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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sueños de trenes (Train Dreams)

    || Críticas | ★★★★★
    Train Dreams
    Clint Bentley
    Mundos sobre raíles


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    USA, 2025. Título original: Train Dreams. Director: Clint Bentley. Guion: Clint Bentley, Greg Kwedar, basado en la novela de Denis Johnson. Productores: Joel Edgerton, Greg Kwedar, Will Janowitz, Michael Heimler, Marisa McMahon, Ashley Schlaifer, Scott Hinckley. Productoras: Black Bear, Kamala Films. Distribuida por: Netflix. Fotografía: Adolpho Veloso. Música: Bryce Dessner. Montaje: Parker Laramie. Diseño de producción: Alexandra Schaller. Dirección de Arte: Erin O. Kay, John Lavin. Reparto: Joel Edgerton, Felicity Jones, Kerry Condon, William H. Macy, Alfred Hsing, Clifton Collins Jr, John Patrick Lowrie, Nathaniel Arcand.

    El padre de mi añorado Alejandro Pachón había sido ferroviario de la antigua RENFE. Alejandro, siempre que tenía la oportunidad, nos contaba algunas de las peripecias a bordo de algunos de los muchos trenes por los que viajaba gratis gracias al privilegio de ser hijo de funcionario. Le encantaban los trenes y el romanticismo que representaban, asimismo, repetía, una y cien veces, que ninguna película con trenes podía ser del todo mala. Sus preferidas: La bestia humana (Jean Renoir, 1938), Último tren a Katanga (Jack Cardiff, 1968), El ferroviario (Pietro Germi, 1956), y, sobre todo, El tren (John Frankenheimer, 1964), pero tampoco negaba placeres culpables como Sin control (2002), con Van Damme o Alerta Máxima 2 (1996) con Steven Seagal.

    El tren es una ventana abierta al mundo, o mejor dicho es el mundo sobre raíles. En Todos somos necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956), el tren se erige como un mosaico de la sociedad española de la época. Tres presidiarios salen de una prisión del norte de España y se dirigen a la estación para coger el tren a Madrid. Lo que hallamos en el interior de la maquina no es más que una representación de los diferentes estratos sociales de la España posterior a la contienda, en la que personajes de una u otra catadura moral, juzgan e interpelan a los presos, que adoptan el papel del bando de los vencidos, siempre bajo el yugo de las miradas inquisidoras y unos activos que omiten la reinserción contradiciendo las consignas cristianas o piadosas del régimen franquista de entonces. Todos somos necesarios es una película extraordinaria de un director, como Nieves Conde, siempre reivindicable y un ejemplo de maestría a la hora de manejarse en espacios reducidos y formatos cortos. Los departamentos del tren son vagones reales cedidos por RENFE y los exteriores fueron rodados con maquetas, que a pesar del tono naíf alientan muy bien el espíritu fabulesco de la obra.

    La creación del ferrocarril supone un antes y un después en el desarrollo y el progreso de las civilizaciones. Era inevitable que una película tan profunda y hermosa como Sueños de trenes (2025) calara pronto en el imaginario de los que amamos las historias con trenes, sean estos elementos activos o meramente circunstanciales. Bastaría detenerse en el plano de arranque del filme que nos ocupa para entender el constructo de lo que quiere transmitirnos su realizador, y que se refleja perfectamente en ese sencillo travelling en el que la cámara adopta el punto de vista del tren a su paso por las vías y que nos conduce sutilmente a la luz del final del túnel. Un plano bipartido, que separa un mundo de otro. Por una parte, tenemos el mundo industrializado, con las maquinas como soporte del avance a la modernidad, y por la otra el mundo antiguo, el de la vida salvaje, el de los hombres en contacto con la tierra y con las costumbres más primitivas. Bentley teledirige con mucha fortuna ese estadio ambulante entre pasado y futuro que marca el destino de los Estados Unidos de América. Esa primera imagen es una imagen sin duda prototípica del western. Sin embargo, la historia de Sueños de trenes es la historia de los pioneros y de la fractura y enemistad entre los dos estados, Norte y Sur, tras la Guerra de Secesión, como lo era la película de Nieves Conde de las dos Españas tras la Guerra Civil. Un relato que pasa de manera flotante por todos los acontecimientos que se dieron en el país durante casi un siglo de historia, desde finales del siglo XIX hasta principios y mediados del siglo XX.

    La descripción realista de las vicisitudes de una época complicada se articula en base al excelente guion de Bentley y Greg Kwedar (Las vidas de Sing Sing), basado a su vez, en la novela de Denis Johnson. A la hora de revelar esa crueldad y ese devenir geográfico los autores de la película se sirven de los hombros de Robert Grainier (Joel Edgerton), médium y traductor de los sucesos que imperan en la nueva construcción de América. Los ojos de Robert son los ojos del mundo, siendo activo principal y testigo inactivo de los tumultuosos cambios de su país. Robert desempeña desde niño el papel de la migración masiva desde el Este al Oeste de los Estados Unidos. Las escenas de su niñez nos dibujan a un huérfano que desconoce quienes fueron sus verdaderos padres. Una pieza rota del rompecabezas que viajará solo a bordo de un tren con un cartel colgado del cuello. La soledad con la que Robert afronta su viaje expone al desnudo las carencias de una nación disfuncional, sanguinaria, rencorosa, que vela por la gran mentira del sueño americano. La imagen de la infancia de ese niño corre en paralelo a la imagen de aquel joven Vito Corleone llegando a la isla de Ellis y observando desde la ventana el reflejo de la Estatua de la Libertad, o también simetrías con la del Noodles de Érase una vez en América con la mirada perdida en la estación de trenes, lamentándose del inexorable paso del tiempo, o incluso la del despiadado Bruno en The Immigrant (James Gray, 2013), - de alguna manera otro superviviente del sistema - recogiendo a víctimas inocentes a su llegada a Nueva York.


