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    Mostra de Venecia 2016 (I) | Críticas: La La Land / La luz entre los océanos

    Emma Stone en Venecia

    Look at the stars

    Crónica de la primera jornada de la 73ª edición de la Mostra de Venecia.

    Resulta complicado catalogar a la Mostra dentro del espectro de festivales europeos de clase A. Es, indudablemente, una cita prestigiosa, que goza de estrenos exclusivos y, a veces, con visos de culto (viene a la mente la premiere de Aronofsky de su denostada La fuente de la vida); pero, por el contrario, la asistencia es mínima comparada con Cannes e incluso Berlín. Las razones, depende de a quién se pregunte, cabe encontrarlas bien en las fechas, que algunos años solapan con Toronto, bien por el difícil acceso a Venecia, y más concretamente en el Lido, bien por precios de temporada alta en la ciudad o bien por leve perdida de fama en los últimos años. Sea cual sea el motivo, es un certamen ecléctico en cuanto a contenido, sin una línea muy marcada pero no por ello menos interesante. Nuestro comienzo ha sido, cuando menos peculiar y os contamos por qué: a media tarde del día previo al inicio ninguna carpa estaba montada, faltaban paredes por pintar y focos por preparar. El ritmo, en contraste con la coyuntura, es sorprendemente tranquilo, propio de una holgada margen temporal. A la mañana siguiente, la inauguración de La La Land, el fastuoso musical de Damien Chazelle, empieza con un retraso considerable de más de veinte minutos; y, poco más tarde, la nueva y lustrosa sala Giardino (un cajón rojo erigido justo en mitad de la Avenida) se estrena en la Mostra con el nuevo trabajo de Kim Ki-Duk y la sorpresa añadida de que parte de las filas de butacas, construidas en serie, no están atornilladas a la tarima enmoquetada. La proyección se retrasa de nuevo veinte minutos para dar a los obreros el tiempo suficiente para fijar varias hileras mientras el equipo de The Net es presentado e invitado a tomar asiento. Cuando la cortinilla de presentación comienza a rodar en pantalla el último tornillo acaba por clavarse. Aun con todo esto, la Mostra ofrece un espacio de maniobra para el periodista que en otros festivales se antoja un sueño. Todo está concentrado en la misma área y, aunque hay pases a diario, están lejos de la superpoblación de estrenos de otros eventos como los mentados TIFF y Cannes, donde la selección se vuelve obligatoria. Con sus virtudes y defectos, pura idiosincrasia italiana, la Mostra es única.

    La la land

    LA LA LAND

    Damien Chazelle, Estados Unidos, 2016 / VENEZIA 73 / Inauguración.

    Un atasco interestatal. La cámara barre lateralmente los coches mientras sintonizan emisoras de radio diversas y concluye centrándose en una conductora que empieza a tararear la canción que escucha. Poco a poco su voz aumenta, la orquestación sube de volumen, la joven se apea y en menos de cinco segundos, la autopista entera la acompaña en coreografía y plano aéreo. Solo en tres minutos, lo que dura la canción de apertura, La La Land ya muestra sus cartas a la platea. Damien Chazelle ha decidido lanzarse al peligroso terreno del homenaje al clásico musical norteamericano haciendo suya la iconografía y la pomposidad de los decorados, el vestuario colorido propio de producciones emblemáticas como Cita en St. Louis y los sentimientos exaltados plasmados en canciones donde una cámara en grúa se elevará hacia el cielo en las notas más altas mientras nuestros protagonistas sacuden el asfalto a base de zapatazos. Todo lo que uno recuerda de cintas con Judy Garland, Fred Astaire o Natalie Wood, todos esos platós de fondos pintados, luces de colores, distancias falseadas y romanticismo está aquí plasmado con elegancia, hasta llegar al punto de que el director opta por la ambigüedad de una ambientación que, aun siendo ‘actual’, se vuelve pretendidamente anacrónica rodeando a Emma Stone y Ryan Gosling de trajes de los años 50 y bares de jazz preciosistas. Es un juego que da pie a abordar un dilema que define a ambos personajes: por un lado el de él, pianista en paro, amante del jazz y de la vertiente musical más purista; frente al de ella, aspirante a actriz que trabaja de camarera en la cafetería de un estudio y que, pendiente de su móvil, va de audición en audición en busca de pequeños papeles en series, según sus propias palabras, ‘del tipo The O.C.’. La crónica de una relación entre artistas, guionizada sin sorpresa pero con mucho feeling y ternura, a lo largo de un año ficcional que se va estructurando por estaciones.

