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    Crítica | Calamity

    La impresionista luz del Oeste

    Crítica ★★★★☆ de «Calamity», de Rémi Chayé.

    Francia, 2020. Título original: Calamity, une enfance de Martha Jane Cannary. Director: Rémi Chayé. Guion: Sandra Tosello, Fabrice de Costil, Rémi Chayé. Productores: Sophie Coutaz, Emmanuel Deletang, Aubane Fillon, Cleland Jericca, Claus Toksvig Kjaer, Claire La Combe, Henri Magalon, Jean-Michel Spiner, Vicky Tiphonnet, Frederik Villumsen, Orianne Zoltek. Productoras: Maybe Movies, Sacrebleu Productions. Fotografía: Rémi Chayé. Música: Camillelvis Théry. Montaje: Benjamin Massoubre. Reparto: Salomé Boulven, Alexandra Lamy, Alexis Tomassian, Jochen Hägele, Léonard Louf, Santiago Barban, Damien Witecka, Bianca Tomassian.

    Con apenas dos largometrajes a sus espaldas, Rémi Chayé parece dispuesto a labrarse una carrera de marcado corte autoral. El director francés construye sus universos de ficción a partir de una marcada propuesta formal, que se aleja de los convencionalismos de la animación del siglo XXI, y propone narraciones de género donde los lugares comunes también permiten espacio a ciertos cuestionamientos de los roles de género. Tras la excelente El techo del mundo (2015) llega Calamity, una mejora sustancial de su enfoque narrativo, que cuenta la historia de Martha Jane, una joven que viaja con su familia en una caravana de pioneros, en plena conquista del Oeste. La pequeña está lejos de amoldarse a lo que se espera de una mujer en esta época, lo que acaba provocando su caída en desgracia social y la necesidad de emprender una aventura en solitario para recuperar la confianza perdida, al mismo tiempo que para demostrar su valía en un tiempo donde sus intereses vitales están vetados para las mujeres.

    La historia recupera al arquetipo de Calamity Jane, una mujer aguerrida, que se comporta, según los marcados roles de género de la época, como un hombre, y que está dispuesta a hacer lo que haga falta por lograr que su visión sobre el mundo prevalezca. Se trata, por tanto, de una niña adelantada a su tiempo, desinteresada por los valores de su sociedad y apasionada por la aventura y el descubrimiento. Esta descripción en realidad se adapta a los dos largometrajes de Chayé, puesto que en El techo del mundo se aborda la historia de Sasha, una joven perteneciente a la aristocracia rusa en el San Petersburgo de 1882 que no podría estar menos interesada en los asuntos de las altas esferas. Su única ambición consiste en seguir los pasos de su abuelo, un explorador del Polo Norte. Evidentemente, su familia no lo permitirá, por lo que, en última instancia, se verá forzada a emprender, al igual que Martha Jane, un viaje en solitario para probar su valía y ganarse el respeto de la comunidad, en un intento por romper los moldes de los roles de género.

    Otro aspecto fundamental es el del sentido de la aventura. Ambos personajes son niñas que se aburren en su día a día, no solo porque el espacio que se le concede a las mujeres en estas sociedades es especialmente claustrofóbico y anodino, sino porque las propias dinámicas del espectro de la sociedad al que pertenecen lo son para ellas. Si Sasha no quiere saber nada de protocolos, ceremonias y bailes, Martha Jane no está interesada en asentarse, formar una familia y tener una rutina. Esto explica por qué los géneros abordados por el autor francés hasta la fecha han sido, precisamente, el de aventuras y el western, dos modos narrativos donde el ser humano se enfrenta cara a cara con la naturaleza salvaje, tan bella como agresiva, o, quizás mejor, bella en su salvajismo. En ambas cintas, pero especialmente en el caso de Calamity, esto provoca que la protagonista vaya interactuando a lo largo de su viaje con una serie de outsiders, que en realidad se encuentran en la misma situación que ella. Es el caso de Samson, un misterioso militar que recorre los terrenos de Wyoming en solitario, Jonas, un huérfano pícaro que se busca la vida como puede, y Madame Moustache, una mujer que ha aprovechado su pertenencia a una clase social acomodada para llevar a cabo sus sueños, tales como haber estudiado en la universidad o dedicarse a la búsqueda de oro.

