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    Cine Alemán Siglo XXI

    El cine de Hou Hsiao-Hsien, un espacio para habitar. Apuntes sobre «The Assassin»

    The assassin

    por Miguel Muñoz Garnica
    © Revista EAM / Pamplona

    Los límites del cine histórico. Tiempo de vivir, tiempo de morir (1985)

    Estamos en el sur de Taiwán, a principios de los años cincuenta. Un pueblecito rural de calles sin pavimentar y casas humildes donde las duchas con agua caliente se dan calentando un barreño de agua sobre una hoguera. Un grupo de niños, descalzos y vestidos de blanco, juega con peonzas en la plaza del pueblo. En segundo plano, algunos vecinos se entretienen comprando en los puestos del mercado al aire libre. El canto de las cigarras inspira una cadencia monótona a la que el movimiento y los gritos de los niños contrapuntean levemente. El juego se detiene cuando empieza a escucharse un sonido de galopes en fuera de campo. Pocos segundos después, varios soldados a caballo entran en el fondo del encuadre y lo atraviesan a toda velocidad. La escena se corta, y el siguiente plano muestra una radio que emite noticias propagandísticas sobre el éxito del ejército taiwanés en una batalla aérea contra los comunistas. Después, vemos a una familia comentar vagamente la noticia, a la vez que desempeñan con sosiego sus labores domésticas mientras los niños corretean por la casa, ajenos a la conversación de los mayores.

    Las imágenes descritas forman parte de Tiempo de vivir, tiempo de morir (Tong nien wang shi; Hou Hsiao-Hsien, 1985), el cierre de una trilogía que Hou dedicó a filmar los recuerdos de su infancia[1]. El cineasta fue parte de aquellas familias nacidas en la China continental que emigraron a Taiwán, en lo que parecía un viaje transitorio y terminó convirtiéndose en una migración sin retorno a causa del estallido del conflicto bélico entre los comunistas y el gobierno nacionalista chino exiliado en la isla. La película deja caer, por tanto, el fuerte peso de los acontecimientos históricos sobre el argumento que desarrolla. Pero éstos apenas se manifiestan de forma directa, más allá de referencias que casi siempre suceden en fuera de campo (la aparición más explícita de la guerra es la citada irrupción de los soldados a caballo). Si se piensa en los ejemplos más prototípicos de películas históricas, la tendencia habitual a la hora de situar la trama no es esta. Sino la de ubicar a los protagonistas en momentos y lugares muy relevantes de los hechos históricos recreados. La Segunda Guerra Mundial, por no alejarnos mucho de la época de Tiempo de vivir, tiempo de morir, tiene en cintas como La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan, El pianista, Cartas desde Iwo Jima o La vida es bella algunas de sus dramatizaciones más populares. Y todas ellas tienen en común la participación activa de sus personajes en acontecimientos de relevancia histórica contrastada: los campos de concentración, el Desembarco de Normandía o la Guerra del Pacífico.

    Tiempo de vivir, tiempo de morir
    Tiempo de vivir, tiempo de morir / 童年往事 / 1985