    Entremedias, Chazelle se marca la excusa perfecta para parodiar los 80 en la piel del propio Gosling en una de las escenas que mejor explota la comicidad cínica del actor, darle un pequeño papel a John Legend, regalarle a Emma Stone unos minisketches a costa de su eterno tour de audiciones y coronarlo todo con una secuencia que, remitiendo directamente a Once y su ‘Falling Slowly’, concentra sólo con un piano toda la química entre la pareja en una de las únicas canciones con audio directo en escena. Ahí, en los momentos más íntimos, Chazelle conmueve y le concede a la actriz uno de sus mejores trabajos. El problema (bendito) es que al firmante de Whiplash a veces le puede tanto su pasión musical que la exaltación alcanza a todos los niveles del filme y acaba alargando levemente su último tramo. Termina fracturando un clímax emocional que habría tenido más fuerza con un minimalismo que contrastase con lo recargado, que marcase un punto tan importante como para quedarse en silencio, en vez de extender lo grandioso. Aun con todo, no cabe duda de que La La Land es una obra impecablemente realizada, apasionada y vital, que toma riesgos formales en sus imparables primeros cuarenta minutos y que no se arrepiente de ello. Y así nos lo hace saber Chazelle cuando, a través de Gosling, verbaliza parte de esa filosofía que ha hecho suya con sus películas, ‘si vas a hacer algo, hazlo con pasión y que le den a los demás’. Lo mismo pensaba J.K. Simmons en Whiplash y La La Land no hace más que confirmar que el director sigue siendo fiel a sí mismo, para lo muy bueno y lo malo. (85 de 100).

    The light between the oceans

    LA LUZ ENTRE LOS OCÉANOS

    The Light Between the Oceans, Derek Cianfrance, Estados Unidos, 2016 / VENEZIA 73.

    Había depositada fe ciega en la sensibilidad de Cianfrance; en su habilidad para el dibujo de personajes en un límite emocional que les hace replantearse sus valores en momentos de crisis. Tal fue el caso de Blue Valentine, discutida segunda película del director tras más de diez años dedicados al mundo del documental televisivo (y una ópera prima dirigida en el 98) que incluso la Academia y la Asociación de prensa extranjera llegaron a tener en cuenta en sus nominaciones. Tras la infravalorada Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2013), nos llega La luz entre los océanos (The Light Between Oceans), que tristemente confirma una tendencia de este joven cineasta que hasta ahora no había quedado tan en evidencia: los numerosos tics que pueblan sus guiones. Cianfrance es incapaz de ser imparcial con las acciones de sus personajes y, en consecuencia, actúa como juez moral de los mismos, otorgando culpa, castigo y, cómo no, redención. En esta ocasión, de la forma más estereotipada posible. La sucesión de acontecimientos de La luz entre los océanos es el caldo de cultivo perfecto para prejuicios semejantes: la idílica vida isleña de una mujer que ha tenido dos abortos y su marido, encargado de cuidar el faro, y la casual llegada a las costas de una barca con un fallecido y un bebé aún vivo en brazos. El resultado son personajes tomando decisiones tan pronto absurdas como egoístas y de las que es difícil sustraerse, precisamente porque no permiten la libertad de decisión al espectador, al que se le intenta imbuir un código moral con calzador. Con el agravante de que la propia novela en la que se inspira la historia se empeña continuamente en lo contrario; con ello nos adentramos en un cuento moral llevado sobre raíles a través de un monótono trayecto. Tampoco sus actores consiguen elevar mínimamente la propuesta. No existe química entre unos Vikander y Fassbender perdidos. Cianfrance se centra en ellos con mojigatería mediante una infinidad de planos de dos rostros acaramelados en pantalla, cubiertos por ese tipo de fotografía plúmbea; una mirada culminada por una breve escena de cama (dispuesta como reclamo publicitario) requerida para confirmar y subrayar una ‘pasión’ prediseñada. La luz entre los océanos es un folletín, un relato romántico enclaustrado más propio de una traslación de la obra de Nicholas Sparks que de un drama romántico con enjundia. Lástima que ni siquiera Desplat consiga desprenderse de esa pátina edulcorada que exuda esta última y dudosa obra del otrora prometedor Derek Cianfrance. (35 de 100).


    Gonzalo Hernández Espinosa
    © Revista EAM / 73ª Mostra de Venecia


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