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  • Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Homo Argentum

    || Críticas | ★☆☆☆☆
    Homo Argentum
    Mariano Cohn, Gastón Duprat
    De imágenes estáticas y publicidades encubiertas


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    Argentina, 2025. Título original: «Homo Argentum». Dirección: Mariano Cohn, Gastón Duprat. Guion: Andrés Duprat, Mariano Cohn, Gastón Duprat. Compañías: Pampa Films, Gloriamundi Producciones, Dea Film, Blue Film. Distribución en España: A Contracorriente Films (estreno previsto 25 de diciembre de 2025). Fotografía: Leo Resende Ferreira. Montaje: David Gallart. Música: Federico Mercuri, Matías Mercuri. Reparto: Guillermo Francella, Eva De Dominici, Milo J, Migue Granados, Clara Kovacic, Vanesa González, Juan Luppi, Gastón Soffritti, Dalma Maradona, Guillermo Arengo. Duración: 110 minutos.

    El cinismo de Homo Argentum no sorprende; sí que lo hace el modo en que Mariano Cohn y Gastón Duprat lo maximizan hasta límites difíciles de imaginar. La forma en que estos dos directores miran la realidad estaba perfectamente inscrita en las imágenes de sus anteriores obras: el mundo está dividido en clases, pero las condiciones materiales nada tienen que ver con dicha estratificación. Por un lado, están los ricos, que son cosmopolitas, ostentosos, prepotentes, fríos e imbéciles; por otro, están los pobres, que son mezquinos, violentos, salvajes y envidiosos. La crueldad, la ausencia de escrúpulos y una extraña maldad esencialista es el nexo común de las dos clases, lo que las junta para que ofrezcan un gran banquete en el que el plato principal es la crueldad humana. Sin embargo, la “elegancia”, la “buena educación” y la “cultura” —términos que, en la filmografía de Cohn y Duprat, siempre aparentan operar en un plano abstracto pese a lo concreto y clasista de su origen y de su significado— de los de arriba los salva mínimamente y marca la diferencia con los de abajo. Esta es la visión que los responsables de Competencia oficial tienen del mundo.

    El ciudadano ilustre es el paradigma de dicha forma de mirar; en ella están todos los tópicos recién enunciados y todos los estereotipos que el dúo creativo utiliza para justificar su misantropía. Un escritor que vive en una gran ciudad y tiene “éxito internacional” —concepto que consiste, precisamente, en vivir en una gran ciudad, vender muchos libros y tener mucho dinero; es decir, tiene un carácter circular, carece de origen y de conclusión: se tiene éxito porque se nace para tenerlo— vuelve a su pueblo para recibir un homenaje. Como la ciudad es, para los cineastas, signo de sofisticación, todo lo relacionado con lo rural tiene un carácter negativo: violencia, rechazo de la cultura por imposibilidad de comprenderla, brutalidad, etc. El aclamado escritor es escoria, pero los cineastas se esfuerzan en demostrar que los habitantes del pueblo son peores que él, precisamente porque no son él, porque no tienen su éxito: porque no han nacido para tenerlo. La hegemonía de clase, en la obra de Cohn y Duprat, se presenta como una expresión de la naturaleza.

    Homo Argentum parte de una premisa destinada al fracaso, puesto que quiere retratar una identidad nacional que sólo existe en la mente de sus responsables. Como los cineastas plantean que el orden del mundo es sustancial e inamovible, sus personajes no tienen motivos concretos para ser como son —malvados—; actúan por puro placer, porque disfrutan haciendo daño y, por ello, porque han sido previamente deshumanizados, la crueldad para con ellos está justificada. El rechazo que Cohn y Duprat hacen de la realidad, del contexto en el que se desarrollan sus relatos y de la Historia queda patente en la primera secuencia. Mientras el personaje interpretado por Francella fuma en el balcón de una casa, los cineastas borran por completo las vistas de la ciudad en la que se encuentra —a excepción del último relato, nunca se sabe dónde tiene lugar la acción— utilizando un teleobjetivo con el que reducen al máximo la profundidad de campo. El mundo queda así convertido en un conjunto de formas impresionistas, de destellos de luz inconcretos que brillan a una considerable distancia del protagonista sin llegar a tocarle en ningún momento. El espacio es plano en la película: no hay nada detrás de él, tampoco antes. Algunas veces sirve como pretexto para algún gag; otras veces la cámara se deleita filmando su arquitectura opulenta. Lo único que los cineastas consideran digno de ser reseñado es si los personajes están en una ciudad o en un pueblo —nunca en cuál—, en un barrio rico o en uno pobre, puesto que de ello depende el tono de la escena. En cualquiera de los casos, los personajes siempre están desligados de su contexto, lo que permite que Cohn y Duprat presenten determinadas situaciones o rasgos de carácter como hechos sustanciales o genéticos.

