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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El prodigio

    || Críticas | Netflix | ★★★★☆
    El prodigio
    Sebastián Lelio
    El lugar es la fuente de toda historia


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Irlanda, 2022. Título original: The Wonder. Director: Sebastián Lelio. Guion: Alice Birch, Sebastián Lelio, novela Emma Donoghue. Productores: Len Blavatnik, Danny Cohen, Emma Donoghue, Ed Guiney, Juliette Howell, Andrwe Lowe. Productoras: Element Pictures, LSG Productions, House Productions. Distribuida por Netflix. Fotografía: Ari Wegner. Música: Matthew Herbert. Montaje: Kristina Hetherington. Dirección arte: Til Frohlich. Diseño de Vestuario: Odile Dicks-Mireaux Reparto: Florence Pugh, Niamh Algar, Kila Lord Cassidy, Toby Jones, Ciaran Hinds, Tom Burke, Ruth Bradley, Dermot Crowley.

    Las montañas rocosas arrugan su manto para comprimir el paisaje, los cielos albergan testimonios de lúgubres e inhóspitos caminos de barro. Polvo, arena, suelo, regiones, naciones y mundos manchados de sudor y sangre. El prodigio, última película de Sebastián Lelio, marca de manera sinuosa el trayecto de un paisaje desolador, como motor de una ficción mutable, ficción fuera de cualquier contexto histórico, fuera de tiempo y de etiquetas. De esta historia de soledad, que adopta el tono confesional de una mujer de ciencia, pasamos a la historia de una fe inquebrantable en los paisajes que nos habitan. El director chileno construye su obra a través de una continua interpelación al espectador, cediendo a los mecanismos de ficción del relato cinematográfico. Por eso no es de extrañar que su película abra con la desnudez de los escenarios e interiores en los que transcurre la historia. Un bello ejercicio de metaficción calibrado en las distancias precisas para dominar el cine. Lelio nunca invade a sus heroínas y protagonistas, acierta al no irrumpir en su espacio vital colocando la cámara en proporción a la mirada del espectador. El autor, demiurgo y orador omnisciente, maneja los hilos de un escenario global muy acorde con las teorías dramatúrgicas de Bertolt Brecht. Sin confundir realidad con ficción la cámara se asoma en escorzos hacia el cosmos de una fantasía de apariencia sobrenatural.

    El prodigio recurre al western como elemento de desgarro y de naturaleza fabulesca. La enfermera Lib (Florence Pugh) viaja en barco desde Inglaterra rumbo a una pequeña y devota comunidad de las Midlands irlandesas. Lib reemplaza o sustituye a la forastera recién llegada; el cuerpo extraño sometido a las fauces, garras y miradas recelosas de los habitantes pertenecientes a esa comunidad. Las panorámicas persiguen a la actriz filmadas de frente evitando imágenes escorzos. El intenso azul de su vestido, atuendo o disfraz de toda una heroína, brota y se alza sobre los colores ocres de la tierra. Que la primera toma de contacto en el pueblo sea en una cantina corresponde, sin duda, a los tropos y arquetipos característicos del cine western. ¿Por qué un western? Porque todo lo es, porque es un modelo cultural que trasciende los límites de la ficción. Porque como dijo John Ford, «la cosa descrita con más cuidado en un western es el lugar», y en el cine de Ford «el lugar» es la verdadera estrella de sus películas. Lelio pinta con el pincel de su cámara ese deseo de lugar icónico y extraordinario. Un western telúrico, de entrañas escalofriantes con el trasfondo de la Gran Hambruna irlandesa, un cuento macabro sobre las fantasmagorías del paisaje. Un horror suspendido en el aire. Compete al realizador intercambiar los roles del género en función del carácter feminista del relato. Lib es la viva imagen heroica de aquellos míticos westerns de Alan Ladd o John Wayne. Una nueva interpretación de Raíces profundas (Shane, 1953) en donde la niña (excelente Kila Lord Cassidy), es un reflejo espectral, un rayo que no cesa en el cuerpo de la enfermera. La relación niña mujer tiene todo ese repertorio de cine de aventuras, de época, de viajes iniciáticos y legendarios, en armonía con la naturaleza. Las diversas alegorías fantasmales, que acercan la obra más al western gótico de El jinete pálido (Pale Rider, 1985), cierran el círculo de un bellísimo estudio de paisajes, cambiando los escenarios estadounidenses por otros y jugando con todas y cada una de las tradiciones que surgen de sus historias. Una mujer que mediante su presencia orgánica va imponiéndose a las inclemencias del paisaje y de los hombres que ansían dominar y poseer su cuerpo. Una masculinidad tóxica, de tonos grises y oscuridad manifiesta, retratados como verdugos y víctimas de herméticos ideales.