    Existe un debate muy antiguo (incluso Platón y Aristóteles abordaron el tema en sus escritos sobre poética) entre la ciencia historiográfica y la ficción como mejor forma de aportar conocimiento sobre los acontecimientos del pasado. Los argumentos a favor del valor de la ficción (y del cine dentro de ella) son conocidos: la narrativa basada en causas y efectos y en la vivencia subjetiva de los hechos, pese a que se prestan más a lo emocional y con ello a la manipulación, aportan al espectador una comprensión más profunda basada en la empatía, que da pie a que desarrolle por sí mismo (en el mejor de los casos, si la narración no fuerza las lecturas) sus propias valoraciones morales. Ahora bien, ¿hasta dónde llega la definición de cine histórico? ¿Podemos hablar de la existencia de este género sólo cuando sus coordenadas espaciales y temporales se sitúan directamente en los hechos relevantes del pasado? ¿O cabe una acepción más amplia? Volvamos a Tiempo de vivir, tiempo de morir. Para hablar sobre ella, conviene aclarar primero una cuestión terminológica. La diferencia entre “argumento” (los hechos descritos en la película en el orden y forma en que se presentan) y “relato”(la reconstrucción de significados e implicaciones que el espectador realiza de la película)[2]. El argumento de la cinta de Hou se ciñe al discurrir rutinario del niño protagonista (alter ego del propio cineasta) y las circunstancias que le rodean, dividiéndola en dos segmentos temporales diferenciados (infancia y adolescencia) con un elemento común: un minimalismo espacial y temporal que no abandona nunca el pueblecito taiwanés y limita su marco cronológico a unos pocos días en cada segmento. Así, si nos centramos en las limitaciones del argumento, Tiempo de vivir, tiempo de morir es definible como drama costumbrista, en el que Hou propone sobre todo un ejercicio de vivencia personal de un tiempo y un espacio muy delimitados. Pero si atendemos al relato, la etiqueta no está tan clara. Porque los acontecimientos históricos (el conflicto chino entre nacionalistas y comunistas), pese a ocupar un lugar casi residual en el argumento, tienen una importancia vital en el relato. El inmovilismo, el desarraigo y el vacío de futuro que se intuyen fácilmente en la familia protagonista se explican por el efecto que han tenido en ellos esos acontecimientos. Ese efecto se manifiesta, por ejemplo, en la conflictiva adolescencia del niño, la leve demencia cargada de nostalgia de la abuela o el sentimiento de culpa del padre. De modo que no sólo se trata de la vivencia personal de un tiempo y un espacio, sino de la vivencia personal de la Historia de aquellos que no ejercen una influencia en sus efemérides, sino que son víctimas lejanas de sus efectos.

    La condición de obra autobiográfica y costumbrista de Tiempo de vivir, tiempo de morir debe considerarse, por tanto, como algo más bien anecdótico. Su enjundia está en las raíces, invisibles para la cámara, de esos males que condicionan a los personajes. Una característica que es una constante en casi todo el cine de Hou, clasificable en distintos bloques. Están las películas basadas en sus recuerdos de infancia y juventud (Tiempo de vivir, tiempo de morir cerró aquel ciclo), su trilogía sobre la Historia de Taiwán o sus filmes de ambientación contemporánea. En todos ellos, el denominador común es la invitación al espectador a “habitar la película” mediante una subjetivización muy particular del tiempo y el espacio. En la que es tan importante la estricta acotación de estos dos elementos como la presencia de un contexto infinitamente más amplio que manifiesta una especie de presencia fantasmal sobre sus imágenes mostradas. Un contexto que tiene que ver, por una parte, con los efectos de la Historia (con mayúsculas) en las historias (con minúsculas). Y por otra parte, en el interior y el pasado que apenas se verbaliza de los personajes, pero que no es difícil de intuir si se calibra adecuadamente la mirada. The Assassin (2015), la excusa para escribir estas líneas, no es ajena a ninguna de estas consideraciones. Por lo que conviene tener en mente estas cuestiones para el posterior análisis que se va a realizar sobre ella.


    Imagen y backstory. Café Lumière

    Como explica Adrian Martin[3], la narrativa de Hou suele despertar en el espectador que se sumerge en ella una pregunta esencial: “¿qué está pasando aquí?”. Café Lumière (Kôhî Jikô, 2004), un excelente ejemplo de ello, toma como protagonista a una chica japonesa llamada Yoko. Al introducirla, renuncia a la estructura tradicional en la que el planteamiento de la historia se despacha en los diez o quince primeros minutos para señalar sin ambigüedades cuál es el conflicto que mueve al guión. En vez de eso, la película arranca con varios planos de Yoko desplazándose por la red ferroviaria de Tokio, charlando con un hombre en una librería o visitando a su familia. No tenemos forma de conocer cómo son sus relaciones con esos personajes ni dónde puede estar el cogollo de la historia que se quiere contar sobre ella. La información al respecto aparece mucho más tarde en el metraje, mencionándose casi de pasada en las conversaciones. El guión huye de cualquier atisbo de subrayado, y tampoco la fotografía (basada en largos planos fijos donde el montaje interviene poco más que para cortar de una escena a otra) ofrece alguna guía sobre aquello en lo que deberíamos fijarnos (es muy significativa la ausencia de primeros planos).

