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    Crítica | Fortuna

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    Crítica ★★★★☆ de «Fortuna», de Germinal Roaux.

    Suiza, 2018. Título original: Fortuna. Director: Germinal Roaux. Guion: Germinal Roaux. Productores: Ruth Waldburger, Anne-Laure Guégan, Géraldine Sprimont. Productoras: Coproducción Suiza-Bélgica-Etiopía; Vega Film Production / Need Productions / Proximus / Radio Télévision Suisse (RTS). Fotografía: Colin Lévêque. Montaje: Jacques Comets, Sophie Vercruysse. Reparto: Kidist Siyum, Bruno Ganz, Stéphane Bissot.

    Que una película sencilla y pequeña como Fortuna consiga llegar a estrenarse en España debería saludarse como un bienvenido milagro. El director y fotógrafo suizo Germinal Roax, en el que es su segundo largometraje para el cine, se ha propuesto mostrar una realidad que le ha tocado vivir de cerca (su pareja trabaja ayudando a la alfabetización de menores huérfanos) y con la que se encuentra muy sensibilizado: la del drama de la inmigración en Europa. Y lo hace sin pretender adoctrinar ni sermonear al espectador. Únicamente, plantea una historia mínima, la de una joven etíope de 14 años, que podría ser la de miles de niñas que, como ella, se han tenido que ver obligadas a madurar prematuramente ante las duras condiciones de la vida. Y cada cuál se puede formar su propia opinión o sentimiento al respecto, sin ningún tipo de manipulación. Sorprende la limpieza conceptual del proyecto, rodado en elegante blanco y negro y en formato 4:3, algo que hace recordar, inevitablemente a Ida (Pawel Pawlikowsky, 2013), otra joya que también contaba con un personaje protagonista femenino sometido a una encrucijada y con la religión como telón de fondo. En esta ocasión, el blanco y negro parece funcionar como clara metáfora de los claroscuros a los que se enfrentan todas y cada una de las criaturas que pueblan ese microcosmos presentado en un abandonado monasterio de los Alpes suizos. En ningún momento se siente que los responsables de la película hayan aspirado a detenerse en el preciosismo estético, a pesar de que las imágenes fotografiadas por Colin Lévêque alcanzan una belleza plástica y una expresividad que recuerdan al espiritual cine de Carl Theodor Dreyer. Nada de lo que se cuenta en la cinta es blanco y negro. Como la vida misma, todo es gris. Como el mismo nombre de su heroína, Fortuna, a quien la suerte (o esa Virgen a la que reza con devoción) parece empeñada darle la espalda. Aún es una niña pero le vienen encima problemas y situaciones a las que nadie de su temprana edad debería enfrentarse nunca.

    Fortuna comienza presentándonos a su protagonista, una chica solitaria que ha encontrado protección entre las cuatro paredes del monasterio custodiado por cinco clérigos que se dedican a hospedar a inmigrantes de distintas nacionalidades. Desde los primeros compases del filme, vemos cómo en aquel lugar parece haberse detenido el tiempo y la muchacha, un tanto desplazada de los demás refugiados (las diferencias culturales y de lenguaje son una barrera para ella), encuentra la paz dando de comer a las gallinas en el corral, cuidando de los pollitos y hablándole a una burrita, a la que ha bautizado como Campanilla, que se ha convertido en la guardiana silenciosa de sus miedos y, sobre todo, de un secreto que amenaza con poner en peligro su situación. Es una lástima que no se haya valorado la portentosa labor que realiza Kidist Siyum al meterse en la piel de Fortuna, ya que ofrece una de las interpretaciones más sinceras y desgarradoras que se han visto últimamente en una pantalla. Su rostro es capaz de expresar cada una de las emociones por las que atraviesa su personaje, haciendo que el espectador empatice de inmediato con su drama personal, siendo partícipe de su clandestina historia de amor con un hombre adulto, compañero de refugio musulmán, y del problema que supondrá para ellos el embarazo de la menor. Un romance, a priori, problemático, que, sin embargo, queda reflejado en imágenes con una elegancia y un pudor que eluden cualquier atisbo de sensacionalismo, logrando transmitir esa necesidad de dos seres solitarios de permanecer juntos en medio de un mundo que se desmorona bajo sus pies. Siendo Fortuna una película de ritmo tan sinuoso que pudiera parecer que no suceden grandes cosas a lo largo de su camino, sorprende la riqueza de los temas y los dilemas morales a los que se enfrentan todos los implicados en la historia alrededor de la niña. Desde el “novio”, atrapado entre el sentimiento de protección hacia Fortuna y el lógico egoísmo por salvar su piel, hasta los eclesiásticos, puestos en la disyuntiva entre continuar el camino de silencio y soledad al que se habían encomendado cuando sintieron la “llamada” y mirar hacia otro lado o seguir ayudando a quienes llegan huyendo de la pobreza o países en guerra.

    Fortuna, Germinal Roaux.
    Crystal Bear en la Berlinale 2018.


    «Una melancólica historia mínima como hay muchas (con final abierto como el retazo de vida que es), que pasaría por la Tierra sin hacer ruido, pero que en pantalla se siente como si fuese la más emocionante, auténtica y poderosa. Esa es la magia del buen cine y de eso hay mucho en esta magnífica Fortuna»


    Germinal Roaux nos regala una obra muy especial, hermosísima y humana que, sin embargo, jamás sucumbe a efectismos dramáticos. La narración es seca y concisa, con largas escenas que no requieren de diálogos, ya que las imágenes hablan por sí solas. El sonido del viento y el paisaje nevado que rodea a los personajes acentúan la sensación de tristeza y soledad que les envuelve, siendo casi unos protagonistas más de la historia. Este carácter contemplativo de Fortuna no implica que sea una película aburrida o difícil de digerir. Todo lo contrario, ya que consigue convertirse en una experiencia absolutamente inmersiva, que, además, pone sobre la mesa unos temas que están a la orden del día, con cercanía, sin hacer sangre y siendo condescendiente con el papel de la Iglesia (los curas son aquí retratados como simples hombres mortales, con sus evidentes dudas, ya que ven cómo las intervenciones policiales en busca de inmigrantes sin papeles dificultan el desarrollo de su noble causa) dentro de la problemática. El gran Bruno Ganz ofrece una de sus últimas actuaciones y el resultado es maravilloso, derrochando sensibilidad y sentido común en su encarnación de un compasivo clérigo que se ha pasado media vida entregado a Dios y ha visto los mayores horrores. Las escenas en las que debate con sus compañeros de clausura sobre qué decisiones deberían tomar en el futuro respecto a los inmigrantes deberían ser vistas y tomadas en cuenta por los dirigentes del mundo si queremos hacer de este un lugar mejor donde vivir. La crueldad de la política migratoria queda frontalmente enfrentada a la bondad cristiana en una situación en la siempre hay víctimas inocentes como Fortuna, una pobre niña que sobrevivió a las inclemencias de un tortuoso viaje a través del mar hasta alcanzar una tierra que le es desconocida, alejada de esa madre de la que no pierde la esperanza en volver a ver. Como apunté con anterioridad, una melancólica historia mínima como hay muchas (con final abierto como el retazo de vida que es), que pasaría por la Tierra sin hacer ruido, pero que en pantalla se siente como si fuese la más emocionante, auténtica y poderosa. Esa es la magia del buen cine y de eso hay mucho en esta magnífica Fortuna | ★★★★☆


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid


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