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    Crítica | Gloria Mundi

    La fatalidad del pasado eterno|

    Crítica ★★★☆☆ de «Gloria mundi», dirigida por Robert Guédiguian.

    Francia, 2019. Título original: Gloria Mundi. Dirección: Robert Guédiguian. Guion: Robert Guédiguian, Serge Valletti. Productoras: Agat Films. Producción: Marc Bordure, Robert Guédiguian. Fotografía: Pierre Milon. Montaje: Bernard Sasia. Música: Michel Petrossian. Diseño de producción: Michel Vandestien. Asistente de dirección: Ferdinand Verhaeghe. Reparto: Gérard Meylan, Robinson Stévenin, Anaïs Demoustier, Jean-Pierre Darroussin, Lola Naymark, Grégoire Leprince-Ringuet, Angelica Sarre, Ariane Ascaride, Pauline Caupenne, Yann Tregouët, Mathilde Ulmer, Dioucounda Koma, Adrien Jolivet, Karine Angeon, Ferdinand Verhaeghe, Simohamed Bouchra, Wilda Philippe, Maximilien Fussen, Sophie Payan, Cathy Darietto, Géraldine Loup, Syrus Shahidi, Kamel Kadri, Pascal Rénéric, Mostéfa Stiti. Duración: 107 minutos.

    Para un cineasta como Robert Guédiguian, cuya obra completa radica sobre postulados acerca de los intereses de la clase obrera, incluso el discurso de aquel mayo francés del 68 queda ahora lejos. Sus trabajos aseguran una continuidad relativa a los intereses del pueblo, pernoctando alrededor de sus personajes habituales, en torno a una gran familia que la apariencia tranquila y sosegada de sus imágenes acaban por dotar de una extraña familiaridad. Actores o no, su cine adopta las formas artísticas y estéticas de aquellos tiempos gracias a la interconectividad de sus fetiches, con los mismos rostros interpretándose en uno u otro filme, como si el tiempo fuera una misma línea continua y acabará por romper las reglas del espacio. Fantasía o realidad, la verdadera dimensión del realizador está en esa construcción atemporal en el que sus ideas cohabitan en terrenos movedizos. Diego Salgado lo resumía perfectamente en una de las críticas de La casa junto al mar, anterior película del director: “La cinta funciona menos como tragicomedia costumbrista en sí misma considerada, aspecto en el que no es nada sutil, que como reflexión aguda, de ribetes incluso metafilmicos, de Guédiguian acerca de los motivos habituales en su obra y su operatividad después de una trayectoria en el medio de casi cuatro décadas”. Antes de entrar de lleno en los debates estériles o productivos de Gloria mundi, su, hasta el momento última y recomendable película, hagamos de esta reflexión un punto de partida para acercarnos a la mirada del autor de Lady Jane, no con la obsolescencia de un objetor que incrédulo despacha sus imágenes dentro de la apatía general de un cine quizás trasnochado según qué miradas, sino desde la perspectiva de una obra de cuarenta años que precisamente arroja en Gloria mundi algunas ideas iluminadoras. Ideas que por otro lado deben convivir con las inevitables fisuras de un tratamiento fílmico, en el que se dan saltos de calidad entre forma y contenido, a expensas de una ideología sin duda balbuceante.

    Cuando leí Norwegian Wood (Tokyo Blues), quedé muy impresionado con el personaje de Midori. La descripción algo alocada que hace de ella el escritor resume a la perfección gran parte de los imaginarios socialistas y del pensamiento universitario de finales de siglo XX. Una de las partes más interesantes es donde interpela al protagonista (Watanabe), preguntándole si ha leído El Capital de Karl Marx. Los siguientes párrafos son en definitiva la esencia misma de aquella ambigüedad y retórica de los estudiantes de la Sorbona, que en sus cuitas derogaban en teorías intelectuales que nada tenían que ver con la realidad del pueblo, ensimismados en sus aparatosos discursos teóricos y el postureo de una revolución de las clases y conciencias altas que jugaban a ser niños pobres e hijos del proletariado. Miduri lo explica brillantemente: “¿Qué revolución es esa en la que se alardea de palabras complicadas que el pueblo no entiende? ¿Qué clase de cambio social es ese? […]. Entonces llegué a la conclusión de que todos aquellos tíos eran unos impostores […] y que, al terminar cuarto, se cortarían el pelo, buscarían un empleo en Mitsubishi, IBM o el banco Fuji, se casarían con unas bellezas que no hubieran leído a Marx en su vida y les pondrían nombres repelentes a sus hijos”. Por si no fuera suficiente Haruki Murakami pone en boca de ella la conclusión más aplastante: “Todos leen los mismos libros, dicen las mismas cosas, todos se emocionan escuchando a John Coltrane y viendo películas de Pasolini. ¿Es esto la revolución?”.

