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    Crítica | Viudas

    El desencanto (o la perfecta caligrafía)

    Crítica ★★ de Viudas (Widows, Steve McQueen, 2018).

    USA, 2018. Título original: Widows. Director: Steve McQueen. Guion: Steve McQueen y Gillian Flynn. Productores: Daniel Battsek, Rose Garnett, Sue Bruce Smith. Música: Hans Zimmer. Dirección de fotografía: Sean Bobbitt. Montaje: Joe Walker. Vestuario: Jenny Eagan. Intérpretes: Viola Davis, Liam Neeson, Jon Bernthal, Michelle Rodriguez, Elizabeth Debicki, Robert Duvall, Colin Farrell.

    Steve McQueen, el niño triste que venía de los márgenes del audiovisual y había deletreado con pericia la lección de los videoartes británicos, que manejaba la cámara como Dios y que había irrumpido en la escena con dos largometrajes que eran, dicho rápidamente, dos disparos a bocajarro. Recuerdo salir de Shame —quizá no fui el único— con la sensación de que estaba todo el cine recién estrenado, de que todavía se podían inventar nuevas maneras para reflexionar sobre el cuerpo y la cámara, el cuerpo y el montaje, el cuerpo y la dirección de arte. Aquel Steve McQueen nos ensuciaba mucho las alfombras de la postadolescencia y nos quitaba el sueño, y rodaba como nadie los edificios acristalados, los metros, las bandadas de pájaros. Mirabas aquellos planos y, en cierta medida, parecía que no había otra opción, que el color, o que la música, o que el ritmo compositivo, habían alcanzado una formulación inmejorable.

    Lo que ha venido después es, en fin, la historia más vieja del mundo, el pavo frío del éxito en el congelador interminable del relato clásico, la denuncia pret-a-porter y el runrún de las máquinas registradoras de las grandes minisalas. Palomitas Cornie´s para todos y barritas de chocolate rancio con almendras. Y, sin duda, se impone matizar: que McQueen es un extraordinario director lo demuestran, sin la menor dificultad, tres o cuatro planos absolutamente geniales de Viudas. Los tres o cuatro planos en los que se propone decir algo o mostrar un cierto tipo de idea corrosiva, sardónica, estrictamente política. Ustedes ya saben cuáles son —el recorrido en el coche del gran heredero blanco, el plano secuencia circular en la escena del ajusticiamiento entre bandas—, básicamente porque todo el mundo está hablando sobre ellos. Algo sospechoso me parece, por el contrario, lo poco que se está reflexionando alrededor de los otros 115 o 116 minutos de película, esas dos horas largas plomizas tiradas con un tiralíneas de guion que casi nos arranca una sonrisa avergonzada: midpoint, y aparece un personaje que creíamos muerto. Entrada en el tercer acto y el plan maestro falla. Anticlímax y reaparición de un personaje esperado/no-esperado. Nadie está pensando nada a propósito de la construcción narrativa porque no hay nada que pensar: un puñado de rostros intercambiables que sirven exclusivamente como operadores textuales casi vacíos, como funciones/actantes sobre la pantalla. Pondré simplemente un ejemplo. El personaje interpretado por Daniel Kaluuya es una suerte de monstruo psicópata que se pasea en el metraje sin ningún tipo de sentido narrativo aparente. Está allí para matar, para escupir frases lapidarias y —lo que es peor— para teatralizar cualquier tipo de acto violento. Si lo piensan, su cuerpo es apenas un simple maestro de ceremonias que busca la fascinación por la vía del estremecimiento, y no un auténtico cuerpo como el que protagonizaba Hunger —en el que había una reflexión mucho más poderosa, todo sea dicho, sobre los abusos del poder y eso que cotidianamente llamamos “las cloacas del sistema”. Mientras en sus dos primeras películas McQueen era un director estrictamente biopolítico —en un sentido estricto: lo que rodaba eran las relaciones entre poder y fisicidad—, aquí ya parece haberse desplomado de manera irremediable en la idea de los cuerpos-relato-clásico.

    En este sentido, cabe detenerse en la torpísima gestión de los flashbacks —marca de la casa de una Gillian Flynn que por momentos parece intentar repetir sin demasiado éxito las mejores aportaciones de la, por otro lado bastante mediocre, Sharp Objects (HBO, 2018). En el caso de Viudas, la historia está tan mal contada que lo que queda perfectamente sugerido en un plano detalle —digamos, unas flores que se depositan delante de una tumba— tiene que ser recuperado contra toda lógica varios minutos después por si algún espectador estaba revisando su correo electrónico o pegándose una pequeña siesta reparadora en su butaca. El asesinato del joven negro frente a un mural forrado de posters de Obama es de una simpleza y una torpeza intelectual que parecen insultar directamente a la sufrida audiencia. Y, lo que es todavía más importante: ¿Cuál es el valor concreto en el relato de ese asesinato? ¿Explicar el carácter hierático de la protagonista? ¿Justificar la balbuciente traición de su marido? ¿O servir como truco barato de guion para que al final nuestra impecable heroína pueda nada menos que bautizar una biblioteca con su nombre?

    «Una caligrafía esforzada de colegial inteligente pero desapasionado. Planos y planos y planos que buscan su belleza pero que no la encuentran». 


    Con lo que, por último, llegamos al corazón del problema contextual. Ciertamente, Viudas ya viene con un manual de lectura políticamente correcta para todos los públicos. Nadie puede salir herido, nadie puede salir enfadado ni molesto. Ante una película que parece reflexionar sobre temas de gran profundidad —el abandono, la maldad, la corrupción, la sororidad, la superación frente a la tragedia—, las imágenes se suceden con una levedad y una falta de gracia inexplicables. Los problemas económicos concretos —¿qué pasa con esos hijos que esperan interminablemente a que sus madres regresen a casa?— se bocetean en tres o cuatro planos absolutamente anodinos. La decisión salvaje y brutal de una mujer de empezar a prostituirse se resuelve con una inexplicable elipsis que pasa de una elegante y muy comedida conversación en un hotel de lujo a la apertura de la puerta del refugio de las heroínas —lo que ocurre en medio, la transacción, la vergüenza, esto es, el cuerpo, se hurta brutalmente del metraje. Si se analiza la manera en la que funcionaba la prostitución en Shame y su destilación vergonzosa en aventurillas de alto caché que nos ha legado Viudas ya queda todo dicho: McQueen, por razones que se me escapan, asfixia de nuevo su propia capacidad para convertirse, en fin, en el inmisericorde cronista de nuestros tiempos. Pudo hacerlo. Supo situar su cámara allí donde realmente surgía un horror subjetivo interminable –aquellas habitaciones de hotel junto al puerto, aquel apartamento impecable en Nueva York con el fuera de campo más doloroso que recuerdo, aquel tremendo plano secuencia que recorría las aceras de Nueva York al ritmo de Glenn Gould. Lo que aquí le sale es, por el contrario, una caligrafía esforzada de colegial inteligente pero desapasionado. Planos y planos y planos que buscan su belleza —el gigantesco detalle del ojo de Viola Davis— pero que no la encuentran. Subrayado. Más y más subrayado. | ★★ |


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Madrid


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