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    Crítica | Silent Night

    Apocalipsis doméstico

    Crítica ★★★☆☆ de «Silent Night», de Camille Griffin.

    Reino Unido, 2021. Título original: Silent Night. Dirección: Camille Griffin. Guion: Camille Griffin. Compañías productoras: Maven Screen Media, Marv Films. Fotografía: Sam Renton. Música: Lorne Balfe. Diseño de producción: Franckie Diago. Vestuario: Stephanie Collie. Producción: Matthew Vaughn, Trudie Styler, Celine Rattray. Reparto: Roman Griffin Davis, Keira Knightley, Annabelle Wallis, Lucy Punch, Matthew Goode, Lily-Rose Depp y Sope Dirisu, Trudie Styler, Holly Aird, Gilby Griffin Davis, Hardy Griffin Davis. Duración: 92 minutos.

    En plena efervescencia del Brexit, Jordi Costa reflexionaba con su habitual ironía sobre un cine de exaltación inglesa. Estas películas, de alcance masivo y escasa voluntad de cuestionar, configuraban el producto perfecto para «masajear el orgullo nacional». Títulos como la funcional Churchill (2017), la encantadora Su mejor historia (Their Finest, 2016) o la apabullante y formalista Dunkerque (Dunkirk, 2017) alimentaban un entretenimiento digno, más inofensivo que mordiente, sobre las glorias y paternidades pasadas de un país dispuesto a dejar la Europa contemporánea. Afortunadamente, la sátira no tardó en aparecer. La directora y guionista británica Sally Potter llegó al rescate con escueta The Party (2017), relato de una cena de reencuentro entre colegas de la high society londinense como espejo despiadado de una clase política, un país y hasta un continente. Llama la atención que Silent Night (2021) de la directora inglesa Camille Griffin —ganadora en Sitges del premio al mejor guion— proponga una premisa gastronómica parecida. La comida como pretexto para que volvamos a reírnos de lo equivocados que estamos. Solo que, esta vez, la historia llega en un momento donde la campaña ideada por Dominic Cummings está más que consumada. Ahora, el cuento ya no tiene que ver con la fiesta de altos cargos y ministra incluida que filmó Potter, sino con la última cena de un grupo de familias de clase media que se reúnen para celebrar la Navidad a ritmo de José Feliciano en una majestuosa casa de campo. La mejor despedida de un mundo que, a partir de la medianoche, no volverá a ver la luz del sol. Por lo visto, una mastodóntica nube tóxica —que parece salida de una serie B de Jack Arnold— está a punto de engullir a toda la humanidad.

    Sólo Art, el niño inquieto que interpreta Roman Griffin Davis —hijo pequeño de la directora y hermano gemelo de Gilby y Hardy, que también aparecen en el filme— se muestra contrario a aceptar la situación. Su mirada —que se enfatiza en un momento capital— es la del rebelde doméstico en la era de la (des)información. A su lado, Keira Knightley, Matthew Goode, Annabelle Wallis, Lucy Punch, Lily-Rose Depp y Sope Dirisu conforman las otras puntas de lanza de un reparto ambiciosamente coral. Se nota el reto narrativo a la hora de interconectar de forma orgánica los distintos personajes masculinos y femeninos, adultos y adolescentes, estúpidos o ansiosos; lo que da pie a un gozoso entramado de réplicas que obedece tanto a la comedia de enredo como a un leve intento de reflejar nuestro presente. De repente, el montaje cobra tremenda importancia. Pia Di Ciaulia —responsable técnica de producciones con marcada vocación autoral como A Very English Scandal (2018) y la angustiosa Tyrannosaur (2011)— y Martin Walsh —más acostumbrado al estrés del blockbuster hollywoodiense en títulos como Wonder Woman (2017) y Liga de la Justicia (Justice League, 2017)— integran un tándem equilibrado. En este sentido, la película despliega un dominio en el corte de plano que permite a la imagen tomarle el pulso a la narración nerviosa de Griffin.

    Silent Night, Camille Griffin
    Sección oficial del Festival de Sitges.

    «La buena cineasta se encuentra aquí, cuando juega a la disaster movie ecológica de bajo coste y aborda el apocalipsis como si fuera una sinécdoque, a medio camino entre la trampa y el ingenio. El problema de esta fábula moral sobre amistades confinadas es que está descompensada. Funciona mejor cuando apuesta por la síntesis que hundiendo cuchillos sin llegar al hueso».


    No obstante, el talón de Aquiles de todo esto lo revela una inevitable comparación. La premisa de Griffin —que debuta detrás de la cámara— es simple y su capacidad para encadenar gags, eficaz. Pero sus dardos no son tan afilados como los de Potter. Aunque el diálogo entre personajes —auténtica clave de bóveda del filme— sea enérgico y frenético, el humor que maneja no alcanza el nivel de complejidad orquestado en una propuesta tan susceptible de ser citada como The Party. La realizadora dispara chistes y remata escenas rápidamente a golpe de punch line. Potter, sin embargo, conseguía transmitir un valor, tan preciado en una obra de cámara, como la sutileza. Griffin no se queda corta, pero Potter iba más allá. Mediante un reparto de veteranos de primera línea, trasladaba la eterna tensión entre tories y laboristas —con el Europa sí, Europa no, de fondo— sobre la alfombra de un lujoso apartamento y escenario simbólico. En cuanto a Silent night le toca bromear en lo político, en cambio, no siempre resulta perspicaz. En ocasiones, el humor se simplifica, se bromea ligeramente sobre las teorías de la conspiración y el chiste se despacha al grito de: «¡Seguro que es culpa de los conservadores!». En otras, Griffin consigue transmitir sin necesidad de esclarecer. Nos priva de lo que está ocurriendo fuera de la casa y dosifica la dimensión fantástica del relato a cuentagotas. Escenas como la del regalo envuelto con sugerentes páginas de periódico, la app ministerial con tutorial eutanásico o el rutilante outfit que luce Wallis, comprado con el depósito bancario de una hija que nunca irá a la universidad, conforman una imagen fragmentaria sobre la magnitud de la tragedia sin perder de vista la finalidad cómica del relato. La buena cineasta se encuentra aquí, cuando juega a la disaster movie ecológica de bajo coste y aborda el apocalipsis como si fuera una sinécdoque, a medio camino entre la trampa y el ingenio. El problema de esta fábula moral sobre amistades confinadas es que está descompensada. Funciona mejor cuando apuesta por la síntesis que hundiendo cuchillos sin llegar al hueso.


    Carles M. Agenjo |
    © Revista EAM / Barcelona


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