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    The Death of Don Quixote: «Elogio de la composición»

    Elogio de la composición

    «The Death of Don Quixote», de Miguel Faus.

    Reino Unido, 2018. Dirección: Miguel Faus. Guion: Miguel Faus. Productora: London Film School. Producción: Nathalie Lamprecht. Fotografía: Sarath Menon, en blanco y negro. Música: Jan Fité. Montaje: Gonçalo Ribeiro, Miguel Faus. Reparto: Jamie Paul, John O'Toole, Dermot Canavan, Michael Watson-Gray, Philip Tomlin. Duración: 13 minutos.

    Los que habíamos leído algunos de los textos de Miguel Faus teníamos buenos motivos para esperar el estreno en abierto de The Death of Don Quixote. El autor había mostrado una cierta sensibilidad y un cierto posicionamiento ante las imágenes que dejaba traslucir un compromiso sin dobleces por las cosas bien hechas y por la propia materia —el material, lo matérico— del cinematógrafo. Que Faus últimamente nos haya dejado huérfanos de sus textos se compensa, afortunadamente, con la llegada de sus imágenes.

    Más allá de los aspectos puramente temáticos de la pieza —The Death of Don Quixote parte de un juego sencillo, un baile metacinematográfico elegante y fácilmente transitable—, lo que realmente se paladea en los escasos quince minutos de metraje es el placer mismo de la composición, el gusto en la disposición de posturas y rostros, de gestos y miradas. Faus gana mucho cuando encuadra a dos personajes hablando y estudia, con una precisión exquisita, cómo manejar sus angulaciones, sus sombras, su posición en plano. Sin duda, gran parte del mérito recae también en el delicioso trabajo fotográfico de Sarath Menon, al que habría que añadir también un cuidadísimo trabajo de etalonaje que hace que el blanco y negro sea directamente impecable. Hay algo en las mejores tomas del corto que remite directamente a los momentos más estremecedores de un Fred Kelemen o de un Lukasz Zal, por citar dos referentes europeos de alto voltaje. El plano central que recoge la muerte a la que se referencia en el título, por ejemplo, tiene el cuidado de un extraño lienzo barroco que emergiera en una tormenta de oscuridad bien contrastada.

    Componer, como decía antes, utilizando con gran elegancia los recovecos, las distancias, los vericuetos del profílmico. Hay algo que parece remitir al musical: líneas de movimiento que cruzan y se encuentran, sombras que se proyectan tras telones improvisados, focos y velas. El montaje tiene la precisión suficiente como para saber esperar, saber incorporar, darle a cada plano la duración precisa para que uno tenga la impresión de que Faus puede sacar pecho, tiene el nervio, el temple, la visión espacial precisa para elegir con soltura los tiros de cámara.

    «Hay algo acogedor en la manera en la que el relato se concreta en The Death of Don Quixote. La escritura de Faus es amable con el espectador precisamente por la claridad con la que dispone sus mimbres: no esconde grandes enigmas, intrincados procesos de significación, tampoco plantea ser más inteligente que nadie —para eso está, como apuntábamos, el dominio concreto de la puesta en escena—, sino que mantiene con respeto su propia naturaleza de anécdota de momento atrapado al vuelo, de pura cercanía narrativa».


    En esta dirección, creo que es interesante el trabajo a través de los ejes cuadrados que se realizan en el camerino —fusionándose, de alguna manera, en ese espejo que es a la vez una pantalla cinematográfica—, o los usos medidos del picado para romper, en el inicio del corto, la “lectura cinematográfica”. El gesto de alzar la cámara para otear, dejar ver, desvelar el artificio es algo inevitablemente innato en la tradición europea —pienso por momentos en el final de Vida en sombras (Lorenzo Llobet Gracia, 1949), pero también en el primer movimiento de grúa que Moretti ensayará en su trayectoria, en la mitad de Sogni d´Oro (1981). Alzar la cámara es arrebatarle al cine algo de su espejismo pero también una autoafirmación de la presencia del enunciador, una cuestión de principios, el hecho mismo de señalarse y afirmar, sin rubor: yo soy el cine.

    La cosa puede gustar más o menos, pero es evidente que Faus quiere jugar esa carta y no le tiembla la voz por considerarse un director cinéfilo, e incluso, en cierto sentido, un director literario. Entiéndase este gesto no únicamente por el material de partida —el propio juego de espejos enunciativos que se abisman en la propia figura del Quijote y su interminable colección de aproximaciones textuales—, sino también por la disposición voluntariosamente clásica de los tiempos y los acontecimientos. Hay algo acogedor —paradójicamente, puede pensarse— en la manera en la que el relato se concreta en The Death of Don Quixote. Leía esta mañana con cierta sorpresa en una colección de textos sobre Pasolini que el director italiano no tenía el menor rubor en defender, para sí, su búsqueda cinematográfica en el terreno pantanoso de lo que hoy se llamaría “cine comercial”, o mejor dicho, “cine no arrepentido de tener un público”. La escritura de Faus es amable con el espectador precisamente por la claridad con la que dispone sus mimbres: no esconde grandes enigmas, intrincados procesos de significación, tampoco plantea ser más inteligente que nadie —para eso está, como apuntábamos, el dominio concreto de la puesta en escena—, sino que mantiene con respeto su propia naturaleza de anécdota, de momento atrapado al vuelo, de pura cercanía narrativa.

    Es, por lo tanto, una experiencia bien temperada, un ejercicio de cine afinadísimo y bien dirigido que puede acompañarnos sin el menor rubor ni la menor complacencia. E incluye, en sordina y bien apuntalado, un envenenado caramelo sobre las relaciones entre arte y ética. Pero eso, por supuesto, es siempre mejor dejarlo —por puro pudor— en el territorio personal de cada espectador.


    Aarón Rodríguez Serrano |
    © Revista EAM / Castellón



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