    Como puede verse, la necesidad de explorar una realidad, que en verdad nos resulta distante o esquiva, estrecha las fronteras ideológicas de un cine que igual que esas teorías tantas veces confinadas a las meras pancartas de la revolución, conllevaron al romanticismo del Mayo del 68. El espejo que refleja solo las cosas bonitas. Bajo los adoquines, la playa, escondía subtextos ininteligibles para los obreros y clases más desfavorecidas, apelando al radicalismo, enumerando la toxicidad del placer y del ocio, de los paraísos exóticos y de lo que más tarde ellos mismos (universitarios) practicaron asumiendo serviles las fauces del tardocapitalismo. Por eso hasta un militante tan claro, consecuente, estable con su mirada cinematográfica como es Guédiguian (el cual ejerce una praxis aferrada a las viejas teorías), asume la culpa aludiendo a la posibilidad de derribarlo todo y reescribir un nuevo manifiesto comunista. Parafraseándole apela a volver a tener un imaginario, una esperanza, un sueño. “Volvamos a unirnos, a tener sindicatos reales. La historia nunca es uniforme, va a ocurrir algo, algo tiene que cambiar. Participemos de ese cambio”. Aun con estas palabras, el realizador cede al pesimismo, y en Gloria mundi se aferra a la melancolía, permitiéndose subrayar licencias gatopardianas, ofreciéndonos un relato circular en el que cohabitan tanto miradas tristes y paisaje viscontiniano, con la autoparodia y el sarcasmo (sin duda las partes más endebles de la película). Las miradas sobrevuelan el pasado, y pese a querer evitar un pasado eterno cae nostálgicamente en ello. Un fantasma que amenaza desde arriba, dándoles testigos envenenados a las nuevas generaciones, que impávidas lo recogen apretándolo hasta la asfixia. La vuelta de Daniel (Gérard Meylan), después de una larga estancia en la cárcel dirime en la verdadera dimensión íntima y subjetiva de Gloria mundi. El director se ve representado quizás en este retorno, manteniendo una conversación muy directa con la mirada de un hombre que es testigo (fantasma) de la precariedad y fragilidad de una familia a la que se vio obligado a dejar atrás. El reencuentro con Sylvie (Ariane Ascaride), su expareja, ilustra el apoyo lírico de unas imágenes vidriosas, sentimentales de dos de los actores más importantes de la filmografía del francés. Mirarse o mirarlos a ellos es participar del pasado, del suyo y del de todos los personajes-resortes en su cine. Por razones de melancolía, frágiles y museísticas en ocasiones, el director asume la herencia de su legado.

    Gloria Mundi, Robert Guédiguian.
    Oasis para la clase trabajadora.

    «Gloria mundi puede verse como una cinta menor en el historial del cineasta pero no desdeñemos sus aciertos, o nos cerremos a darle el aire necesario para respirar, siendo en definitiva una bonita película que escapa del simple criterio de cine militante».


    Una herencia en el que el lugar obtiene un elevado grado de importancia. La ciudad de Marsella sirve, como en tantas otras ocasiones, de brújula y horizonte, un escenario sobre el que inspirarse, igual que un lienzo en blanco de cualquier pintura de Paul Cézanne, ilustrándolo bajo la niebla mortecina de un paisaje gris indefinible, lejano, perdido. Marsella sucumbe a la sensibilidad del director galo, es su luz y su olor lo que dicta al devenir de sus criaturas, expuestas a la grácil y débil arquitectura política de su país. En los paseos, tristes, y en la distancia de una música operística, clásica que nos ayuda a configurar el dolor de una vida cuesta arriba, dura e inflexible Marsella y el puerto, o el mar, son también decorados insustituibles. El grupo, el de sus amigos, el de la familia, es el único bastión de lucha para afrontar el horror del capitalismo. Tiene lógica, en las películas de Guédiguian, coexisten en una bella red relatos entrelazados. Ya sea desde el punto de vista de la fábula, o haciendo uso de una tierna humanidad, los deseos e intenciones quedan preñados en lo que vemos en pantalla. Asumiendo que Guédiguian nunca fue un virtuoso de la cámara, y que la mayoría de sus trabajos se empeñan en mantener un equilibrio, y austeridad visual, no podemos pasar por alto algunas imágenes bellísimas, tanto sean producto del tino como del bagaje de un autor maduro, que adora la naturaleza humana. La escena del parto, narrada con detalle adquiere una luminosidad bella y serena, que sirven de contrapunto a la implacable cadena de desgracias que sufren los personajes. Asumamos, en parte debido a la cotidianeidad con la que afrontamos su cine, los excesivos subrayados del discurso, la crítica hacia la sociedad de consumo. Una crítica que adopta el tono y forma de circulo, empezando y acabando en el mismo sitio, sabiendo que principio y final, muerte y nacimiento son la misma cosa. Gloria mundi puede verse como una cinta menor en el historial del cineasta pero no desdeñemos sus aciertos, o nos cerremos a darle el aire necesario para respirar, siendo en definitiva una bonita película que escapa del simple criterio de cine militante | ★★★☆☆


    David Tejero Nogales |
    © Revista EAM / Festival de Sevilla


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