    Las implicaciones espaciales que esta práctica tiene para el espectador las consideraremos algo más adelante. Merece la pena detenerse antes en lo que implica respecto a lo puramente narrativo. Es importante, en primer lugar, el uso de la estructura in medias res (esto es, el empezar a narrar en mitad de la acción y no al comienzo) tanto para el conjunto del filme como para cada una de sus escenas. Y en segundo lugar, el que esta estructura vaya acompañada de un fuerte uso de la elipsis, que alcanza tanto a aquellas partes previas y posteriores al metraje a las que no hemos tenido acceso como a aquello que ocurre en el salto cronológico que se da de una escena a otra. Esto suponiendo que el avance de la cinta (como ocurre en Café Lumière) sea lineal. Pero también puede suceder que Hou introduzca saltos temporales sin marcas que los indiquen. La suma de todo lo anterior da lugar a una construcción de los personajes concebida desde la contraposición extrema entre imagen y backstory (como también apunta Martin). Algo parecido a la diferencia entre “historia” y “argumento” que señalábamos unas líneas atrás, pero en este caso aplicada a los personajes de la película. El backstory de las criaturas de Hou abarca no sólo su pasado individual o biográfico, sino su pasado histórico. Esto es, las relaciones familiares o personales que les preceden más la carga que tiene sobre ellos su contexto social. En Tiempo de vivir, tiempo de morir, como apuntábamos antes, la importancia de lo histórico está clara. Pero a su manera, Café Lumière también es una película que habla de cómo un momento, lugar y estado de las cosas que trasciende al filme (el Japón de principios del siglo XXI) se relaciona con sus imágenes y da cuenta, por ejemplo, de la complejidad de los choques culturales intergeneracionales. O de la incomunicación que genera el conflicto generacional (basta fijarse en la relación de Yoko con su padre), la asfixia invisible que ejerce un mundo masificado y sobrecargado de imágenes (los planos callejeros de Tokio no pueden ser más expresivos al respecto) y la artificialidad de las convenciones sociales que ahoga las conexiones personales profundas (para contar esto, Hou crea toda una poética a partir de los planos de trenes que debe mucho a Ozu). De modo que, pese a lo contemporáneo de la ambientación, estamos ante una obra relevante para una futura Historia que busque manifestaciones la idiosincrasia de una sociedad.

    La amplitud del backstory frente a lo fragmentario de las imágenes provoca, en fin, un efecto peculiar. El montaje no aporta un sentido unitario a las escenas, el guión no presenta una estructura argumental cerrada[4] y la fotografía no orienta en ningún momento la mirada. Las imágenes, por tanto, quedan tan abiertas a lo extrafílmico que, si el espectador les concede el pequeño esfuerzo de intentar situarse en ellas, se desvelan repletas de ecos y resonancias de un mundo inmenso. Un mundo que no sólo habla de contextos sociales o familiares, sino de inquietudes íntimas no verbalizadas. Ahora bien, ¿cuál es esa forma de situarse adecuadamente como espectador? Pues con respecto a lo narrativo, tiene que ver sobre todo con hacerse la mentada pregunta de “¿qué está pasando aquí?”. Quizá la única reacción válida ante la “incomodidad” que genera el vernos arrojados, de repente, a habitar un mundo junto unos habitantes que llevan viviendo en él desde mucho antes de que empezáramos a mirarlo, y que seguirán existiendo más allá del fundido a negro de los créditos. No somos dioses privilegiados que lo contemplan desde la omnisciencia, sino meros voyeurs que tienen arreglárselas como puedan para intuir lo que puede estar pasando. Eso es lo que hace la experiencia del cine de Hou algo tan fascinante[5] .

    The assassin

    Conflictos no verbalizados. The Assassin (2015)

