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    Crítica | La invitación

    The invitation

    Celebración

    crítica de La invitación (The invitation, Karyn Kusama, 2015).

    Sabemos que, como género, el terror es capaz de asaltar la imagen fílmica adoptando muy diversas formas. Pero de esas formas, la de las casas encantadas es, quizás, la que últimamente ha parecido resurgir con más fuerza. Sobre todo bajo el empuje de directores que, como James Wan, han sabido digerir los referentes a la vez que parecían proponer una cierta deconstrucción del género a partir de algunas ideas de puesta en escena y un discurso que, al menos en Insidious (James Wan, 2010), han buscado dar visibilidad a la tramoya. Otros, sin embargo, han preferido optar por alejarse de la pureza del género y diluirlo de forma autoconsciente. En ellas el terror se cuela sutilmente para transformar la naturaleza de unas películas que apuestan por cierto remedo de una realidad cercana, muy alejada del fantástico. Perturbar el hogar, ese espacio de intimidad de un núcleo familiar, puede ser llevado a cabo por entes que pertenecen a otro mundo y otra dimensión, pero también por un mundo donde los vivos pueden llegar a ser aún más terroríficos que los muertos. En realidad, la presencia de los primeros siempre es consecuencia de la acción de los segundos: una masacre familiar a manos de un tercero, tragedias familiares que se cuecen dentro de ese mismo núcleo familiar… Que el hogar se convierta en un espacio de pesadilla aumenta la indefensión de unos personajes que ya no tienen una zona de seguridad a la que aferrarse, desposeídos de un espacio vital.

    Pero una casa también puede convertirse en prisión por un trauma pasado que reverbera entre sus estancias y sus paredes: el de una presencia que ya no está pero que, de una forma u otra su exteriorización se hace palpable no por las formas que propone el fantástico, sino casi por las de un drama familiar que habla sobre cómo el dolor puede ser combustible para la transformación de una película por la penetración del género. Es ahí donde se ubica un filme como The Invitation, el sorprendente último trabajo de Karyn Kusama que, aunque no lo parezca, podría leerse también como una cinta sobre casas encantadas. Hablamos de un fantasma, el de un hijo fallecido en trágicas circunstancias, que nunca se manifiesta más allá del doloroso recuerdo pero que, sin embargo, sobrevuela una casa que se ha transformado en un lugar frío e impersonal. Porque es precisamente el dolor enquistado, el mismo que llevaba al matrimonio de Vinyan (Fabrice Du Welz, 2008) a desintegrarse en la jungla, el que activa los mecanismos del horror y el que amenaza a sus personajes con transformar una locura individual en una locura colectiva. En The Invitation, el matrimonio roto por la tragedia vuelve a reencontrarse para contraponer dos formas de afrontar el dolor. Por una parte el aislamiento de él, la necesidad de cargar con la responsabilidad de la tragedia y el recuerdo amargo como único vínculo afectivo que lo aferra hacia ese hijo que ya no está. Por otra, la negación de ella, borrando el recuerdo como si nunca antes hubiese existido. La muerte entonces pasa a ser algo peligrosamente frívolo, objeto de fascinación cuyos postulados nacen de una secta que coloniza las mentes rotas y perdidas como la de esa madre que ha preferido olvidar que una vez lo fue.

    The invitation

    «Al final, el vaivén emocional que propone una obra como The Invitation, intercambiando roles y depositando sospechas siempre supuestas, parece acabar justificando actitudes y dando la razón a personajes que parecían estar solos contra el mundo. Como si al final la película desembocara en una especie de reivindicación del dolor como proceso de duelo profundamente humano frente a la represión del mismo y que, descontrolado, puede desembocar en una pesadillesca arma de destrucción masiva».


    Karyn Kusama opta por un posicionamiento moral decantado hacia la faceta masculina de la expareja: es la vertiente humana del relato, entendemos el dolor de él y nos desconcierta del mismo modo la negación del dolor por parte de ella. Por esa misma razón casi llegamos a compartir su desconfianza en torno a una buñuelesca reunión de viejos amigos que parece fuera de lugar. