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    Crítica | El poder del perro | Netflix

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    Crítica ★★★☆☆ de «El poder del perro», de Jane Campion.

    EE.UU., 2021. Título original: «The Power of the Dog». Dirección: Jane Campion. Guion: Jane Campion. Novela: Thomas Savage. Productores: Jane Campion, Iain Canning, Robert Frappier, Emile Sherman, Tanya Seghatchian. See-Saw Films, Max Films Productions, BBC Films, Brightstar Films, Max Films International, Cross City Films. Distribuidora: Netflix. Fotografía: Ari Wegner. Música: Johnny Greenwood. Montaje: Peter Sciberras. Reparto: Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst, Kodi Smit-McPhee, Thomasin McKenzie, Frances Conroy, Keith Carradine, Peter Carroll. Duración: 128 minutos.

    El poder del perro acaba con una imagen-interrogante: una de aquellas viñetas muy demarcadas en territorio de lo simbólico, estratégicamente situadas para formular una pregunta que condense bajo un solo signo la marisma de inquietudes que sobre el resto de metraje había ido formándose. En la nueva película de Jane Campion, por lo demás inscrita en los resortes del realismo psicológico, este último plano cae como una losa. Desearíamos que la puesta en escena confiara en la duda que ya crece imparable detrás de cada una de sus viñetas, sin necesidad de dibujar signo de interrogación alguno. Porque en lo último de Campion será tras el lodazal abierto entre lecturas posibles de una misma realidad donde se esconda el músculo verdadero de una película, por lo demás, simplísima.

    Adapta la novela de Thomas Savage, que sigue las andadas de Phil Burbank (Benedict Cumberbatch), un vaquero tan salvaje y despiadado como carismático, un ser radicalmente autónomo a la vez que feroz macho alfa. Es 1925 y el mundo moderno empieza a asomarse incluso en aquella casa que los hermanos Burbank creían fortaleza decadente pero impenetrable. Cuando los coches finalmente lleguen al rancho familiar, el sucio Phil dejará de poder esconderse tras la capa de héroe y se convertirá en un ser barbárico, como venido de otro tiempo, al mismo nivel que los indios que aún yerran por el lugar. Si el bastión no era impenetrable, tampoco lo es la masculinidad de Phil, que ve en la llegada de la esposa de su hermano George (Jessie Plemons) una amenaza tan grande que deberá ser erradicada sin dilación. No se entiende, si hemos comprado su fachada de hombre seguro: acoquinada y empalagosa, Rose (Kirsten Dunst) es una mujer con tantas maneras como pocas luces. Sin embargo, ante la invasión de la nueva esposa, «madre postiza», Phil va a retraerse a un estado de niñez adulta, donde solo un propósito guiará sus acciones: deshacerse de Rose y de su hijo Peter (Kodi Smit-McPhee), volviendo el mundo que habitan un universo absolutamente intolerable.

    Para ello, torturará a conciencia las dos pobres almas que a su alcance se postran. La película lo seguirá, claro, estructurando la narrativa como un pulso, un intercambio de agravios del que no hay salida más que en la derrota de una de las dos partes… Si acaso hubiera partes, claro. Para una puesta en escena naturalista, que se regodea en aquellos destellos de crueldad con los que conviven a diario los personajes, ni siquiera habrá bandos que se respondan, solo manos tersas, dedos que se oprimen unos a otros. Peter es absolutamente inocuo, pero desuella un conejo con toda la tranquilidad del mundo: incluso ante la mirada sobrecogida de una joven, el hijo de Rose pela el cadáver del animal como si no pudiera distinguir que las vísceras y la sangre que brota de su cuerpo podrían ser perfectamente las suyas. De igual forma, la cámara lamerá los visos del mundo como si los actos de violencia infligida que lo configuran fueran de una naturalidad apabullante, del todo desapegada de cualquier responsabilidad humana: cuando toque ver algo de cerca, simplemente se optará por el detalle, sea lo que sea que en él se plasma. La sangre, el sudor, incluso el reflejo de la luz sobre la piel de los hombres: todo lo material brilla con la misma intensidad bajo una mano superior. Fuera del rancho, las montañas de yerguen silentes y ominosas.

    The Power of the Dog, Jane Campion.
    Competición | Venezia 78.

    «Pero la puesta en escena, ecuánime y silenciosa como pocas, no ayuda a dilucidar en qué terreno se encuentran las intenciones del vaquero. En la duda, las cabezas bullen, reconfiguran las mil caras de Phil entre su presentación pública y su ser privado: ¿dónde acaba la fachada y empiezan los hogares? ¿Cómo sería la vida de Phil si cambiara muros impenetrables por cristales transparentes, ventanas por donde pudiera entrar aire, luz?».


    Un día, Phil llama a Peter. El joven ha estado paseando por el campamento de los trabajadores del rancho, de quienes no ha obtenido más que insultos por las prendas que viste, demasiado femeninas para un vaquero de verdad. La cámara lo habrá seguido, en un travelling silente, consintiendo las vejaciones con un carácter tan neutro, tan equidistante, que traslada nuestra propia mirada al terreno de la afirmación, del consentimiento ante el dolor ajeno. Por ello, cuando Phil llame a Peter para proponerle enseñarle a montar, saltarán todas las alarmas. Al fin y al cabo, el rostro que el vaquero había mostrado al chico tenía solo dientes y furia… Sin embargo, la oferta sigue ahí, y nuestra sospecha no mengua, pero sí empieza a enfriarse. Podríamos pensar que finalmente su esencia se ha revelado, emergiendo por delante de una fachada que no era más que impostura. Pero la puesta en escena, ecuánime y silenciosa como pocas, no ayuda a dilucidar en qué terreno se encuentran las intenciones del vaquero. En la duda, las cabezas bullen, reconfiguran las mil caras de Phil entre su presentación pública y su ser privado: ¿dónde acaba la fachada y empiezan los hogares? ¿Cómo sería la vida de Phil si cambiara muros impenetrables por cristales transparentes, ventanas por donde pudiera entrar aire, luz?


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 78ª edición de la Mostra de Venecia


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