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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Jugando con fuego

    || Críticas | ★★★☆☆ |
    Jugando con fuego
    Yvan Attal
    El zoom como medida del talento


    Yago Paris
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia. 2023. Título original: Un coup de dés. Director: Yvan Attal. Guion: Yaël Langmann, Yvan Attal. Productores: Yvan Attal, Emilien Bignon, Christine De Jekel, Olivier Delbosc. Productoras: Curiosa Films, Films Sous Influence, SND Films, France 2 Cinema, UMédia. Fotografía: Rémy Chevrin. Música: Dan Levy. Montaje: Albertine Lastera. Reparto: Yvan Attal, Maïwenn, Guillaume Canet, Marie-Josée Croze, Alma Jodorowsky, Victor Belmondo.

    El zoom es un recurso estilístico que siempre me ha generado sentimientos encontrados. Sus características fenomenológicas lo colocan en la cuerda floja: se trata de una herramienta que genera una impresión visual tan intensa, que resulta sencillo que su utilización desentone con el resto de recursos del filme. El zoom parece marcar su propio ritmo narrativo y estético, por lo que casi se podría argumentar que son el resto de recursos los que se tienen que adaptar a este. De lo contrario, resulta sencillo que la introducción de un zoom en una escena resulte ridículo, desfasado, excesívamente enfático, etc.; en resumidas cuentas, un derrape en la narración. Quizás es por ello por lo que me llama tanto la atención cuando este encaja con el engranaje del filme, aportando toda su intensidad a favor de las aspiraciones de la narración.

    Quizás por la generación a la que pertenezco, en estos casos en mi mente siempre aparece el ejemplo de It Follows (David Robert Mitchell, 2014), uno de los ejercicios narrativos más apabullantes que recuerdo haber visto. Dentro de este filme, que a su vez era abiertamente heredero de las virtudes de John Carpenter en general, y de su La noche de Halloween (Halloween, 1978) en particular, existe un uso extraordinario del zoom. Si la película se construye en buena medida como un plano subjetivo acechante que parece representar una suerte de realidad adulta que asola la frágil inocencia de la adolescencia, aparecen momentos donde la introducción final en dicho plano subjetivo de un zoom termina de redondear la sensación de opresión y angustia. En aquel caso se trata de un auténtico ejercicio de estilo, que a su vez es capaz de empapar sus imágenes de ideas, consiguiendo que el recurso formal sea discurso subtextual en sí mismo. En aquel caso quizás estamos ante una de las mejores películas de lo que llevamos del siglo XXI. No se puede apuntar tan alto a la hora de aproximarse a Jugando con fuego (Un coup de dés, Yvan Attal, 2023), pero el espíritu es similar.

    El nuevo trabajo en la dirección del también actor –y aquí, protagonista– Yvan Attal es un thriller que aspira a jugar en las grandes ligas del género entendido como ampulosa forma; no resulta descabellado imaginar al cineasta pensando en tótems como Alfred Hitchcock o Brian de Palma a la hora de armar su película. La historia es sencilla, por no decir que mediocre, y esta circunstancia parece ser lo de menos: Mathieu (Yvan Attal) lleva toda la vida siendo la sombra de su mejor amigo, Vincent (Guillaume Canet), un hombre más atractivo, más carismático y con mayor capacidad de liderazgo, al que además le debe la vida, literalmente –en el pasado, Vincent salvó las vidas de Mathieu y de su familia de un asalto a mano armada–. Al mismo tiempo, su matrimonio es la versión asentada –también se podría argumentar que aburrida– del de su colega y socio laboral. Todo gira en torno a querer verse reflejado en Vincent, lo que lo lleva a tomar decisiones arriesgadas que acaban complicando su vida, tanto a nivel individual como desde la perspectiva del matrimonio. En ese sentido, la película no podría estar más anclada a los convencionalismos del thriller.

    Partir de historias simples (¿simplonas?) suele ser la manera en que grandes autores del cine entendido como lenguaje y puesta en escena encuentran espacio para desarrollar su desbordante creatividad visual. El cine de género cuenta con convenciones que, en mayor o menor medida, el espectador conoce. Al mismo tiempo, la evidencia de tantas buenas películas previas respalda por qué dichas convenciones son narrativamente exitosas. Como consecuencia, seguirlas supone un colchón de seguridad, que permite no tener que prestarle excesiva atención y recursos estilísticos a dejar claro lo que se cuenta en la trama. Como consecuencia, es habitual que el espectador pueda anticiparse al siguiente giro de la historia, pues el interés pasa a no estar tanto en qué sucederá, sino cómo nos lo contarán. Y esa parece ser la aproximación al relato que propone Attal, también en funciones de coguionista junto con Yaël Langmann, quienes adaptan muy libremente Ball-Trap, una obra de Eric Assous. La dupla de escritores comienza el relato prácticamente por el final, lo que permite desarrollarlo a modo de flashback, y por tanto dejando claro desde el primer momento el berenjenal en el que se ha metido el protagonista, algo que acaba con buena parte del misterio desde el inicio.