    «Sueños de trenes funciona como uno de esos relatos de tradición oral narrados a la luz y crepitar del fuego por comunidades antiguas. Un poema o relato contado por medio de la voz en off de un narrador omnisciente que nada tiene que ver con la propia historia y que parece elevarse desde el espacio observando a sus criaturas».


    Pese a lo esquemático de la comparación se constata en las imágenes de Sueños de trenes una clara referencia al cine de Terrence Malick, en especial a sus primeras películas, Días del cielo (1978), a la cabeza, pero también mucho que ver con El árbol de la vida (2011), estas correlaciones no obstruyen la brillantez tanto de puesta en escena, como temática, de un largo filmado en derredor de imaginarios poéticos y naturalistas afines no solo a ese Malick del que casi todos nos acordamos, sino a la mitología propia del mundo estadounidense y más si cabe todavía incluso a las ideas y obsesiones de cineastas más emocionales y sanguinos como James Gray - la figura del padre ausente y su representación de la masculinidad - o Tarkovsky y su manera de esculpir el tiempo. En cuanto a Malick el cine de Bentley transforma lo que vemos en una cascada de imágenes cósmicas, que nunca llegan a posarse sobre la pantalla, articulando un precioso devenir de recuerdos fragmentados. Sueños de trenes funciona como uno de esos relatos de tradición oral narrados a la luz y crepitar del fuego por comunidades antiguas. Un poema o relato contado por medio de la voz en off de un narrador omnisciente que nada tiene que ver con la propia historia y que parece elevarse desde el espacio observando a sus criaturas.

    Robert se ajusta perfectamente al arquetipo de hombre rudo del bosque, que trabaja con las manos, una figura estoica que tiende alinearse con una masculinidad algo pasiva, ensimismado en una honda melancolía. Un tipo de hombre más próximo a la modernidad que al clasicismo. Nada diferente, por otra parte, de lo que acontece en los antiguos vaqueros del Oeste, solo que mudamos a los ganaderos por leñadores, así unos talan los árboles de la misma forma que otros llevaban a sus reses. Porque sin duda el repertorio de referencias nos remiten al western, véanse, por ejemplo, hablando de leñadores, Los taladores (1960), con Alan Ladd, o en la veta contemplativa El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), o en la naturalista - superviviente frente a las adversidades -, Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972). Por eso la película asiste, a través de sus dolorosas experiencias, a la decadencia del mundo, y convierte la existencia de Robert en una especie de delirio atrapado en un limbo eterno del que apenas puede salir. Una epopeya netamente americana, por cuanto de viaje circular, odiseico, tiene la vida de Robert, a vueltas con un hogar que se resiste a perdurar o mantenerse. Gestos curiosos como el hecho de que nunca porte armas de fuego, aunque el fuego y las armas sean elementos connaturales a su propia vida; miremos la bonita escena del disparo de Gladys (Felicity Jones), intercambiando roles y adoptando la percha del cazador que alimenta a sus crías, algo que se repetirá a lo largo del relato como escorzos fugaces de la supervivencia – los cachorros abandonados, el tendero indio, etc ...


    «Una de las manifestaciones de la melancolía moderna más elegantes y dolorosas de los últimos años».


    Precisamente esa aura de cine melancólico queda desplegada por medio de los detalles, algo en lo que Bentley hace hincapié fijando su cámara en ellos. No me refiero solo al uso del plano detalle; las botas colgadas del árbol, las manos ásperas y secas de Robert, los insectos sobre la hierba, las aves surcando los cielos, sino al detalle oculto transferidos a objetos como la armónica que toca el personaje interpretado por William H. Macy - la imagen del padre que Robert nunca tuvo - y que se articula como instrumento característico de los soldados después de la guerra. Una escena filmada con luces mortecinas e incandescentes que surgen de los candiles y en la que vemos sombras chinescas proyectadas sobre las lonas de la tienda de campaña. No pasemos por alto esa luz natural que el director de fotografía Adolpho Veloso busca continuamente para dotar al filme de un aspecto visual traslucido, melancólico, con predominio de texturas en 35mm que enfatizan todavía más si cabe esa retorica de lo intangible, que se nos escapa de entre los dedos. La iluminación se alimenta del artefacto o andamiaje visual en el cual el director levanta una cascada de movimientos sutiles mezclando con talento la cámara en mano y el plano fijo. Bentley y su operador colocan esos planos medios y generales con una cámara quieta y firme que contradice el devenir del protagonista, y a su vez niega el avance de los trenes y el progreso industrial. Esos planos parecen viñetas o cuadros, estudiadas y montadas en términos pictóricos.

    Para acabar las pautas simbólicas de la película se dispersan llegando a aflorar un extrañísimo fondo fantasma, algo buscado evidentemente en los flashes y recuerdos de Robert que habitan entre la vigilia y el sueño, pero además esas mismas fantasmagorías provienen de una interesante manera de encapsular el tiempo. El lirismo dialoga gracias a la cadencia del lenguaje musical inmersivo, triste, muy triste, con piezas de carácter familiar y un estilo muy folk obra del compositor Bryce Dessner, o la canción de Nick Cave para los créditos finales, que subraya igualmente las reminiscencias al espíritu típico del western. Sueños de trenes es un cine concebido con delicadeza y significado, una cinta presentada en el último festival de Sundance y adquirida por Netflix para incluirla en su catálogo de streaming. La plataforma compra una de esas joyas que asoman de vez en cuando en la parrilla audiovisual perfilándose a hurtadillas como posible candidata a la temporada de premios. Una de las manifestaciones de la melancolía moderna más elegantes y dolorosas de los últimos años. ♦


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