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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La patria perdida

    || Críticas | Mostra de Valencia 2023 | ★★★★☆ |
    Lost Country
    Vladimir Perišić
    Chándales serbios de poliéster


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia |

    ficha técnica:
    Serbia, 2023. Dirección: Vladimir Perišić. Guion: Vladimir Perišić, Alice Winocour. Fotografía: Sarah Blum, Louise Botkay. Montaje: Martial Salomon. Reparto: Jovan Ginic, Jasna Duričić, Miodrag Jovanović, Lazar Ković, Pavle Čemerikić. Producción: Easy Riders Films, KinoElektron, Red Lion Sarl, Kinorama, Trilema, Arte France Cinéma. Distribución: Surtsey Films.

    Abuelo y nieto, alrededor de las últimas luces de un atardecer, o de un recuerdo (quizá sean lo mismo), en la fogata de las viejas batallas, los partisanos, el antifascismo, la lucha armada. Siempre se recuerda algo (un beso, un partido de fútbol, un disparo) para que otra generación no tenga que hacerlo, e inevitablemente, la memoria siempre acaba deshojada y apartada con un gesto de malhumor por el próximo hacedor de cadáveres. Siempre hay una buena razón para ampliar los cementerios, y Lost Country (Vladimir Perišić, 2023) explora la Serbia de los últimos noventa, lo que casi es decir lo mismo que la Europa entera de la segunda mitad del XX. La película funciona como el reverso oscuro y sucio de Papá está en viaje de negocios (Otac na sluzbenom putu, Emir Kusturica, 1985) y lo que allí era un realismo mágico y una barriada de reflexión amarga sobre el campo de reeducación y el delegado del partido comunista, aquí se convierte en una cinta hermética y oscurecida, casi anonadada en su propio dolor.

    La película está focalizada casi por completo en Stefan (Jovan Ginic), un adolescente gélido y detenido en su propio tiempo, anonadado en las encrucijadas de la Historia y que mantiene —quizá sea lo más difícil— una absoluta máscara de hieratismo mientras se despliega el metraje. Intérprete frío, de gesto adusto y extrañamente maduro para el peso mismo del mundo que cae sobre sus hombros, Ginic va construyendo escena tras escena un cuerpo desconectado, flotante, un niño/títere que parece contenerlo todo: el amor, el odio, el descubrimiento, el deseo. Incluso el final de la cinta está voluntariamente distanciado, casi como si ocurriera en otra galaxia mucho más oscura, con otro código cinematográfico donde el dramatismo fuera propiamente un pecado. Lo que queda es un personaje tan heredero de los cuerpos en errancia de la modernidad cinematográfica como de los adolescentes congelados de Haneke, si bien esto último se aprecie más en una cierta fisionomía que en otra cosa.

    En el otro polo de la ecuación está Marklena, la Jasna Djuricic que había levantado a la titánica protagonista de Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020), y que ahora retorna de nuevo para ser cuerpo y rostro y miedo y muerte, pero con la máscara amable de una alta representante del Partido Comunista. La Djuricic es una actriz majestuosa, de otro planeta, y aquí consigue convertir su rostro en una máscara viscosa, en un Edipo insoportable que va canibalizando a su hijo adolescente, escena por escena. Todo ese cuerpo helado y difícilmente legible del adolescente contrasta con una madre voraz, madre-cocodrilo de mucho abrazo y mucha mentira, y mucho diente afilado. Una madre que se come a un hijo y a una nación, y por el camino, va haciéndole cosquillas al ángel de la Historia de Benjamin con la claridad de haber sido elegida como arma de la revolución. Las escenas en las que no deja de hablar de comida (pasteles, pescados, champán…) mientras los compañeros de clase de Stefan van mercadeando como pueden en alacenas vacías y hermanos detenidos, son simplemente terroríficas. Hay algo de la voracidad materna, pero también de la voracidad política, y así la madre-cocodrilo se va nutriendo de la película misma, hasta que no tiene más remedio que ser expulsada del metraje. Es hermoso que la Djuricic haya pasado de ser la madre sufriente de Aida a ser la madre caníbal y freudiana de Lost Country.

    Y así, como el imposible cordón umbilical entre madre e hijo, como la imposible paz histórica entre víctimas y verdugos, va avanzando la película hasta que se asfixia sobre sí misma. Gana en los momentos de extraña amabilidad cotidiana, las canciones en la radio y los jóvenes que creen que hacen la revolución besándose, tocando los tambores o haciendo performances artísticas en planos que muestran a las claras la ausencia de figuración. Gana también en los movimientos sensualísimos de la piscina que parecen sugerir tórridos deseos inconfesables. Gana en los pequeños detalles de época: las manifestaciones vecinales, las clases retorcidas y llenas de propaganda, los chándales sucios de poliéster y mucha pobreza, el frío constante de una Serbia otoñal y policía en alerta.

    Serbia de ausencias del futuro, por así decirlo, aunque el futuro venía a toda leche y en dirección contraria.


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