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    Crítica | San Andrés

    San Andreas

    The Rock contra las fuerzas de la naturaleza

    crítica de San Andrés (San Andreas, Brad Peyton, 2015).

    En la década de los 70, el género catastrófico se asentó en Hollywood como uno de los más rentables de cara a la taquilla, gracias a grandes éxitos del calibre de Aeropuerto (George Seaton, 1970), La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972), El coloso en llamas (John Guillermin, Irwin Allen, 1974) o Terremoto (Mark Robson, 1974). Su receta era bien sencilla: reunir un lujoso reparto (siempre encabezado por estrellas pujantes del momento y secundados por viejas glorias del cine clásico en horas bajas) puesto al servicio de una historia mínima en donde lo que más importaba era el espectáculo de efectos especiales, capaz de plasmar los mayores desastres en toda su magnitud. Un rasgo en el que coincidían todas aquellas cintas era el tiempo, innecesariamente largo, que sus responsables empleaban en la presentación de sus estereotipados personajes y sus superficiales conflictos dramáticos, sentimentales y laborales, demorando en exceso el desencadenamiento de una acción que, a fin de cuentas, era lo que verdaderamente buscaba el público que pagaba su entrada.

    Como toda moda, las películas catastróficas fueron perdiendo fuelle y desapareciendo de las pantallas hasta que, en la segunda mitad de los 90, éxitos como Twister (Jan de Bont, 1996), Un pueblo llamado Dante´s Peak (Roger Donaldson, 1996) o Armageddon (Michael Bay, 1998) le devolvieron una segunda juventud que alcanzaría su punto álgido con las superproducciones de Roland Emmerich. Este realizador alemán contribuyó enérgicamente a destruir el mayor número de ciudades y monumentos emblemáticos (la Casa Blanca es uno de sus objetivos preferidos) en la historia del cine, siendo artífice de dos de las piezas más aparatosas y pirotécnicas del género: El día de mañana (2004) y 2012 (2009), la madre de todos los desastres, que puso en imágenes un hipotético fin del mundo según las predicciones del calendario maya. En estos filmes, historia y personajes continúan siendo igual de esquemáticos que siempre, pero suelen enfocar la atención en una familia (preferiblemente en proceso de descomposición) en la que sus miembros son separados por tan terribles circunstancias y deben luchar lo indecible para conseguir salvarse y volver a estar juntos. En otras palabras, el cine catastrófico del siglo XXI es mucho más impactante desde el punto de vista visual (gracias a los desorbitados presupuestos destinados a los efectos especiales) pero, también, bastante más moralista y con una preocupante tendencia al sentimentalismo fácil. San Andrés (San Andreas, 2015), con sus 110 millones de dólares de coste, juega en la liga de los éxitos de Emmerich, reuniendo por segunda vez al director Brad Peyton y la estrella del cine de acción Dwayne Johnson (más conocido como The Rock) tras su colaboración en la abominable Viaje al centro de la Tierra 2: La isla misteriosa (2012).

    San Andreas

    «Por supuesto, la rigurosidad científica o las leyes de la física brillan por su ausencia, así que al espectador solo le queda aceptar, si quiere disfrutar plenamente de la función, todas estas “licencias” e ingenuidades argumentales, desconectar las neuronas, y dejarse llevar por el torbellino de imágenes apocalípticas que, eso sí, lucen tan grandes y poderosas como cabría esperar en un blockbuster de semejantes proporciones».