    Si nos hemos querido detener tanto en estas consideraciones es porque The Assassin no es ajena a ninguna de ellas. Los filmes reseñados dan cuenta de la doble dimensión que tiene esta “infinitud del contexto” en el cine de Hou. Tiempo de vivir, tiempo de morir como muestra de la importancia de lo histórico en las imágenes filmadas, y Café Lumière como ejemplo del peso de lo íntimo sobre esas imágenes. Mundo exterior y mundo interior como dos manifestaciones que trascienden ampliamente a lo diegético. Ya hemos visto que ambas están presentes en las dos películas, pero quizá en el caso de The Assassin se vea más claro cómo lo histórico y lo íntimo están estrechamente ligados. Lo primero queda muy explícito con la ambientación en la China del siglo XI, su compleja política de conflictos de poder latentes entre el Imperio y las provincias, y sobre todo la fuerte carga icónica que conlleva. El hecho de recrear tiempos y espacios tan lejanos no deja de manifestarse con fuerza en cada elemento de escenario, atrezo, vestuario o maquillaje. Y eso conlleva una percepción del espectador muy diferente a la que puede despertar la ambientación contemporánea (y la consecuente cercanía) de Café Lumière. En cuanto a lo íntimo, sin embargo, los personajes de Yoko en esta última y la asesina Nie Yinniang están presentados de una forma bastante similar. Desde el silencio y la introversión de dos mujeres condicionadas por las circunstancias sociales y personales en las que se ubican[6].

    Igual que sucede en los ejemplos anteriores, The Assassin obliga a su espectador a preguntarse qué está pasando e interiorizar una posible comprensión (siempre incompleta) de aquello que ve. Lo que no implica que se trate de una película indescifrable, como expresan la mayoría de las quejas sobre ella, sino que nos demanda un esfuerzo extra de interpretación para encontrar nuestro lugar en su mundo y sentir por nosotros mismos la inmensidad de implicaciones políticas, sociales o sentimentales que hay en cada mirada, gesto o movimiento. En este sentido, el prólogo en blanco y negro ya sugiere, sin verbalizarla, la pugna interior que late en Nie Yinniang. Lo hace de la única manera posible que hay de no traicionar la naturaleza de un personaje que nunca romperá por sí mismo su introversión: pidiendo que se le mire atentamente, más allá de las apariencias. En este prólogo, tras desvelar en una breve secuencia de acción su condición de asesina adiestrada, se la muestra perdonándole la vida a una de sus víctimas al haberla visto jugar con su hijo. El detalle ya adelanta todo el conflicto que subyace durante el resto del metraje. El dilema de una Nie Yinniang que ha completado con maestría la parte técnica de su aprendizaje, pero que ha sido incapaz de hacer lo propio con la psicológica. No ha llevado a cabo la necesaria renuncia a las emociones que exige la frialdad del asesino. El castigo que le impone al respecto la monja que la ha adiestrado no hace más que acentuar este dilema, al encargarle la misión de volver a la provincia de Weibo, el lugar donde se crió y donde vive su familia, para matar a su primo, el gobernador Tian Ji'an.

    Desde este punto, se nos obliga a concentrar toda nuestra atención en desentrañar el esquema de relaciones que subyace en esta situación. En cierto modo, es una forma de poner al espectador en la perspectiva de la protagonista, cuya experiencia de regreso al hogar tras muchos años de distancia necesita de un esfuerzo de reconstrucción mental. Uno puede intuir, por ejemplo, que alberga sentimientos de amor por su primo antes de que su madre le recuerde la historia de cómo estuvieron prometidos hasta que su tía, la madre de Tian Ji'an y anterior princesa de Weibo, cambió sus planes matrimoniales. Más aún, Nie Yinniang realiza buena parte de esta reconstrucción de la memoria sin intervenir, observando a escondidas. De nuevo, hermanando su perspectiva con el espectador. De este modo, la única escena en la que el gobernador Tian Ji'an habla abiertamente sobre sus recuerdos sentimentales de Nie Yinniang es cuando se confiesa con su concubina en la intimidad. Si tenemos acceso a esta apertura emocional de un personaje al que solemos contemplar investido en los ropajes simbólicos del poder y rodeado de todas sus ceremonias es porque se nos da la oportunidad de espiarlo junto a la asesina, ocultos entre las capas de seda que envuelven las estancias del palacio.

