subyugada y triste. Su guion porta una doble interpretación: por una parte, la trama principal, centrada en Anna, aborda la competición de élite como arma de lucha política contra “los otros” —como dijo el propio Stalin, retratando su angosto pensamiento: «el partido no necesita talento, sino fidelidadW—, y por tanto, como la esfera pública entra en las esferas privadas de estas chicas a través de las sustancias químicas. Por otra, la principal subtrama secundaria, quizás más desdibujada, y centrada en la figura de la madre y su vínculo con un amigo disidente del sistema, retrata el conflicto espiritual de la ciudadanía checa ante la estrangulación de las autoridades policiales, que reprimían con extorsiones, chantajes y manipulaciones todo intento de propaganda anti-socialista. Además, el exilio como medida de presión también es abordado a través de un padre ausente cuyas únicas manifestaciones se llevan a cabo a través del teléfono. En definitiva, las diferentes piezas de este puzle, sirviéndose de la acusada estética cinematográfica propia de Europa del Este, conjugan sueños rotos en pedazos, motivación y sacrificio deportivo y terror ante las medidas de presión estatal, reflejando las consecuencias terribles de la aplicación del principio de autoridad. Algo que no sólo hace treinta años, sino ahora, es responsable de la privación de libertad de miles y miles de personas avasalladas por la doctrina de “en nombre de”: Dios, La Patria, La Guerra, La Competición, La Victoria. Todo ese puñado de absurdas mayúsculas. Finalmente, Fair Play logra que se queden en tu cabeza sus ambientes gélidos y sórdidos logrados con un tratamiento fotográfico frío y azulado, un halo de desesperanza y pesimismo social que contrasta con el vitalismo que emana de una gran Judit Bardós, y ante todo, una crítica aguda a las barbaridades institucionales de la Guerra Fría emitida desde una adecuada distancia histórica. Recomendable para entender nuestro pasado y nuestro presente. | ★★ |

    Andrea Núñez-Torrón Stock
    Redacción Santiago de Compostela


    Ficha técnica
    República Checa, 2014. Título original: Fair Play. Presentación: Festival de Karlovy Vary, 2014. Dirección: Andrea Sedlácková. Guión: Irena Hejdová, Andrea Sedlácková. Reparto: Judit Bárdos, Roman Luknár, Anna Geislerová, Ondrej Malý. Productora: Negativ Film / Departures Film / Arina Film. Fotografía: Baset Jan Strítezský. Música: Miroslav Zbirka. Montaje: Jakub Hejna.


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