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    Crítica | El caso Villa Caprice

    Has tenido mala suerte

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «El caso Villa Caprice», de Bernard Stora.

    Francia, 2020. Título original: «Villa Caprice». Director: Bernard Stora. Guion: Pascal Robert-Diard y Bernard Stora. Productores: Thierry de Clermont Tonnerre, Sylvain Goldberg, David Grumbach, Jean-Pierre Guérin, Cédric Iland, Nadia Khamlichi, Adrian Politowski, Bastien Sirodot. Productoras: JPG Films, Bac Films, France 3 Cinéma, Umedia, Canal +, Ciné +, France Télévisions, La Région Île-de-France, CNC, Procirep, Sofica Manon 10, SG Image 2018, uFund. Fotografía: Thomas Hardmeier. Música: Vincent Stora. Montaje: Margot Meynier. Reparto: Niels Arestrup, Patrick Bruel, Irène Jacob, Paul Hamy, Michel Bouquet, Laurent Stocker, Éva Darlan, Claude Perron.

    Es frecuente encontrar en la obra de Balzac hombres de leyes enfrentados a situaciones que ponen a prueba su moral o su ética. Balzac estudió Derecho y trabajó como pasante de abogado antes de dedicarse a la escritura, de modo que algo sabía de estos asuntos de conciencia. En suma, de la maldad y la bondad humana en momentos críticos. Luc Germon, el abogado protagonista de El caso Villa Caprice, parece extraído precisamente de una novela de Balzac. En concreto, la película guarda tal relación de proximidad con Un asunto tenebroso, que bien podría decirse que Luc es una versión actualizada de aquel Malin que se debatía entre la justicia, el patriotismo y su honor de clase. Un enorme Niels Arestrup –y cuándo no– presta su sutileza y su corpachón a este hombre que hace de la contradicción el epítome de su humanidad. Noble a la vez que ruin, fuerte a la par que débil, tan inteligente como iluso, Luc acepta la defensa de Gilles Fontaine (Patrick Bruel), un empresario de éxito acusado de trato de favor a cambio de donaciones millonarias a un político. Su lujosa mansión frente al mar, Villa Caprice, da título al filme.

    Política, corrupción, intrigas, una investigación policial. Más rastros de Balzac, por tanto, en una película que lo fía todo a la presencia imponente de este intérprete que posiblemente sea uno de los mejores actores veteranos de Francia junto con André Dussollier, a quien pudimos ver en la reciente Black Box (Yann Gozlan, 2021). Es un verdadero placer verlo caminar, comer, fumar, mesarse los cabellos, hablar por el móvil, tomar notas, ponerse las gafas o simplemente mirar. Clava cada gesto y cada palabra con una naturalidad desbordante. Ha hecho bien Bernard Stora en volcarse sobre él. Fundamentalmente porque esta historia que ha coescrito y dirigido –insisto, deudora del autor de La comedia humana– articula un pertinente, por contemporáneo, discurso sobre la fragilidad de la integridad, que habría quedado desdibujado de haberse repartido entre otros personajes. Al fijarlo en Luc, la película ofrece al espectador un centro de gravedad del que es muy difícil sustraerse; por pura inercia dramática y, ante todo, por el reconocimiento en sus miserias. Luc es un solitario que oculta su homosexualidad y cuida de su padre enfermo. Sin amigos y sin pareja, su fortuna profesional no colma una vida de frustraciones e insatisfacción.

    Villa Caprice, Bernard Stora.
    El magnetismo Arestrup-Bruel.

    «Es posible que el tiempo orille Villa Caprice en una nota a pie de página del cine francés, o que alguien, algún día, la recuerde por el binomio Arestrup-Bruel. Convendría recordarla también por su potente carga de verdad sobre la naturaleza humana».


    Fraguado en mil batallas televisivas, Stora sabe que un buen personaje salva cualquier función, y a ello se entrega de la mano de Arestrup en una composición memorable. Es probable que esta sea también una estrategia para disimular un estilo de realización plano y convencional, aunque sin llegar a lo académico, pues, como acabo de indicar, Stora se ha desempeñado principalmente en la televisión francesa. El caso Villa Caprice es una película de intérpretes, no de imágenes, pero a la manera de ese viejo cine europeo de clase media que hasta hace no tantos años alegraba el circuito de versión original con propuestas sin mayor ambición que la de contar bien una historia. El cine que hacía rentables las salas, no lo olvidemos, por la concurrencia del público adulto. Stora lo logra, sin duda, y por momentos además se permite soñar con ser Chabrol –Nancy (Irène Jacob), la mujer de Gilles es un personaje claramente derivado del imaginario del director de Las ciervas (Les biches, 1968)– o Tavernier, al que invoca en el retrato de una sociedad donde lo colectivo ha sido sustituido por un ánimo individualista, cínico y feroz. No es casual que Gilles, insomne, disfrute de la conducción por París a altas horas de la madrugada, cuando las calles están vacías, o que la culminación de sus aspiraciones sea un palacete apartado del mundo y en el que su esposa es uno más de tantos muebles lujosos.

    Son apuntes, nada más, pero suman a favor de un trabajo que narra con convicción y posiblemente con conocimiento de causa –Stora está a punto de cumplir 80 años– la desintegración de un hombre esencialmente bueno que se extravía por el camino más peligroso: la búsqueda de la (falsa) belleza. La Callas nunca desafina. Decía Somerset Maugham que los grandes novelistas, y se refería expresamente a Balzac, construyen mejor a los personajes malos que a los buenos. Si Luc pudiera ser su Malin, Gilles encajaría como un guante en su Fouché. A Patrick Bruel, otra bestia de la interpretación francesa, le basta media sonrisa (borrarla o dibujarla) para expresar la doble moralidad de nuestro mundo y a qué estamos condenados: si todo tiene un precio, todos somos mercancía. Esa es la última línea roja de Luc; por ello, cuando se sorprende al otro lado de la misma toma la decisión más difícil y valiente. Otros, muchos, prefieren el servilismo disfrazado de independencia. Es posible que el tiempo orille Villa Caprice en una nota a pie de página del cine francés, o que alguien, algún día, la recuerde por el binomio Arestrup-Bruel. Convendría recordarla también por su potente carga de verdad sobre la naturaleza humana. La peor elección es la que se toma por miedo.


    Raúl Álvarez |
    © Revista EAM / Madrid


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