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    Crítica | Nunca es demasiado tarde

    Nunca es demasiado tarde

    Omnia vanitas

    crítica a Nunca es demasiado tarde (Still Life, Uberto Pasolini, Reino Unido, 2013).

    Para comenzar esta crítica, les proponemos una serie de naturalezas muertas. Varios encuadres fijos que Uberto Pasolini encadena con ritmo lacónico y con las que parece condensar una vida apagada. Traten de recrearlos en su cabeza como imágenes serenas, frías, sin vitalidad. Porque constituyen la perfecta síntesis de cómo se construye Still Life. Comencemos. Un impersonal despacho de blanco apagado y estanterías de metal vacías. La esquina de una calle residencial de casas de ladrillo pardo, en las que incluso sus elementos vivos parecen perennes: un hombre que siempre fuma en la ventana, un perro que siempre ladra en la lejanía. Una pequeña mesa con un mantel de blanco inmaculado, sobre la que se disponen una plancha y una austera bandeja de corcho. Un pulcro escritorio sobre el que reposa un flexo común, una cajita de herramientas y un álbum de fotos cerrado. Un cementerio en el que la niebla apaga los verdes de la vegetación y los grisáceos de las lápidas, mientras se escucha algún trinar de pájaros y el viento mece con suavidad la hierba. Un sencillo epitafio: nombre, nacimiento, muerte.

    Si se animan a descubrir el segundo largometraje de Pasolini (ninguna relación de parentesco, ni sanguínea ni estilística, con el controvertido director de Salò), descubrirán que la concepción desapasionada de la vida que parece haber en esta serie de imágenes es solo una apariencia, parte del juego que intenta crear Still Life. Consideremos el doble sentido que permite su título (cuya desacertada traducción al español, Nunca es demasiado tarde, viene a destrozar). Porque el término “still life”, en inglés, designa lo que en español llamamos naturaleza muerta, el género pictórico del bodegón. Ahora bien, mientras que el nombre castellano tiene una connotación más lúgubre, en el inglés (literalmente traducido sería “todavía vida”) hay un deje esperanzador, que es precisamente al que se aferra Pasolini. Aunque lánguida en forma (sus colores apagados como por una especie de vaga niebla y sus escenas de composiciones estáticas, unidos a un montaje de estrictos planos fijos, remiten al rigor [cuasi] mortis del bodegón clásico), Still Life parece apuntar a un fondo en cierto modo optimista.

    Nunca es demasiado tarde

    Eddie Marsan da cuerpo a John May, un trabajador del ayuntamiento que se dedica a encontrar a los familiares o allegados y organizar los funerales de las personas que mueren solas. El filme retrata su inquebrantable dedicación al trabajo, a la vez que su rutina solitaria, la de un hombre con una mesa de despacho ordenada y sin adornos que al regresar a casa, sin nadie que lo espere, cena una lata de atún con una rebanada de pan de molde, una manzana y una taza de té (un menú que, por cierto, constituye un buen ejemplo sobre cómo Pasolini utiliza la estética del bodegón para revelar psicológicamente a su personaje). Pero, lejos de la banalidad del típico funcionario kafkiano, a John le otorga un sentido de lo heroico su apasionamiento (velado por el semblante invariablemente mortecino que le pone Marsan) por el trabajo. La épica callada que hay en el único hombre que se preocupa por brindar despedidas dignas a los que han fallecido exiliados de la sociedad. Una labor que, vista desde la perspectiva materialista dominante (encarnada en las críticas que recibe John por parte de su jefe, que no entiende por qué dedica tantos gastos a las exequias de gente muerta y sin familiares), se manifiesta carente de significado. Lo que para un John en el fondo profundamente ascético es vanitas (el dinero, la comida, las convenciones sociales...), para la sociedad que le rodea es lo principal, el ruido que acalla la consciencia de la mortalidad.

    Pasolini escoge contagiarse de la concepción espiritual de su protagonista. Y aunque juegue a ratos a acercarse al pastelón romántico (todo ese discurso sobre las segundas oportunidades, el empezar una nueva vida y el descubrimiento del amor, que además alimenta el título español), termina desvelando que su búsqueda no es la de la felicidad “material” de su protagonista, sino la de una salvación incorpórea de todos los personajes solitarios a los que él ha enterrado y a los que tanto se parece. El fallecido al que John investiga durante la trama principal de la película, un vagabundo que murió entre decenas de botellas vacías, da buena cuenta de ello: cómo el escarbar en una vida llena de equivocaciones y malas decisiones, pero de vivencias intensas al fin y al cabo, puede terminar encauzada hacia una dignidad final que, más allá del logro de reunir a los damnificados en torno a su tumba, tiene un valor en sí misma. Para John, al menos. Y quizá para el espectador contagiado.

    Nunca es demasiado tarde

    Aunque precisamente en este último aspecto está el mayor defecto de Still Life: el director, más que la empatía, parece buscar el ejercicio de fe del espectador, para a través del sentimentalismo infundirle esta concepción mística. Las melancólicas notas de piano, o los primeros planos del álbum de fotos que John elabora con sus “protegidos”, van preparando una atmósfera sensiblera que desemboca en el gran golpe de efecto final. Que, en el caso del que suscribe, no llegó a dar resultado. Porque el andamiaje dispuesto para despertar las emociones no está demasiado bien escondido. Y lo que se impone, más que la identificación, es el deseo teñido de compasión de que la entrega de John May sirva para algo. Con todo, Still Life tiene méritos innegables. Sobre todo en su forma de jugar a indagar en un sentido profundo de la vida tras la aparente languidez de su forma. Su manera de presentar la vida cotidiana con un barniz lúgubre, de colores sin brillo, combina bien con sus acercamientos, bajo el mismo tono tranquilo, a realidades tan alejadas de ella como un cementerio y unas misas fúnebres, que son precisamente las escenas que abren la película. Además del buen hacer de Eddie Marsan (al que es una gran noticia ver en un papel protagonista) en su interpretación, que encarna perfectamente esa dualidad entre la apariencia indolente y la meticulosidad en esencia apasionada de John. | |

    Miguel Muñoz
    Redacción Madrid


    Ficha técnica
    Reino Unido, 2013, Still Life. Director: Uberto Pasolini. Guión: Uberto Pasolini. Productora: Redwave Films, Embargo Films. Presentación: Festival de Venecia 2013. Fotografía: Stefano Falivene. Banda sonora: Rachel Portman. Montaje: Gavin Buckley, Tracy Granger. Reparto: Eddie Marsan, Joanne Froggatt, Karen Drury, Andrew Buchan, Neil D'Souza, David Shaw Parker, Michael Elkin.


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