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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La semilla de la higuera sagrada

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★☆☆ |
    La semilla de la higuera sagrada
    Mohammad Rasoulof
    Manos, rostros, balas, heridas


    Aarón Rodríguez Serrano
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Irán, Alemania, Francia, 2024. Título original: Daney anjir maabed. Dirección y guion: Mohammad Rasoulof. Música: Karzan Mahmood. Director de fotografía: Pooyan Aghababaei. Montaje: Andrew Bird. Reparto: Mahsa Rostami, Setareh Maleki, Niousha Akhshi, Missagh Zareh, Soheila Golestani. Duración: 168 minutos.

    Resulta extraordinariamente complejo desgajar una película como La semilla de la higuera sagrada de su contexto político, experiencial. Lo mismo ocurrió en su momento con la obra de Jafar Panahi y, lamentablemente, seguirá ocurriendo en los años venideros con otros directores y directoras de los llamados «cines emergentes». Saber que una película se despliega entre jirones de carne y cadáveres obliga, de manera inevitable, a plantearse desde dónde se escribe la crítica cinematográfica.

    Podría señalarse, en primer lugar, que la película de Rasoulof es narrativamente cuestionable. Si bien se apoya en una primera mitad que funciona como un reloj de precisión disponiendo las tramas, los accidentes, las atmósferas y los personajes, parece desplomarse en un último tercio en una especie de gesto anonadado. Mientras reduce su foco de acción de lo global (la sociedad, las revueltas, la policía, los mecanismos del poder) a lo concreto (la paternidad, la familia, la monstruosidad de lo cotidiano) va perdiendo también el pulso, hasta el punto de que en los últimos minutos hay que realizar un denodado esfuerzo para no sucumbir en la vergüenza ajena. Algunos de los planos —un encuentro fortuito entre cuatro cuerpos que parecen estar escapando unos de otros que desemboca en una parodia involuntaria del slapstick— generaron carcajadas sofocadas en la sala. Lo mismo se puede decir de una conclusión que no tiene ningún tipo de verosimilitud narrativa y un último plano tan extrañamente subrayado que sorprende que un director tan inteligente como Rasoulof no se diera cuenta de lo que estaba rodando.

    Ahora bien, si somos capaces de mirar con cierta proporción la obra y atender al complejo sistema narrativo que propone —y a los riesgos internos que entraña—, podemos desentrañar gestos profundamente meritorios. En lo tocante al ritmo, por ejemplo, el director sabe prodigiosamente cuándo ralentizar o acelerar la acción, cuándo hay que abismarse en un gesto mediante un largo y sostenido plano detalle, cuándo dejar la música sonar o cuándo silenciarla. Tiene una capacidad realmente notable para romper el código aparentemente realista que domina su discurso para abismarse en la pesadilla y encontrar el encuadre y la distancia perfecta en cada mostración. Eso que Alain Bergala denominó recientemente el «intervalo» se aprecia con una precisión pasmosa en la cinta de Rasoulof desde el primer plano. Es precisamente en los detalles donde la cámara se vuelve asombrosa. Una mano que entrega una pistola a otro hombre. Otra mano que extrae perdigones de un rostro. Una tercera mano que acaricia el vello facial al caer la noche. Manos, rostros, balas, heridas, todo va generando una coreografía fascinante antes de que la película descarrile, y con todo eso hay que quedarse obligatoriamente.

    Entretanto, mientras la película avanza, el director incorpora fragmentos reales rodados por teléfonos móviles de las revueltas que tuvieron lugar tras el asesinato de Mahsa Amini, la joven kurda torturada por no cumplir con la obligatoriedad del hiyab. El uso de dicho material de archivo resulta éticamente complejo y resbaladizo. Por un lado, cumple una función de difusión al obligarnos al público occidental a contemplar de primera mano las grabaciones de la barbarie, las palizas, los abusos, las cargas policiales, los cadáveres, la sangre derramada. Por otro, es obvio que Rasoulof se vale de dicho contenido audiovisual para reforzar su propia ficción y situar a los personajes en unas coordenadas indubitables que, de puro remarcadas, en ocasiones parecen poco sinceras. Las imágenes ilustran, pero uno intuye que la película funcionaría de manera muy similar —quizá incluso mejor— sin ellas. Las hibridaciones entre documental y ficción deben someterse a una extraordinaria delicadeza, y aquí parecen más bien detener o agujerear el relato, sin tener más peso que su propia mostración («Esto ha ocurrido»), pero desconectándose paulatinamente del drama íntimo del resto de protagonistas.

    Al contrario, como sugería anteriormente, la película crece cuando abandona el gesto cotidiano, cuando no tiene que explicarse a sí misma —las conversaciones entre padre e hijas a la hora de cenar, por ejemplo—, sino cuando se plantea directamente como una pesadilla política. En esta dirección, esos planos de los juzgados con los héroes iranís troquelados y punteando el pasillo con un gran angular tras los que reptan los detenidos son terroríficos. La escena del interrogatorio familiar es tan absolutamente espeluznante, Rasoulof muestra tal dominio de las relaciones entre cuerpo, composición y encierro, que golpean con mucha más fuerza que los clips de metraje encontrado. La ficción que se emborrona en lo que parece un laberinto kafkiano de confesiones, mentiras, traiciones, sombras y conspiraciones es, sin duda, lo mejor y lo más logrado de la película. La oscilación entre los despachos del horror en los que se firman penas de muerte a granel y la casa convertida de pronto en un campo de batalla hubiera podido resultar perfecta, pero es tan arriesgada —y tan compleja— que uno tiene la sensación de que el director pierde el control de sus materiales y termina por arrojar como puede los restos con tal de que su mensaje llegue a buen puerto.

    Por encima de todas estas consideraciones, como decía al principio, estará siempre la defensa a la vida, el apoyo al gesto creador y el reconocimiento total a un director que rueda —y la expresión aquí, me temo, debe ser tomada en toda su literalidad— con una valentía suicida. El cine de Rasoulof puede no ser perfecto, pero es políticamente aguerrido y no tiene nada que ver con los juegos burgueses con los que habitualmente se pretende limpiar conciencias de propios y extraños. En esta dirección, los logros de La semilla de la higuera sagrada son gigantescos y esperamos que la Historia los sitúe en la posición que, sin duda, merecen. ♦


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