    The assassin
    The assassin / 刺客聶隱娘

    En definitiva, responder a la cuestión “¿qué está pasando aquí?” al enfrentarse a The Assassin implica elaborar una reconstrucción lo más amplia posible del backstory de Nie Yinniang, de toda aquella información necesaria para comprender el presente de una protagonista parca en palabras y escurridiza en una presencia que se diluye entre las sombras de los bosques o las sedas. Aquello que condiciona ese presente personal, además de en sus disposiciones emocionales, se encuentra en el complejísimo entramado político de la China del siglo XI. Lo que la ha convertido en asesina, la ha alejado de su familia y la ha obligado a enterrar sus sentimientos hacia su primo tiene sus causas en las estrategias políticas necesarias para mantener la delicada paz entre la provincia de Weibo y el Imperio. Pero esta carga política no sólo atañe al pasado de la película, sino que sigue desarrollándose durante su trama: la reaparición de Nie Yinniang en Weibo desencadena su intervención en las intrigas palaciegas, llevadas a cabo por la esposa del gobernador y el hechicero al que ésta recurre para embrujar a su concubina embarazada. La condición de Nie Yinniang como mujer llena de afectos interrumpidos, atrapada por el choque de los fríos mecanismos del poder, queda expresada de forma poética en el único salto temporal de la cinta: el recuerdo que la asesina tiene de la princesa Jiacheng, su tía y la madre del gobernador Tian Ji'an, tocando la cítara mientras recita una pequeña leyenda. Detengámonos en el contenido de esta leyenda, puesto que simboliza muy bien el cogollo temático de la cinta. Un rey tenía un pájaro azul que llevaba tres años sin cantar. La reina le dijo que los pájaros sólo cantan ante los de su especie. Por lo que el rey decidió colocar al pájaro frente a un espejo. Pero el pájaro, al verse reflejado, comprendió su soledad y cantó y bailó hasta morir. Es la historia de la propia princesa Jiacheng (madre de Tian Ji'an y esposa del anterior gobernador de Weibo), que, condicionada por los entramados del poder, tuvo que operar una doble ruptura con sus afectos personales. Decidió, tras ser entregada en matrimonio al gobernador de Weibo, cortar los lazos con su familia (la dinastía imperial china) para expresar su fidelidad a la corte de Weibo escenificando su renuncia a sus orígenes imperiales. Y, en una operación similar de equilibrio de poder, traicionó a su sobrina cancelando su boda con su hijo (el actual gobernador). La princesa Jiacheng, por tanto, queda retratada en ese flashback como un bello pájaro que murió enfrentado a su soledad tras haber sacrificado sus sentimientos. La misma soledad por la que Nie Yinniang, al recordar a su tía, se siente amenazada. Su canto también se ha visto interrumpido por la ruptura con sus afectos (su familia y sus orígenes), casi extinguido por las exigencias de su adiestramiento como asesina.

    The assassin

    Reencuentros, rupturas. Imágenes de dualidad

    Teniendo en cuenta la hondura de esta ruptura con sus afectos que es la situación de partida de su protagonista, The Assassin brinda sus momentos más bellos en aquellos planos que muestran el rebrotar de dichos afectos mediante pura imagen. Tómese, por ejemplo, la escena en la que Nie Yinniang cuida de su padre herido tras una escaramuza. La situación previa ya es reveladora de la importancia de la secuencia, dado que se trata de la primera vez que la asesina interviene de manera activa en las intrigas políticas del Gobierno de Weibo, para salvar de una emboscada a sus familiares. La primera vez, por tanto, que contraría abiertamente las órdenes que ha recibido en su misión. Tras ello, el acercamiento de Nie Yinniang a su padre se cuenta en dos minutos y un solo plano. El primer encuadre de este plano muestra en su parte izquierda una fogata en la que se está preparando té. A la derecha se pueden ver las piernas y los brazos de la protagonista. Pero ambos objetos están muy contrastados con un llamativo uso de la luz. Mientras que la fogata, la vasija del té y las paredes del escondite donde se encuentran están bañados por una luz de tonos dorados y cálidos, la figura de Nie Yinniang aparece teñida por un chorro de luz azul. La fotografía, por tanto, ya está denotando la existencia de dos opuestos en pulsión (la frialdad azul de una asesina a sueldo frente a la calidez dorada del hogar) que, como ya sabemos, son los que combaten en la mente de la protagonista. Un paneo diagonal a la derecha gira hacia su rostro, encuadrándola en plano medio, de modo que la pantalla se llena casi por completo de la luz azul. Ahora, en un segundo nivel de profundidad, se observan dos elementos llamativos: una ventana que se descubre como la fuente de esa luz y un hombre sentado (el padre) que reposa bajo la ventana. En este caso, la contraposición se marca entre las dos figuras humanas del encuadre: Nie Yinniang se encuentra de espaldas a su padre, y mientras que este último aparece desenfocado y difuminado por la espesura de la luz, ella aparece enfocada en primer plano y realzada por dicha luz mediante un efecto de contraste. Tras unos segundos durante los que la protagonista prepara el té, dos elementos rompen el equilibrio de contraposición del plano: el movimiento de Nie Yinniang, que se levanta, se gira y se dirige hacia su padre; y el humo de la tetera que porta en las manos, que parece disolverse con las motas flotantes del haz de luz, fusionando sus contrastes. La simultaneidad de movimiento de ambos elementos, junto al reenfoque de la cámara, construyen un cambio que apenas es perceptible para la mirada, pero que resulta muy expresivo. Nie Yinniang ha entrado en el mismo nivel de profundidad del plano que su padre y se ha situado bajo el mismo efecto de luz, rompiendo la dualidad inicial del encuadre. El plano muestra ahora con nitidez una grieta (antes imperceptible) en la pared, cerca del borde izquierdo de la pantalla. Un detalle que, junto a la ruptura de la frontera entre sus dos niveles iniciales de profundidad, denota claramente la situación: Nie Yinniang resuelve su quebranto interior de sentimientos encontrados situándose a uno de los lados de la grieta. El de sus afectos.