    La transmisión de almas de la niña con la de la enfermera subraya la perfecta comunión entre las mujeres. Ambas están conectadas con el paisaje, decididas a emprender un viaje hacia el fin del mundo. Esas energías dan sentido místico, espiritual, a la película moviéndose siempre en una balanza de equilibrios. Véase por ejemplo la escena del pozo sagrado, lugar donde todo muere y renace, de una seminal importancia en el desenlace de la historia. En algunas escenas Lelio seduce con chispazos de belleza medieval, de paroxismo nigromante, como en la elegante transición que funde las montañas con el cuerpo de la niña dormida y Lib, diminuta, se va perdiendo en la inmensidad oculta del plano. Un encadenado hermoso que denota el gusto del director por el clasicismo, siendo El prodigio quizás su obra más tradicional en ese aspecto, una obra condicionada por parámetros visuales y estéticos tremendamente melancólicos. Otra de las mayores virtudes de El prodigio reside en el logradísimo trabajo de fotografía e iluminación de la australiana Ari Wegner. Encuadres pictóricos de mínimos detalles y cuidada selección de espacios y fondos. Un hipnótico estudio de luces y sombras, con técnicas de claroscuros dignas del mejor Caravaggio y una representación de atmósferas vampíricas y misteriosas. El efluvio, vaho de sus imágenes, irrigan una luz que desea escapar de los marcos del encuadre, sensación cargada de lúgubres presentimientos. La luz y puesta en forma de un dispositivo mágico de reminiscencias platónicas que en verdad podría erigirse como el verdadero prodigio de la película. Una proyección trucada, turbia y confusa frontera con los fantasmas de nuestro mundo. La alquimia soñadora de Wegner danza al unísono de la inteligente música de Mathew Herbert. Sonidos tribales, muy primitivos de arraigos espirituales. La banda sonora saca partido de sonoridades inquietantes y minimalistas, notas punzantes que anteponen la duda a los designios de la fe. Toda la película está sujeta a la supervivencia de lo diegético, una cosmogonía de mundos temblorosos en constante expansión.

    El director de Una mujer fantástica se basa en la novela de Emma Donoghue pero modela el texto al arbitrio del gran contador de historias. Un narrador que toma la palabra a través de sus personajes de ficción, dispuestos en la escena para dar cuenta de ello. Esa idea vinculada al acto puro de narrar es lo que más me gusta e interesa de El prodigio. Lelio no escatima en dejar claras las directrices de su cine. Un relato de intriga, manejado con sutil pasión. Podemos achacarle cierta disonancia, o ruptura con sus primeras obras, más enérgicas y arrolladoras pero en definitiva estamos ante un ejemplo de autentico cine narratológico. Las imágenes codificadas tienen esa premura por lo ilusorio e imaginario. Cosas muy sencillas de engarce globalitario (las tensiones político sociales de nuestro tiempo). Incluso podríamos hallar paralelismos lejanos y tímidas citas con el cine de Bresson, esa inclinación por la redención y el dolor de sus actores, o de otros cineastas europeos la necesidad de ahondar en el martirio del arte (Lars Von Trier). Lo rural encaja como un guante en esa forma indirecta de remitir a lo ancestral, lo mitológico. Se trata de comparecer ante el formato, una especie de renacimiento del cine condenado a vagar por las plataformas de streaming. El prodigio es una bonita y extraña paradoja con ecos de pasado, presente y futuro que aflora, tranquila, sinuosa, entre las desbaratadas ruinas de Netflix.



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