    En otros momentos, los directores se conforman con deformar la realidad a su antojo, omitiendo o inventando a su conveniencia para ofrecer una imagen del presente —y del pasado y del futuro: sus criaturas son perpetuamente crueles— que nada tiene que ver con la real. Las dieciséis historias que componen Homo Argentum tienen una doble finalidad: la primera es ilustrar a martillazos una tesis difícilmente defendible; la segunda consiste en ejercer de telonera para la siguiente historia; es decir, rellenar tiempo de pantalla. No extraña, por tanto, que unas imágenes que niegan en todo momento la Historia y las condiciones concretas de vida de cada época funcionen como autosuficientes fuegos artificiales que estallan en el cielo con independencia de lo que haya sucedido antes o de que pueda suceder después. El espacio es plano, como la imagen; y lo particular de cada contexto no importa, porque no afecta al protagonista, de la misma forma que los diferentes relatos no dialogan entre sí, no se matizan ni extienden sus respectivos discursos: algunos, incluso, podrían ser confundidos con sketches televisivos. Y ello porque su carácter efímero es, según Serge Daney, el rasgo principal de las imágenes que se emiten en la pequeña pantalla, puesto que estas no continúan ninguna tradición ni forman parte de historia alguna: no buscan indagar, sino rellenar; no quieren conocer, sino entretener. “La televisión —escribió Daney— es la esclava de un puro presente sin profundidad, es normal que no sepa nada de sí misma y que, al no saber nada, no haya secretado ni su historia ni, mucho menos, sus historiadores”. Ese puro presente se hace en Homo Argentum presente esencial, expresión de la inmutabilidad de la vida.

    Las imágenes de Cohn y Duprat son tan televisivas que, cuando insertan planos pertenecientes a un reportaje que uno de sus personajes está grabando para un informativo, tienen que cambiarles la colorimetría a través de un filtro para poder diferenciarlas. Los directores no se conforman con eso y convierten puntualmente la pantalla del cine en un escaparate en el que los mejores postores pueden exhibir sus mercancías: no faltan en la película primeros planos de teléfonos, coches, galletas y demás productos que consiguen detener durante unos segundos la arrítmica concatenación de imágenes que montan los realizadores para que el nombre o el logo de alguna poderosa multinacional pueda ocupar el centro gravitacional del encuadre. El cine como caballo de Troya de la publicidad.

    El estatismo de sus imágenes permite que Homo Argentum deforme las situaciones que presenta para favorecer el reflejo envilecido que ofrece de sus personajes. La película, de hecho, puede presumir del cuestionable honor de situarse en las antípodas del humanismo que define la mirada del De Sica de Ladrón de bicicletas. Si en aquella André Bazin encontraba la desoladora idea de que en la Italia de posguerra “los pobres tienen que robarse entre ellos para poder sobrevivir” —actitud que nunca era enjuiciada por el cineasta; más bien, todo lo contrario—, aquí Cohn y Duprat presentan a una clase obrera que roba, engaña y tima por placer y que, además, disfruta haciéndolo debido a su maldad natural. La estrategia de los directores consiste en seleccionar un acontecimiento, desechar todas las condiciones sociales que lo provocan y presentarlo, abstraído y estático —puro presente sin profundidad—, como una totalidad que, además, demuestra la mezquindad genética del “homo argentum”. Su sentido del humor también se sostiene sobre flagrantes omisiones y falsedades y tiene como principal finalidad humillar a los pobres, ridiculizarlos y reforzar arquetipos: el gag reviste las mentiras, no las desnuda. Sucede, en cambio, que cuando el chiste tiene como sujeto a uno de los muchos millonarios interpretados por Francella, los directores canalizan sus esfuerzos cómicos hacia lugares inofensivos que no ponen en cuestión el orden del mundo. El ejemplo paradigmático de dicha estrategia se puede encontrar en el episodio en el que un padre asiste, atónito, al grotesco espectáculo que ofrecen sus hijos mientras se reparten su herencia. Cohn y Duprat ponen el acento cómico en la avaricia de los hijos, no en el hecho de heredar en sí, ni en la legitimidad de la riqueza que está siendo repartida.

    De las actuaciones de Francella poco se puede decir: todas destacan por su ausencia de matices y su rigidez gestual. Diego Lerer lo describe muy bien cuando afirma que “sus dos o tres variantes compositivas (el empresario chanta, el humilde que la va de bueno pero no lo es tanto) se repiten una y otra vez, lo mismo que sus yeites actorales, su timing verbal, su revoleo de ojos y su particular macchietta a lo Alberto Sordi”. En una película carente de matices que se construye sobre la negación de la realidad y la defensa de todos los arquetipos que los directores encuentran, las interpretaciones no pueden construirse sino a partir de lugares comunes que refuerzan aquellos prejuicios que deberían deconstruir. ♦


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