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    Crítica | El cazador de recompensas

    || Críticas | ★★☆☆☆
    El cazador de recompensas
    Walter Hill
    Por un puñado de dólares


    José Martín León
    Telde (Las Palmas) |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2022. Título original: Dear for a Dollar. Director: Walter Hill. Guion: Matt Harris, Walter Hill. Producción: Kirk D'Amico, Neil Dunn, Carolyn McMaster, Berry Meyerowitz, Jeff Sackman, Jeremy Wall. Productoras: Chaos, a Film Company, Polaris Pictures. Distribuidora: Quiver Distribution. Fotografía: Lloyd Ahern II. Música: Xander Rodzinski. Montaje: Phil Norden. Reparto: Christoph Waltz, Willem Dafoe, Rachel Brosnahan, Warren Burke, Brandon Scott, Benjamin Bratt, Luis Chávez, Hamish Linklater, Diane Villegas, Guy Burnet, Fidel Gomez, Scott Peat, Alfredo Quiroz.

    Vaya por delante que el regreso de un cineasta clásico como Walter Hall a la dirección, rebasados los 80 años, siempre será recibido con el máximo respeto que merece. Aun cuando la obra de su última etapa –especialmente casi todo lo que siguió a su “maldita” incursión en la ciencia ficción Supernova (2000), con la excepción de su notable miniserie Los protectores (2006)– esté muy lejos de sus mejores logros, no se puede olvidar que el señor Hill fue uno de los directores que más hicieron por dignificar un género tan a menudo denostado como el de la acción. A él debemos espléndidos títulos como El luchador (1975) –de lo mejorcito protagonizado por el hierático Charles Bronson–, Driver (1978), La presa (1981) o Cruce de caminos (1986), pero también clásicos tan emblemáticos como The Warriors (1979), Límite: 48 horas (1982) o Calles de fuego (1984), sus películas más famosas. El director nunca ha ocultado, sin embargo, que el western es su género favorito, cultivándolo en cintas como Forajidos de leyenda (1980), Gerónimo: una leyenda (1993), Wild Bill (1995) y la citada Los protectores –incluso, por qué no decirlo, en thrillers suyos como Traición sin limites (1987) o El último hombre (1996) tomaba muchos elementos del género en un contexto más contemporáneo–. Justo a él ha regresado en su último trabajo recién estrenado en las salas de cine españolas, este El cazador de recompensas con el que rinde tributo a uno de los maestros del género, Budd Boetticher, responsable de joyas como Tras la pista de los asesinos (1956), Los cautivos (1957) o Cabalgar en solitario (1959). Por desgracia, no se puede decir que la película recupere el mejor pulso de uno de los cineastas fundamentales de los 70 y 80, pero, al menos, sí consigue borrar, en parte, el mal recuerdo de su anterior Dulce venganza (2016), aquella floja cinta de acción, a mayor gloria de Michelle Rodriguez, que pasó con más pena que gloria, y que parecía que acabaría siendo el testamento cinematográfico de Hill.