    «Nie Yinniang resuelve su ruptura interior de sentimientos encontrados situándose a uno de los lados de la grieta. El de sus afectos».


    La escena descrita, por cierto, es un buen ejemplo de esa estructura narrativa sobre la que hablábamos antes en la que el espectador es quien debe desentrañar las relaciones entre los personajes. Porque en ningún momento se explicita que ese personaje sea el padre de la asesina. Sólo su aparente cercanía con su madre, el hecho de que el gobernador Tian Ji'an le llame tío y, sobre todo, la actitud de la protagonista en esta escena permiten suponerlo. Este mostrar los afectos sin etiquetas dificulta, sin duda, su comprensión. Pero a cambio, permite observarlos en la plenitud de su verdad, totalmente libres de su condición de artificio argumental. En la escena mencionada se consigue una inmensa carga de significados pese a que la única línea de diálogo sea una escueta frase del padre: “No debimos dejar que la monja te llevara”. Una frase que, pese a su sequedad, se ve realzada por todo lo que la imagen que la acompaña ha denotado.

    Lo mismo sucede en otra de las escenas que representan la resolución de Nie Yinniang: su ruptura definitiva con la monja, su adiestradora en las artes marciales. En este caso, se trata de una metáfora visual clara entre escenario y personajes. Un plano general muestra dos picos montañosos paralelos, uno en primer término y otro al fondo, más elevado. Sobre el pico en primer plano aparecen la monja y la protagonista, cuyas figuras se muestran de perfil, también en paralelo y estando más elevada la de la monja. Con lo cual, queda clara con cuál de las dos montañas se identifica a cada una de ellas. Mientras Nie Yinniang expresa su decisión de no cumplir con la misión encomendada, la niebla va cubriendo poco a poco la montaña del fondo hasta ocultarla justo en el momento en el que la monja termina de emitir su diagnóstico sobre la asesina: “Tus habilidades no tienen parangón, pero tu mente es rehén de los sentimientos humanos”. Más aún, en un asombroso ejercicio de precisión, la montaña del fondo termina de desaparecer entre la niebla justo en el momento en el que Nie Yinniang sale de cuadro. La escenificación de su ruptura con su adiestramiento y su toma de partido por sus afectos es tan expresiva que Hou podría incluso haber rodado la escena sin diálogo.

    The assassin

    La estilización desde el realismo

    Otro punto interesante es que con estos recursos se podría tachar a Hou de director formalista, si adoptamos la famosa división de Bazin[7] (“directores que confían en la imagen frente a directores que confían en la realidad”). Es decir, de director que busca manipular las imágenes obtenidas para construir nuevos sentidos que no se encuentran en la realidad filmada. No obstante, algunos detalles del método de trabajo seguido durante el rodaje desmontan esta concepción. Según ha contado el propio Hou[8], llevó a cabo en el rodaje las prácticas habituales en su cine: ausencia de ensayos con los actores, guión abierto a los cambios que pueda demandar el encuentro con los lugares de rodaje y, en general, una actitud dispuesta a dejar que lo filmado se contagie de la realidad que rodea a la cámara. Pero, ¿cómo se consigue esto cuando la realidad filmada es una reconstrucción del pasado? En el caso de The Assassin mediante un rigor documentalista del que Hou da detalles como la dificultad que tuvieron los actores para expresarse en chino clásico, mucho más básico que el actual en léxico y por tanto limitado para expresar emociones. O sus averiguaciones, mediante lecturas de la época, sobre aspectos tan específicos como la costumbre de las mujeres de coserse su propia ropa en lugar de comprarla.