    En esta ocasión, la excusa para que la gran pantalla se llene de edificios resquebrajándose y haciéndose añicos como si de fichas de dominó se tratase, es un descomunal terremoto de magnitud 9 en la escala de Richter (con sus consiguientes y devastadoras réplicas) provocado al ceder la temible falla de San Andrés que recorre el estado de California. Dwayne Johnson, en su enésimo rol de tipo simpático y heroico, encarna a un piloto de helicópteros de rescate que se encuentra en pleno proceso de divorcio de una esposa de la que, cómo no, continúa enamorado y con la que tiene una hija que trata de adaptarse a la nueva pareja de su madre, el típico ejecutivo estirado y gañán que todos deseamos que sea el primero en caer en medio del desastre. Del musculoso actor ya conocemos su comprobada eficiencia en las escenas de acción e, incluso, una buena predisposición para la comedia, pero lo cierto es que, en su registro dramático sigue siendo bastante limitado —sin las tablas de, por ejemplo, Dennis Quaid en El día de mañana—, por lo que lo de actuar queda, en esta ocasión, de la mano de la siempre estupenda Carla Gugino, pese a que su personaje no se preste a excesivo lucimiento. Por su parte, a Alexandra Daddario, tras aquella tórrida escena sexual con Woody Harrelson en True Detective, cuesta más asimilarla como esa hija recién superada la adolescencia que se convierte en objeto de los desvelos de sus progenitores cuando queda incomunicada en el centro de San Francisco por el seísmo, pero cumple correctamente. Como en este tipo de productos siempre tiene que haber un actor de carácter que aporte su toque de distinción, sobre los hombros de un desnortado Paul Giamatti recae el papel del típico experto sismólogo que predice la tragedia antes de que suceda pero al que todos ignoran. Como se puede ver, todo en el relato de San Andrés suena a ya visto anteriormente y, desde el mismo momento en que conocemos los perfiles de sus personajes ya podemos adivinar quién morirá (y en qué orden) y quién saldrá ileso de la peripecia. Llegados a este punto de previsibilidad, lo mínimo que se le puede exigir a la propuesta es que satisfaga sus aspiraciones como montaña rusa y, en ese aspecto, al filme de Peyton no se le puede cuestionar como divertimento ligero.

    San Andrés esquiva aquellos tiempos muertos de las catástrofes de los 70 y, ya desde la primera escena, entra de pleno en materia al mostrar a The Rock en una espectacular misión de rescate —muy en la línea del prólogo de Máximo riesgo (Renny Harlin, 1993), uno de los mejores títulos de Stallone— que es tan solo la antesala de una sucesión de manifestaciones sísmicas a cual más salvaje que, a los treinta minutos de metraje, ya ha dejado la ciudad de Los Ángeles hecha una auténtica ruina. La acción sin tregua y las escenas límite en donde la credibilidad queda suspendida en el aire (el momento tsunami es especialmente bochornoso) son una constante en una película que, tal vez, cae en el error de tomarse a sí misma demasiado en serio —algo que no hacían las cintas de Emmerich, siendo aquella autoconciencia un factor clave de su éxito—, sobre todo en la faceta melodramática de la subtrama familiar, con traumas del pasado que no se pueden olvidar, incluidos. También se presta el guión a dejar demasiado margen a la casualidad, poniendo en el camino de los protagonistas todo tipo de vehículos para que, por tierra, mar y aire, puedan recorrer el camino que separa a Los Ángeles de San Francisco en tiempo récord. Por supuesto, la rigurosidad científica o las leyes de la física brillan por su ausencia, así que al espectador solo le queda aceptar, si quiere disfrutar plenamente de la función, todas estas “licencias” e ingenuidades argumentales, desconectar las neuronas, y dejarse llevar por el torbellino de imágenes apocalípticas que, eso sí, lucen tan grandes y poderosas como cabría esperar en un blockbuster de semejantes proporciones. | ★★ |

    José Antonio Martín
    © Revista EAM / Las Palmas


    Ficha técnica
    Estados Unidos. 2015. Título original: San Andreas. Director: Brad Peyton. Guión: Carlton Cuse (Historia: Andre Fabrizio, Jeremy Passmore). Productores: Beau Flynn, Hiram Garcia. Productoras: Warner Bros. / Village Roadshow Pictures / New Line Cinema. Fotografía: Steve Yedlin. Música: Andrew Lockington. Vestuario: Wendy Chuck. Montaje: Bob Ducsay. Diseño de producción: Barry Chusid. Reparto: Dwayne Johnson, Carla Gugino. Alexandra Dadaria, Ioan Gruffudd, Paul Giamatti, Hugo Johnstone-Burt, Art Parkinson, Archie Panjabi, Will Yun Lee, Kylie Minogue.


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