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    Crítica | El imperio de la luz

    || Críticas | ★★★★☆
    El imperio de la luz
    Sam Mendes
    El cine como evasión


    José Martín León
    Telde (Las Palmas) |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2022. Título original: «Empire of Light». Dirección: Sam Mendes. Guion: Sam Mendes. Producción: Pippa Harris, Sam Mendes. Productoras: Coproducción Reino Unido-Estados Unidos; Neal Street Productions, Searchlight Pictures. Fotografía: Roger Deakins. Música: Trent Reznor, Atticus Ross. Montaje: Lee Smith. Reparto: Olivia Colman, Michael Ward, Colin Firth, Toby Jones, Tom Brooke, Tanya Moodie, Hannah Onslow, Crystal Clarke. Duración: 119 minutos.

    Desde su espectacular debut con la célebre American Beauty (1999) –ganar los Oscars a mejor película y director con una ópera prima es una hazaña al alcance de muy pocos–, Sam Mendes se ha convertido en un cineasta que es sinónimo de calidad, siendo poseedor de una versatilidad que le ayuda a moverse en todos los géneros con idéntica maestría. Su nombre ha sido asiduo a las temporadas de premios, acaparando nominaciones con cada nuevo trabajo que ha estrenado. Nos ha regalado un par de joyas del cine bélico, del calibre de Jarhead (2005) y 1917 (2019); una obra maestra del cine negro contemporáneo de la talla de Camino a la perdición (2005) –que abrazó la grandeza, además, por haberle propinado a Paul Newman su último (y grandísimo) papel en el cine–; un demoledor drama intimista sobre la desintegración de una pareja, como Revolutionary Road (2008), donde unos excepcionales Leonardo DiCaprio y Kate Winslett se entregaron en cuerpo y alma a mostrar el lado más amargo de ese amor que habían idealizado en Titanic (James Cameron, 1997); o dos entregas de James Bond, tales como la magnífica Skyfall (2012) –con Javier Bardem tocando el cielo como uno de sus mejores villanos– y la menos distinguida, aunque apreciable, Spectre (2015). Incluso, probó Mendes fortuna en la comedia con Un lugar donde quedarse (2009), su filme más modesto hasta la fecha. Con semejante trayectoria que le avala, no deja de resultar sorprendente la poca presencia que ha tenido su último trabajo, El imperio de la luz, en la reciente carrera de premios, más aún cuando lo protagoniza una actriz de la talla de Olivia Colman, tan acostumbrada, igualmente, a recibir todo tipo de distinciones con cada nueva lección de interpretación que ofrece. La respuesta habría que encontrarla en la propia naturaleza de una película atípica dentro de la formidable obra de su director, tan inclasificable y extraña que no está hecha para todo tipo de paladares.

    Cohabitan dentro de El imperio de la luz varias películas, todas ellas interesantes, aunque, tal vez, estén ensambladas entre sí de un modo errático que, a la postre, le otorga al producto un carácter ciertamente especial. Por un lado, está ambientada en un periodo muy concreto del conservador Reino Unido de Margaret Thatcher, unos principios de la década de los 80 muy convulsos, con olas de violencia asaltando sus calles en forma de desatados hooligans que arrasan con todo. Refleja la cinta ese clima de creciente tensión e inseguridad ciudadana, a través, especialmente, de las vicisitudes del coprotagonista masculino de la historia, Stephen (muy bien interpretado por Michael Ward), un chico negro que sueña con estudiar en la universidad y que empieza a trabajar como acomodador en el Empire, un suntuoso cine que, en el pasado, conoció tiempos mejores, enclavado a pie de playa en una pequeña región de la costa este de Londres. Asistimos al continuo acoso que el joven sufre por la calle por parte de grupos de skinheads, o, de forma más soterrada, los desprecios que los propios clientes más clasistas del cine le profieren por el color de su piel. Por otro lado, es el filme de Mendes un poderoso retrato femenino, el de esa Hilary a la que Olivia Colman llena de matices en una interpretación que roza lo sobresaliente, algo a lo que la actriz británica ya nos tiene acostumbrados. Su encarnación de una gris mujer de mediana edad, triste “chica para todo” en el Empire –lo mismo vende entradas, que sirve palomitas y golosinas, limpia las salas vacías y sacia las necesidades sexuales de un abusador gerente (Colin Firth en uno de sus personajes más desagradables)–, que mantiene adormecida su enfermedad mental (padece esquizofrenia) a base de una fuerte medicación que la ha convertido en casi una autómata. Ella es, en el fondo, una mujer sensible, culta y con un mundo interior mucho más profundo y soñador del que deja ver. El imperio de la luz presenta a estas dos criaturas heridas e incomprendidas, que, como no podría ser de otro modo, acaban dándose la fuerza mutua para salir adelante, viviendo un amor clandestino que desafía todos prejuicios de una sociedad retrógrada y cruel.

    Otro de los elementos más atractivos de la película es la hermosa carta de amor al cine que Mendes traslada desde su guion y el enorme fotógrafo Roger Deakins, colaborador habitual del director en sus mejores obras, se encarga de plasmar en hermosísimas imágenes. Visualmente, El imperio de la luz es todo un prodigio –escenas como la de la pareja contemplando los fuegos artificiales de fin de año desde la azotea del Empire, o la de Hilary emocionada, en soledad, ante la proyección de Bienvenido, Mr. Chance (Hal Ashby, 1979), son de una belleza cautivadora, de esa que se queda grabada en la retina del espectador por mucho tiempo–, sacando el máximo partido al encanto intrínseco de las viejas salas de cine, esas que se convirtieron en la válvula de escape para tantas personas en unos tiempos difíciles. La presencia de un personaje secundario tan adorable como el proyeccionista encarnado por el siempre grande Toby Jones no hace más que potenciar el carácter dulzón de su visión sobre esta profesión de fabricantes de sueños, pese a que dicho tono amable –esto no es el Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) de Mendes, ni pretende serlo– se rompa abruptamente en algunos pasajes –el violento asalto al cine por los skinheads, el continuo acoso sexual del jefe hacia Hilary–. La historia de amor es lo suficientemente evocadora (paseos por la playa, citas secretas en las antiguas salas superiores, ahora cerradas y convertidas en un enorme y solitario palomar sacian las expectativas de los aficionados a los romances cinematográficos), pero nunca llega a caer en lo sentimentaloide, ya que las circunstancias que atraviesan los dos amantes son tan duras que resulta imposible idealizar su relación. El imperio de la luz es, por todo esto, una encantadora anomalía dentro de la filmografía de su director. Una historia de amor imposible, salpicada de denuncia social hacia la violencia racial, la incomprensión que viven los enfermos mentales, el acoso machista en el trabajo, y, de fondo, el enorme poder del cine para sanar las heridas y hacer olvidar tanto dolor. Tal vez, ha querido abarcar mucho Sam Mendes en esta historia y, pese a una irregularidad que era imposible de esquivar, dadas las características del proyecto, le ha quedado un trabajo hermosísimo en su imperfección, que aúna belleza y dolor con mano maestra.


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