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    Crítica | Última noche en el Soho

    Y los juegos, juegos son

    Crítica ★★★★☆ de «Última noche en el Soho», de Edgar Wright.

    Reino Unido, Estados Unidos, 2021. Dirección: Edgar Wright. Guion: Krysty Wilson-Cairns, Edgar Wright. Compañías productoras: Complete Fiction, Focus Features, Film4 Productions, Working Title Films. Productores: Nira Park, Edgar Wright, Eric Fellner, Tim Bevan. Presentación oficial: Mostra de Venecia (Fuera de Competición). Música: Steven Price. Fotografía: Chung Chung-hoon. Operador: Chris Bain. Montaje: Paul Machliss. Reparto: Anya Taylor-Joy, Thomasin McKenzie, Matt Smith, Terence Stamp, Diana Rigg, Rita Tushingham, Synnove Karlsen, Joakim Skarli, Andrew Bicknell, Colin Mace, Michael Ajao, Will Rogers, Will Rowlands, Craig Anthony-Kelly, Lisa McGrillis, James Phelps, Oliver Phelps, Jessie Mei Li, Michael Jibson, Connor Calland, Katrina Vasilieva, Abdul Hakim Joy, Milica Guceva. Duración: 118 minutos.

    Dos chicas jóvenes –una rubia, otra morena– bailan, interpretando los gestos de la otra a cada lado de un agujero, presunto espejo. Como toda personalidad (fílmica) desdoblada, la joven rubia encarna la versión virtual-onírica, de la morena; doble fantasmático de una mente escapista. Foucalt lo enunciaría de la siguiente forma: Sandy (Anya Taylor-Joy) duplica la personalidad de su creadora actual, la virginal Eloise (Thomasin McKenzie), y le permite así huir de su propia realidad. La traslada al otro lado del espejo para que, al mirarse, vea en su reflejo la cara de una completa desconocida. Sin embargo, advierte el pensador que el sueño realizado, la imagen utópica, no será más que eso, un espejismo inalcanzable, y que nunca nadie podrá mirar hacia un sitio si no se encuentra en otra parte. De la utopía a la heterotopía: la imagen de Eloise mirándose en el cuerpo de otra representa el retrato de una imposibilidad materializada gracias al cine.

    La nueva película de Edgar Wright se estrena, al fin y al cabo, unos veinticinco años más tarde de aquella ola de historias de mind-fuck, cuyos protagonistas se desdoblaban (en su no-tan-sano juicio) entre la versión real y fundamentalmente imperfecta de sí mismes, y su reflejo perfecto, vocación hecha cuerpo. Casi tres décadas más tarde, ya no esperamos un momento de claridad que nos revele el estado verdadero de la vida tras la fachada (entremos o no en discursos sobre la posverdad). Hoy bastan las ricas posibilidades expresivas que ofrece la vida en las fronteras de los universos meta. La puesta en escena de Wright es clarísima en este sentido: parte de una transparencia dura, que no solo deja a la vista las maromas que encajan sus distintos elementos estéticos sino que las explota como centro verdadero de su propuesta expresiva. En la secuencia que abre este texto, las chicas ocupan las caras del agujero-espejo físicamente y a tiempo real, sin la ayuda de retoque digital alguno, de forma que la imitación de los gestos de la otra contenga siempre un mínimo grado de imperfección y de tanteo. Debe haber pequeñas fallas, pues si nos acercamos al mind-fuck con plena consciencia de su artificiosidad, si su valor se ha visto trasladado al terreno del juego, la misma ejecución de este mundo-constructo habrá de tomar una relevancia impepinable. No importa tanto (o nada) que la onírica Sandy invada la realidad de su doble virginal sino qué forma toma su llegada, es decir, qué imágenes nacerán de la conjunción/traspase entre ambos mundos.

    Last Night in Soho, Edgar Wright.
    Fuera de competición | Venezia 78.

    Homenaje inconfeso a los grandes constructores del sueño cinematográfico, la película combina mezclas intertextuales de éxito garantizado: así, en la secuencia de baile pueden convivir los espejos comunicantes de la Paprika de Satoshi Kon, los mirajes eróticos a Tecnicolor del Inferno de Henri-Georges Clouzot, amenizado el conjunto con los bailes cool del Pulp Fiction de Tarantino. Novedad ninguna, pero diversión asegurada.


    Aprendemos de las espectaculares coreografías imperfectas de Michel Gondry para visibilizar el espectáculo como acto con valor intrínseco: como en los musicales, no habrá película sin artificio, ni marionetas sin sus respectivos hilos, igual que el mundo de una nunca copará la realidad de la otra joven, no de forma total. Eloise va a infiltrarse en el mundo de su doble, primero, desde las transparencias de tal o cual reflejo en un cristal cualquiera… Cruce de mundos del todo normalizado, hemos amoldado nuestra mirada a insertarnos en paisajes en movimiento y en horizontes en fuga. El reflejo en un cristal también nos ha desdoblado y vuelto réplicas aberrantes de nosotres mismes, palpando la piel fría de la inquietud desde la seguridad que da saberse en un cuerpo físico, inalterable. Nos aventuramos en laberintos de espejos deformantes sabiendo que son solo un pasatiempo excitante. Vamos del thriller psicológico al detectivesco, del puro giallo a la acción sobrenatural. Los niveles se suceden, ensayan combinaciones nuevas de delirios heterotópicos. Un poco más de Sandy, una pizca de Eloise. Las combinaciones no son originales pero, cargadas por el enorme bagaje de referencias y guiños del genio cinéfilo de Wright, dan resultados de visionado plenamente satisfactorio. Homenaje inconfeso a los grandes constructores del sueño cinematográfico, la película combina mezclas intertextuales de éxito garantizado: así, en la secuencia de baile pueden convivir los espejos comunicantes de la Paprika de Satoshi Kon, los mirajes eróticos a Tecnicolor del Inferno de Henri-Georges Clouzot, amenizado el conjunto con los bailes cool del Pulp Fiction de Tarantino. Novedad ninguna, pero diversión asegurada. Pero las reglas cambian y el campo de recreo montado por Wright (con Krysty Wilson-Cairns, 1917, en el guion) difumina pronto sus límites. ¿Acaso creíamos que era Eloise quien marcaba las normas de su partida? Nos miramos al espejo una vez más y, a través de nuestra imagen traslúcida, descubrimos un paisaje inquietante. Son los rostros de aquellos hombres que alguna vez pensaron que sus abusos no dejarían rastro ni fantasma.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 78ª edición de la Mostra de Venecia


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