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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sidonie en Japón

    || Críticas | ★★★☆☆ ½
    Sidonie en Japón
    Élise Girard
    El lento gotear del tiempo


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia-Suiza-Japón-Alemania. 2023. Título original: Sidonie au Japon. Duración: 95 min. Dirección: Élise Girard. Guion: Maud Ameline, Élise Girard, Sophie Fillières. Música: Gérard Massini. Fotografía: Céline Bozon. Compañías: 10:15! Productions, Film-In-Evolution, Lupa Film, Box Productions, Mikino. Reparto: Isabelle Huppert, Tsuyoshi Ihara, August Diehl.

    Pequeño artefacto de orfebrería que utiliza la concreción temática, la síntesis dramática y la sencillez formal como el material íntimo con el que levantar una reflexión sobre la muerte y las diferentes formas de afrontarla; salvaje ejercicio de introspección contenido dentro de un marco rígido e inmutable que impide que las articulaciones doloridas de sus imágenes se desborden a lo largo y ancho de la pantalla con total libertad, Sidonie en Japón, tercer largometraje de Élise Girard, marca desde su escena inicial los parámetros dentro de los que se moverá durante su desnuda y repetitiva hora y media de duración: el tiempo no va a ser un elemento contra el que pelearse ni un contenedor que llenar con explosiones ni giros de guion; tampoco una pieza maleable dispuesta a adaptarse a los quiebros emocionales de su protagonista para, doblando la perspectiva de la obra hacia una orilla subjetivista, que el espectador los sienta como propios. El tiempo aquí es un goteo lento, pero constante, un eco monótono que nunca deja de resonar en el fondo del encuadre, un lienzo vacío que rechaza cualquier tipo de pintura.

    No hay, al principio de la cinta, colores ni palabras —pese a que la protagonista se dedica, precisamente, a escribir— que puedan arraigar en un plano general y estático en el que se ve a Sidonie —que así se llama el personaje— a través de un doble encuadre dentro del encuadre: el marco de la puerta de su salón y las múltiples estanterías que hay dentro del mismo asfixian la imagen y, al mismo tiempo, a una Isabelle Huppert que está terminando de hacer la maleta. La sobrecarga de elementos sobre la que se sostiene la composición agobia y enclaustra, y la ausencia de cortes obliga al espectador a permanecer durante minuto y medio dentro de una estancia de tonos apagados. El barroquismo, paradójicamente, termina volviendo inerte e inexpresivo un espacio cargado de libros —y, por ello, de ideas—, y sólo a través de los espejos en los que se refleja la calle se llega a apreciar un resquicio de vitalidad dentro del conjunto. La realizadora deja claro desde el primer momento que las posibilidades de que se produzca un diálogo entre un mundo en constante movimiento y una protagonista que, tras el trágico fallecimiento de su marido, ha congelado su existencia en una pausa perpetua, son pocas. Así, el tiempo, pese a todo y pese a la muerte, sigue estando ahí, y Sidonie sólo puede deslizarse sobre él, ocuparlo sin habitarlo, llenarlo con sus silencios. Girard aprovecha al máximo cada estancia y cada paisaje, los exprime dilatando los tiempos entre cada corte de montaje, y los filma desde un evidente distanciamiento que, unido al gran angular, los convierte en superficies pulcras y herméticas por las que la protagonista se mueve como un alma en pena, sin poder interaccionar con ellos.

    La realizadora busca capturar el movimiento discreto, casi imperceptible, de los mecanismos de la superación del duelo, el momento preciso en el que las heridas dejan de supurar y comienza a cicatrizar, permitiendo que la piel vuelva a entrar en contacto con el mundo exterior en general, y con el deseo y la vitalidad en particular. Girard coloca la cámara delante de ese río estancado de pasado que marca el instante en el que la existencia de su protagonista quedó pendida en el vacío, en el que los anclajes que la unían al mundo se rompieron y tanto su mirada como sus gestos comenzaron a dar vueltas dentro un bucle de horas muertas que no se terminaban y de espacios que nada expresaban. Todo, eso sí, está narrado desde la asepsia dramática, desde una frialdad escénica que rima con la gélida comunicación que surge entre Sidonie y su editor en Japón; una frialdad bajo la que, sin embargo, late una pasión que se va gestando a fuego lento, y que cristaliza en una resignificación de los gestos y silencios que antes eran consecuencia del dolor y el desconcierto y que ahora forman parte de un lenguaje particular articulado por los enamorados para poder expresar sus emociones, sorteando, en el proceso, sus dificultades para verbalizarlas.

    Así, el cálculo que se esconde detrás de cada imagen no hace sino volver la cinta repetitiva —en el buen sentido—, empleando una concatenación de espacios filtrados por un velo de tiempos muertos —esas escenas en el coche en las que el fondo cambia artificialmente— como metáfora sobre la imposibilidad de Sidonie de seguir adelante con el peso del duelo a sus espaldas. La crudeza con la que sus emociones implosionan dentro de cada plano es demoledora, pero, gracias a las fugas humorísticas que la directora salpica a lo largo del metraje, el relato nunca llega a cargarse de una solemnidad afectada. De hecho, la conjugación perfecta de las pequeñas perlas cómicas y los imponentes frescos de aflicción y estatismo confeccionan una primera mitad notable. Es una pena, por tanto, que, a partir de su ecuador, la cinta pierda parte de su fuerza al intentar diversificar el peso de sus imágenes abriendo senderos narrativos en los que o no llega a adentrarse con total confianza —el fantasma del marido muerto, los resortes de la identidad—, o cuya atmósfera abstracta y densa no consigue capturar con precisión —ese lirismo extraño con el que se cierra un tercio final, iluminado por una incipiente historia de amor, en el que, finalmente, la pantalla, antes devenida lienzo estéril, termina coloreada de ideas y emociones antagónicas a la oscuridad de la muerte. ♦


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