    El cazador de recompensas es una serie B como aquellas que Boetticher sabía bordar sin grandes medios, pero con una concisión y una sencillez que se convertían en sus mejores armas. Cuenta con una historia en la que se acumulan todo tipo de tópicos y lugares comunes del género, así como unos personajes de una pieza y totalmente arquetípicos, a pesar de que se aprecia en el guion cierto esfuerzo en otorgar de ambigüedad moral a algunos de sus protagonistas. El encargado de convertirse en el Randolph Scott particular de Hill es un gran actor como Christoph Waltz, quien ya demostró su eficacia en este tipo de menesteres en varios títulos de Quentin Tarantino. Él es el cazador de recompensas Max Borland, un tipo que presta sus servicios al mejor postor, por un puñado de dólares, sin pensar demasiado en si está bien o mal lo que hace. La historia comienza en Texas, en 1892, con Borland siendo contratado por el esposo de una mujer de buena familia para que la traiga de regreso a casa, después de haber huido a México junto a su amante, un hombre negro que ha desertado del ejército por amor. Este es solo el punto de partida de un argumento plagado de personajes secundarios, con sus subtramas de cuentas pendientes y venganzas varias, destinados a confluir en un desenlace en el que solo podrán sobrevivir los más fuertes. En El cazador de recompensas nadie es totalmente inocente. Adaptándose a los tiempos que corren, la protagonista femenina, Rachel (muy correcta Rachel Brosnahan) se presenta como una mujer rebelde y empoderada, oveja negra de una familia adinerada, que responde a las continuas infidelidades del esposo pagándole con la misma moneda y comenzando un romance interracial que amenaza con ser un gran escándalo de ver la luz. Elijah, el amante desertor, y Alonzo Poe, el ayudante de Borland en su misión –simpático rol que corre a cargo de un Warren Burke que, junto a Waltz, desarrolla una química cercana al buddy film que Hill explotara en Límite: 48 horas o Danko: Calor rojo (1988)–, son antiguos compañeros del ejército, protagonistas de una amistad traicionada. La galería de villanos es amplia, desde el pistolero Joe Cribbens (estupendo Willem Dafoe), que busca vengarse del cazarrecompensas que le envió a prisión en el pasado; el propio marido contratador, con maliciosos planes contra su adúltera esposa; o ese temible Tiberio Vargas encarnado por Benjamin Bratt, dueño de la mayor parte de las tierras donde se desarrolla la trama, un tirano que atemoriza a todos los ciudadanos junto a su banda de pistoleros.

    La película tiene buenas intenciones y un argumento, en principio, interesante, salpicado de giros de guion imprevisibles y atractivos. Waltz, Dafoe y, en menor medida, Brosnahan, están bastante bien en sus papeles, algo que no se puede decir de la mayoría de secundarios, muy sobreactuados y tendentes a caer en la caricatura, a quienes unos diálogos, a menudo algo ridículos, poco ayudan. Mientras que Hill demuestra que aún sabe cómo rodar la acción en un clímax final generoso en tiroteos, el resto del metraje adolece de un montaje un tanto torpe (esas transiciones con cortinillas entre escenas o los flashbacks en blanco y negro chirrían un poco) y un acabado visual anodino, ya que la fotografía en tonos sepia de Lloyd Ahern II huye de la espectacularidad propia de esos grandes paisajes e inmensos cielos característicos de los westerns clásicos de John Ford, apostando por una estética más minimalista y polvorienta (más cercana al spaghetti western de Leone), utilizando pocos escenarios, casi todos en el pueblo donde transcurre la mayor parte de la historia, entre partidas de cartas, enfrentamientos con látigos y altercados con los representantes de la ley del lugar. Podría decirse que El cazador de recompensas es un western que poseía todos los ingredientes sobre los que construir una obra vigorosa y emocionante, pero al director le ha faltado energía para insuflarle vida. Le ha quedado una cinta muy irregular, con momentos en los que se vislumbra levemente la gran película que podría haber sido –las batallitas de personajes turbios en busca de redención y las historias de amor abocadas a la tragedia tienen gran facilidad para calar en el público y mucho de esto hay–, opacados por otros mucho más cutres en los que no se aprecia la personalidad de su realizador por ningún lado. A su manera, estamos ante una anomalía dentro de la actual oferta de las carteleras, ya que se encuentra en una extraña tierra de nadie donde lo clásico convive con lo contemporáneo sin demasiada armonía. Con todos sus defectos, El cazador de recompensas es un western considerablemente entretenido, que ya merece la pena por el simple hecho de constatar que Hill, a sus 81 años, sigue sin plegarse a las modas impuestas por Hollywood y, aun así, continúa encontrando su hueco en las carteleras de cine, entre superproducciones de Marvel y comedietas familiares. Eso ya es un triunfo.


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