    Esta rigurosa atención a los detalles históricos (que, por ejemplo, le llevó a cambiar una localización en la que aparecía un campo de maíz porque ese producto no existía en la China de la época) funciona como un límite autoimpuesto que, según Hou, le sirve para forzar más la creatividad. Y lo cierto es que, observando la película, de este rigor han salido algunos aspectos magistrales. El sonido de tambores que marca los amaneceres y los atardeceres en algunas escenas, y que sirve como estructuración temporal, está obtenido de documentación histórica. Buena parte de la estética de la película queda marcada por el mismo realismo. La suave cadencia de movimiento y sonido de muchas de sus escenas, su sensación de transcurrir oculta entre visillos volubles, está subrayada por la presencia de cortinajes de seda que se usan como separadores de estancias y que es, por supuesto, un detalle obtenido de los escritos de la época (la seda era un material muy utilizado por su abundancia). Así como el hermetismo y lo parco de los diálogos de los personajes viene de las mencionadas limitaciones del chino clásico de la época. La idea, en definitiva, es conseguir que cámara y actores se sumerjan en una realidad exacta y se contagien de su cadencia. Sólo entonces, según Hou, se pueden rodar las escenas, en un procedimiento puramente baziniano: la apertura a la realidad extrafílmica y su captura mediante técnicas que no adulteren la verdad de esa realidad. Esto es, la profundidad de campo, el plano-secuencia por encima del montaje y la espontaneidad de los actores por encima del texto previo. Todas ellas constantes del cine de Hou que en The Assassin están igualmente presentes. Lo que se logra es que sea esta realidad externa al filme la que determine la poesía de las imágenes, y no al contrario.

    Por último, este realismo tiene también mucho que ver con otra de las constantes de Hou: la preocupación por dónde ubicar la cámara. El encuadre típico del director suele ser un plano fijo general, que muestra a los personajes desde cierta lejanía junto a los elementos que los rodean, y que suele abarcar varios niveles de profundidad en los que un objeto en primer término explicita la distancia entre observador y personajes. Esto combinado con la significativa ausencia de planos-contraplanos o primeros planos. En pocas palabras, el cine de Hou huye de todo intento de guiar la mirada. De modo que obliga al espectador a encontrar su propio lugar en las imágenes, algo que, como hemos visto, sucede de igual modo con la narración. Ya no es sólo que no tengamos acceso directo a quiénes son los personajes y cuáles son sus relaciones, sino que también se nos impone una distancia respecto a ellos, dejando clara nuestra condición de observadores a la vez externos e internos. Es decir, habitantes de su mundo, pero ajenos a sus tribulaciones íntimas. A este efecto, los numerosos planos de The Assassin que juegan a encuadrar las acciones de los personajes situando en primer término los mencionados cortinajes de seda dan buena cuenta de nuestra condición de observadores discretos. Aunque, en este caso, como ya decíamos antes, hermanan nuestra perspectiva inicial con la de Nie Yinniang, que espía desde la distancia emocional. Si bien, a la vez, somos nosotros quienes tratamos de escudriñar en el interior de la asesina. Este acceso directo nos es negado, pero sus resonancias, la evolución de sus conflictos emocionales y su decisión final de tomar partido por sus afectos, nos son sugeridas con enorme belleza. De ahí que la sonrisa de Nie Yinniang en la última escenas de la película, mostrada por primera vez en la pantalla, tenga unas implicaciones tan fuertes que trascienden, con mucho, lo que este gesto suele tener de rutinario en el cine. Aunque, como se puede ver en la imagen bajo estas líneas, esa sonrisa sea difícil de percibir al estar rodada de forma coherente con el estilo de Hou: en plano general y profundidad de campo, marcando la distancia del espectador a la vez que evidenciando la presencia de un inmenso mundo inabarcable para las dos horas de imágenes que acabamos de contemplar.


