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    Crítica | Coraje

    || Críticas | Mostra de Valencia 2022 | ★★★★☆ |
    Coraje
    Ali Asgari
    Retrato de la niña errante


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia|

    ficha técnica:
    Irán, Francia y Qatar. Título original: Ta Farda. Título internacional: Until Tomorrow. Dirección: Ali Asgari. Guion: Ali Asgari, Alireza Khatami. Fotografía: Rouzbeh Raiga. Música: Ali Birang. Reparto: Sadaf Asgari, Ghazal Shojaei, Amirreza Ranjbaran, Nahal Dashti, Babak Karimi. Producción: Novoprod.

    En un esquinazo de Irán, una niña es atendida por una madre soltera. La niña ha venido al mundo con el estigma de la errancia, esto es, con el camino siempre polvoriento de tener un padre en otro lado, a otra cosa. Su madre, una dulcísima Fereshteh (Sadaf Asgari), se pasea entre fogones y entregas, patucos y pañales, diseños y responsabilidades, rebotando de una vida a otra. Fereshteh, que ya no puede ser niña, pero en la que a veces todavía se le traduce el gesto de su propia adolescencia abandonada a toda prisa, sumergida en una maternidad deseada a medias. Fereshteh tiene unos padres, abuelos de la niña errante que no saben que lo son, que piensan que su hija es una universitaria modelo de la capital, la niña impecable que criaron y a la que pusieron a secar bajo el sol de lo respetable. Pero claro, Fereshteh, como casi todos, tiene unos padres que esperan de ella lo que no puede ni quiere darles, y así la tragedia está servida. Todos, de alguna manera, condenados a decepcionarse.

    Con estos mimbres, Ali Asgari despliega un thriller terrible o un melodrama familiar sombrío, a ratos. El problema es viscoso e irrenunciable: qué hacer con esa niña a la que únicamente quiere su madre y una amiga leal, qué hacer con esa reputación que debe ser siempre blanquísima como las sábanas del alma, qué hacer con las comadres que cierran la puerta en la urbanización, con el dinero que se invierte en cada huida, con la amenaza constante de que alguien pueda nutrirse de la fragilidad, de la tremenda ternura que exige el cuidado. Porque cuidar, ya se sabe, es siempre una complicación y un desplazar el deseo, un gesto ético que todos hacen mejor desde la barrera. La película despliega a veces el filo del debate, pero con extremo cuidado: cómo compaginar la propia libertad y el cuidado, lo que uno hubiera podido ser en la fantasía sin los otros, la vida no vivida y la vida súbitamente momificada y madura que traen los hijos debajo del brazo. Fereshteh no lo quiere creer, pero el padre de su hija lo tiene clarísimo: el pan que trae los hijos es la súbita madurez y muerte de sus padres.

    La película se traza con precisión y sin morosidad. Asgari maneja bien la escuadra y el cartabón de su escritura fílmica, y así sabe disponer narrativamente con maestría indudable las angustias y los momentos de respiro. Dispone de una cámara generalmente distanciada, en ocasiones imperceptible, algo así como una mirada respetuosa que pone toda la carne en el asador del centro del plano y genera manchas de puro ruido alrededor de los cuerpos. En una película que trata sobre la errancia, precisamente, sabe acompañar en el movimiento sin utilizar trucos baratos, ni música angustiosa, avisando con precisión y una enorme honestidad enunciativa de aquellos momentos críticos en los que la película se dispone a virar. Salpica aquí y allá el relato con ciertas pinceladas de humor, maneja los tiempos del discurso para evitar una claustrofobia excesiva y, en una estupenda lección de dirección y montaje, se reserva cuatro ases en la manga para los últimos doce minutos de película clausurando el metraje con una elegancia envidiable.

    Ciertamente, Coraje es una película-baile, una película-persecución, pero sin aspavientos ni gestos frenéticos. Sin montajes picados ni planos con una angulación desmesurada. Película que sabe tomarse su tiempo, su luz y su medida, que sabe perfectamente hasta dónde puede presionar la verosimilitud y dónde retirarse narrativamente. En uno de los planos finales, la demolida Feresteh revisa las pertinencias de su niña errante y encuentra un chupete. Es el pequeño gesto el que reescribe toda la película y al personaje, el que abre todas las posibilidades, el que hace que Asgari espere varios minutos, paralizado, incrédulo, en el simple ejercicio de retratar ese momento concreto del viaje. Las líneas del amor (hacia su amiga, hacia su hija), están en ese chupete sin el que la pequeña niña errante romperá probablemente a llorar en mitad de la noche. La ética es regresar, es cancelar toda la pesadilla del día, es sumergirse finalmente en el pozo negrísimo de la responsabilidad para hacer lo que uno realmente le desea, amorosamente, a la protagonista: que le prenda fuego a las sábanas limpias del alma que le legaron sus padres, que recoja a manos llenas el escándalo, que pueda legárselo como un inmenso triunfo a su hija. Y es que ahí está la cuestión con la que la cinta termina, en ese fastuoso plano de seguimiento entre luces y oscuridad rodado en las escaleras de la urbanización: una hija merece una madre imperfecta, una hija merece una madre fracasada, una hija merece que el amor tiemble, sea dudoso, sea costoso y destructivo… y aún así, qué duda cabe, una hija merece que el amor de su madre sea, a veces, incondicional.


    Ta Farda, Ali Asgari
    Palmera de Oro de la Mostra de Valencia 2022.

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