    Calamity, une enfance de Martha Jane Cannary, Rémi Chayé.
    Cristal Award a la mejor película del Festival de Annecy 2020.

    «El juego con la luz y los colores resulta especialmente llamativo en Calamity, una cinta que se entrega al paisajismo como razón de ser del filme, como así lo demuestra su filiación por el plano general despampanante —otra de las claves del western—, donde la combinación de pigmentos lleva la sensación de belleza de la naturaleza al extremo, en muchos casos a costa de una gozosa inverosimilitud cromática».


    Pero es la citada belleza la que finalmente se convierte en la gran protagonista de Calamity. Como ya ocurría en El techo del mundo, el director francés parte de las estructuras del género cinematográfico para, a partir de unas narraciones convencionales, de inmediato atractivo comercial, desarrollar una propuesta visual que poco tiene que ver con lo que hoy en día se entiende como animación mainstream. Aunque el filme está creado por ordenador, Chayé opta por una serie de decisiones que convierten sus filmes en auténticas rara avis dentro del sector. Por un lado, si lo habitual es apostar por una animación en 3D, de corte hiperrealista, que alcanza cotas de imagen-casi-real en el caso de grandes producciones como las de Disney-Pixar, aquí no solo se escoge el 2D, como sería lo habitual en la animación tradicional de lápiz y papel, sino que se lleva la propuesta al extremo, al reducir casi al completo la idea de volumen y sombreado gradual. El resultado es una composición extrema, donde los diferentes fragmentos de la pantalla reciben una única tonalidad para la superficie que representan. El segundo aspecto destacable de la propuesta formal consiste en un alejamiento claro de la representación realista, algo a lo que contribuye de manera directa lo descrito anteriormente, pero también la utilización de un número reducido de fotogramas para crear el movimiento, de tal manera que se produce una impresión de falta de fluidez, como si se buscase aproximar la narración cinematográfica a las características estáticas de la pintura, quizás porque cada fotograma, que ha sido creado con una dedicación y un cuidado estéticos extraordinarios, en cierta manera se podría entender como una obra de arte pictórica.

    Esto nos lleva a otro de los aspectos cruciales para entender el alejamiento del filme de la idea de realismo, que consiste en una apuesta clara y evidente por un impresionismo exuberante. Esto ya era la clave de El techo del mundo, pero aquí el claro aumento de las prestaciones de producción permite llevar a cabo un ejercicio notablemente más complejo y detallista, en una evolución similar a la que se puede encontrar en el cine de Tomm Moore, especialmente en el salto técnico que se da de La canción del mar (2014) a Wolfwalkers (2020). El juego con la luz y los colores resulta especialmente llamativo en Calamity, una cinta que se entrega al paisajismo como razón de ser del filme, como así lo demuestra su filiación por el plano general despampanante —otra de las claves del western—, donde la combinación de pigmentos lleva la sensación de belleza de la naturaleza al extremo, en muchos casos a costa de una gozosa inverosimilitud cromática. Con solo dos películas a sus espaldas, Rémi Chayé demuestra con creces tener una idea muy precisa de qué tipo de animación quiere ofrecer, y sus obras resultan relevantes no solo por su talento creativo, sino por lo difícil que resulta encontrar hoy en día una propuesta de corte comercial que se atreva a sacarle provecho a la animación, a colocarla como el principal elemento creador de fascinación, en lugar de hacerla pasar desapercibida, como una mera imitación técnica de la realidad.


    Yago Paris |
    © Revista EAM / Budapest


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