    [1] Respecto al componente autobiográfico de Tiempo de vivir, tiempo de morir, estos recuerdos de Hou respecto a su propia infancia dan buena cuenta de la correspondencia entre película y memoria personal: “Desde que empecé el primer curso en la escuela no me gustaba estar en casa. Quizá porque mi padre estaba enfermo y estaba siempre en casa. Después de comer, mi familia descansaba, pero hacia la una o las dos, yo solía salir a la calle a jugar. Si abría la puerta de madera, ésta hacía ruido y mis padres sabían que estaba saliendo de casa. Así que saltaba la cerca. Solía ir a robar fruta, cazar pájaros, asar patatas... A veces solo, a veces con mis amigos. Desde entonces me gusta apostar. Solíamos apostar a las cartas o con peonzas. […] Nos mudamos al Sur por la salud de mi padre, que enfermó de bronquitis a consecuencia del clima. Mi madre tenía que cuidarlo, así que no tenían tiempo para reñirme”. Okajima, N. (1995). Entrevista a Hou Hsiao-Hsien. En Aldazabal, P. Hou Hsiao-Hsien. San Sebastián-Donostia: Euskadiko Filmategia-Filmoteca Vasca.
    [2] División propuesta por Bordwell y Thompson en: Bordwell, D. & Thompson, K. (1995). El arte cinematográfico: una introducción. Barcelona: Paidós.
    [3] Martin, A. (2008). ¿Qué es el cine moderno? Valdivia: Uqbar.
    [4] El crítico Tony Rayns es muy esclarecedor al señalar que Café Lumière, renunciando al clásico “arco argumental”, utiliza como estructura unficadora de sus imágenes una serie de motivos que crean vínculos entre sí: nacimientos, muertes y viajes (si bien los dos primeros suceden en elipsis previas y posteriores, respectivamente, a la acotación temporal de la película. Rayns, T. (2005). Café Lumière. Sight & Sound, 15(2), 46.
    [5] Para condensar algunas de las ideas propuestas y añadir otras, resultan muy interesantes los cuatro principios básicos de la estética de Hou que postula Fergus Daly: “1) La memoria histórica es impersonal; 2) Mis experiencias no me pertenecen; 3) El centro de atención de un plano se desvía siempre hacia el fuera de campo; 4) Somos un conjunto de símbolos y afectos a los que la luz da forma”. Daly, F. (2010). Las luces de Taiwán: notas para un resumen de la poética de Hou Hsiao-Hsien. En Rosenbaum, J. & Martin, A. (coord.). Mutaciones del cine contemporáneo. Madrid: Errata Naturae.
    [6] Los retratos femeninos, de hecho, han sido una constante en el cine de Hou desde Millennum Mambo (2001, Qianxi manpo. Tratados con una delicadeza y una hondura en la que la guionista Chu Tien-Wen ha tenido mucho que ver. Sobre este aspecto, Tien-Wen ha declarado: “Es posible que le haya influido [en la creación de sus personajes femeninos], pero no soy consciente de ello. Sólo sé que su conocimiento de las mujeres fue tardío, y eso se ve en sus películas. De hecho, su experiencia de joven es más bien la de las pandillas de chicos malos; las únicas mujeres a las que conocía eran su madre, sus hermanas mayores y su esposa. No comprendía mucho a las mujeres. En nuestra colaboración a largo plazo, pudo conocer sin duda otro tipo de mujeres. Y es cierto que el hecho de encontrarse con las mujeres de sus amigos puede verse en sus películas”. Ciment, M. & Niogret, H. (2004). Interview with Chu Tien-wen. On the ruins of our shattered dreams. Positif, 526, 8-12. Recuperado de: http://www.zinema.com/textos/sobrelas.htm.
    [7] Bazin, A. (2008). ¿Qué es el cine? Madrid: Rialp.
    [8] En Ma, A. (2015). Killer Technique. returning I full force with The Assassin, Hou Hsiao-hsien explains how he summons wondrous beauty and piercing realism from an ancient genre. Film Comment, 51(5), 26-33.


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