    Sin embargo, y ahí está el gran acierto de sus creadores, el relato no pierde interés, pues saber o poder predecir de antemano lo que ocurrirá no resta, sino que suma a las verdaderas intenciones subtextuales del filme. En ese sentido, se podría argumentar que la cinta requiere de la participación activa del público, y de su necesidad de anticipar, para completar el discurso de la misma. La intención de convertir el relato en lo más convencional posible va cobrando sentido a medida que avanza el metraje. Esto permite que también se entiendan mejor los motivos que han llevado a los creadores a construir un protagonista tan insulso, un ser gris y carente de personalidad, que transmite la impresión de avanzar por la vida sin que parezca tener demasiada influencia sobre esta. La idea de los caminos marcados, ya sea por los convencionalismos sociales, o ya sea por una idea de destino, se convierte poco a poco en el verdadero eje vertebrador del relato. La primera mitad de sus apenas 85 minutos de metraje parecen dispersos, pero cuando sucede la primera gran ruptura de lo cotidiano comienza a desencadenarse una serie de acontecimientos que permite armar el puzle mental y desvelar las verdaderas intenciones de la narración, que consisten en eliminar la capacidad de acción del protagonista y colocarlo a merced de su entorno, tanto cuando este le beneficia como cuando le perjudica.

    Estos convencionalismos genéricos, utilizados a favor del filme, no solo permiten convertir la narración en una especie de ejercicio metarreflexivo sobre la vida como una sucesión de acciones más o menos armadas para construir una narración, donde el azar, la coincidencia y el destino marcado se reparten las cartas del juego, sino que también permiten liberar al director en sus funciones de constructor de imágenes. El resultado, en las manos hábiles de Attal, es un filme también convencional en el plano visual, pero en este caso se trata de una falsa impresión. La aparente sencillez con que crea cada uno de los planos en realidad está atravesada por una noción clara de las pulsiones básicas del thriller –el desconcierto, la intriga y el miedo–. Al mismo tiempo, el realizador parece plenamente consciente de sus limitaciones, no yendo más allá de lo que sus capacidades le permiten. De esta manera, la construcción de las escenas es todo lo virtuosa que pueden ser, sin caer en el exceso. En otras palabras, Attal no derrapa a la hora de narrar.

    La narración se compone de pequeños fragmentos, escenas sueltas, con constantes elipsis, que se limitan a narrar eventos concretos. Como consecuencia, muchas de las escenas se componen de una única acción, o de apenas un par, y lo mismo sucede con el número de planos. Si una escena se puede resolver con un único plano, donde se narra una única acción, así ocurre. Como consecuencia, la cámara, algo temblorosa y muy móvil, explora el espacio o sigue a sus personajes por el mismo desde la distancia, en función de cuál sea la intención de cada momento. Al mismo tiempo, la reducción al mínimo del montaje dentro de una escena es el reflejo de la claridad de Attal en el uso de la puesta en escena. El resultado más habitual suele ser el uso del movimiento de cámara como herramienta para transmitir ideas al tiempo que se ahorran cortes de plano, lo que permite aumentar la intensidad de la narración a nivel puramente visual. El resultado es una propuesta formal sólida, que se mantiene en un estado de estimulación constante, gracias en buena medida a un ritmo coherente, que se construye principalmente a partir de la adecuada relación entre planos.

    Al igual que sucedía en It Follows, aquí la cámara funciona como un ente que escruta, tratando de desentrañar el vacío vital de unos personajes acomodados en una vida de aburrida clase alta, donde dan la impresión de estar pidiendo a gritos la aparición de conflictos, que parecen generar sin querer pero ante la necesidad de un cambio. Y esta mirada que escruta adquiere sus picos álgidos a través del uso del zoom, utilizado de manera generosa y siempre certera, para cerrar la escena en cuestión con una descarga de intensidad visual. La utilización narrativa y estilística del zoom por parte de Attal es la culminación de su buen hacer tras las cámaras, la confirmación de que estamos ante un cineasta que entiende la capacidad de sugestión de sus imágenes –aunque, de manera explícita, pueda resultar una sugestión vacía, cerrada en sí misma–. Jugando con fuego es convencional de manera abierta y autoconsciente, pero es precisamente la manera tan certera con que las piezas de lo estereotípico se arman –y se filman– lo que permite que la labor de Attal se aleje de lo anodino. ♦


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