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    La chica que sanaba
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    Panóptico | El discreto adiós de una dama


    texto| José Martín
    imagen de cabecera| Rebeca (Rebecca, 1940)

    ¡Qué trágico domingo el de este 15 de diciembre para el mundo del cine! Cuando aún no nos habíamos sobrepuesto a la pérdida del gran Peter O´Toole, tan solo unas horas después nos llega la noticia de otra demoledora pérdida. Nuevamente, una gran estrella del Hollywood más clásico también nos decía adiós y lo hacía de manera discreta, por causas naturales, como la gran dama que siempre fue. Joan Fontaine nos ha abandonado a la edad de 96 años, cuando millones de cinéfilos ya la creíamos inmortal. E inmortal será gracias a las excelentes interpretaciones que nos ha dejado en un buen puñado de clásicos de esos que se escriben con letras de oro dentro de la Historia del Cine. Su biografía siempre irá emparentada, guste o no, a la de su también famosísima hermana Olivia de Havilland, tan solo un año mayor que ella y única superviviente a día de hoy del reparto de la gran obra maestra Lo que el viento se llevó (1939), donde inmortalizó el papel de la bondadosa Melania. De Havilland fue la primera en comenzar su carrera de actriz y cosechar éxitos pero tuvo en su hermana menor una alumna aventajada que, a pesar de hacerse conocida más tarde, consiguió ganar el primer Óscar de la familia, acontecimiento que fue el detonante final para el inicio de siete décadas de abierta enemistad y rivalidad, perpetuadas hasta la desaparición ayer de Joan Fontaine. Detalles morbosos aparte –famosas eran las descalificaciones que las hermanas se prodigaban mutuamente a través de los medios de comunicación–, lo cierto es que ambas mujeres consiguieron hacerse un nombre en esto del cine, labrándose unas carreras paralelas repletas de títulos míticos del celuloide. Tal vez Olivia representó a una heroína romántica más enérgica, sobre todo gracias al exitoso tándem que formó junto a Errol Flynn en distintos westerns o películas de aventuras. Su belleza, más vulgar que la de su hermana pequeña, la hizo más cercana al espectador, a la vez que era compensada con una amplitud de registros aparentemente mayor. Pero tras el aspecto lánguido y distante de Joan Fontaine también subyacía un auténtico volcán de la interpretación que pronto se encargarían de descubrir.

    Sospecha
    Joan Fontaine y Cary Grant en Sospecha (Alfred Hithcock, 1941)

    Su debut se produjo en 1935 con un papel secundario en la comedia romántica No más mujeres de Edward H. Griffith y George Cukor, al que siguieron otros tantos en películas no demasiado destacadas. En 1937, George Stevens contó con ella para dos títulos como Olivia (1937) –donde la verdadera estrella era Katharine Hepburn– y Señorita en desgracia, uno de los típicos vehículos musicales para lucimiento del danzarín Fred Astaire. En 1939 formó parte del impresionante reparto coral femenino de la mítica Mujeres, bajo la sabia dirección de George Cukor. Si Olivia de Havilland se hacía de oro con sus aventuras junto a Flynn, Joan Fontaine no podía ser menos y compartió cabeza de cartel junto a Cary Grant en un clásico de ese género como fue Gunga Din. Pero su golpe de suerte definitivo llegó, sin duda, en 1940. El todopoderoso productor David O. Selznick –el mismo que estuvo detrás de aquella Lo que el viento se llevó que tantas satisfacciones le trajo a su hermana– le ofreció durante una cena la posibilidad de protagonizar Rebeca, el salto al cine americano del mago del suspense Alfred Hitchcock tras su exitosa etapa inglesa. Tras 6 meses de duras audiciones y pruebas (y desbancando a multitud de candidatas), la actriz logró el papel que le encumbraría definitivamente, el de la joven humilde de nombre desconocido que tiene que luchar contra el espíritu de la difunta primera esposa de su marido, el aristócrata Maxin De Winter (magnífico Laurence Olivier, con quien logró una portentosa química). El filme fue un auténtico triunfo en taquilla, a la par que ganó el Óscar a la mejor película del año. Fontaine logró así su primera nominación a la estatuilla dorada, hazaña que volvería a repetir por segundo año consecutivo gracias a otro clásico de Hitchcock, Sospecha (1941), en donde compartía protagonismo con un ambiguo Cary Grant. En esta ocasión sí logró hacerse con el preciado galardón, arrebatándoselo a una Olivia de Havilland que competía por su trabajo en Si no amaneciera. Su tercera (y última) nominación le llegó tan solo dos años después gracias a su papel en La ninfa constante (1943), de Edmund Goulding. Tras éxitos como Alma rebelde (Robert Stevenson, 1943) –junto a Orson Welles– o la cinta de aventuras El pirata y la dama (Mitchell Leisen, 1944), la actriz asumió un nuevo reto en su carrera, el de romper con su imagen vulnerable e ingenua característica para interpretar a una auténtica femme fatale de cine negro en Abismos (Sam Wood, 1947), en donde dio una nueva muestra de su versatilidad. Esta faceta oscura la volvería a explotar en Nacida para el mal (Nicholas Ray, 1950), pero antes entregaría la que para muchos es considerada su mejor interpretación en la obra maestra de Max Ophüls Carta de una desconocida (1948), en donde interpretó a una mujer enamorada en secreto durante años de un famoso pianista (Louis Jordan). Sin duda, una de las cumbres del cine romántico de todos los tiempos.

    Robert Taylor y Joan Fontaine en Ivanhoe (1952)

    Desde entonces, la actriz supo combinar a la perfección todos los géneros posibles: la aventura de Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952) –en donde Robert Taylor se debatía entre Elizabeth Taylor y ella– o Viaje al fondo del mar (Irwin Allen, 1961), el cine negro de Más allá de la duda (Fritz Lang, 1956), el drama de September Affair (William Dieterle, 1950) –junto a Joseph Cotten–, El bígamo (1953) de Ida Lupino, Una razón para vivir (1953) de George Stevens, Mujeres culpables (Robert Wise, 1957) o Suave es la noche (Henry King, 1961) e, incluso, una incursión en el cine de terror para la Hammer titulada Las brujas (Cyril Frankel, 1966), que supuso su despedida de la pantalla grande. Supo retirarse a tiempo, ahorrándose la necesidad de participar en las cansinas películas catastróficas de los años 70 que servían de recogimiento de viejas glorias del cine clásico venidas a menos. Eso sí, continuó trabajando puntualmente para la televisión durante los años 80 en series como Dark Mansions, después de publicar sus memorias tituladas No fue un lecho de rosas, donde rememoró su turbulenta vida sentimental –estuvo casada (y divorciada) en cuatro ocasiones– y familiar. Desde que en 1989 fuera homenajeada con el premio a toda su carrera en nuestro Festival de San Sebastián, la veterana actriz optó por apartarse de la vida pública definitivamente en su residencia de Camel (California), aquella donde el domingo fallecería, consternando a legiones de cinéfilos y admiradores. Fue una mujer de carácter, que se fue de este mundo siendo fiel a sus sentimientos e ideas, pese a que a todos nos habría hecho ilusión una tardía reconciliación con su hermana Olivia. Una belleza fría pero de facciones dulces que conquistaron al mismísimo Hitchcock haciéndola musa de dos de sus grandes clásicos. Por siempre será aquella melancólica desconocida que escribía amargas cartas de amor no correspondido. En definitiva, se ha ido una gran actriz y una de las últimas estrellas del cine clásico que quedaban entre nosotros. Hollywood se va apagando.

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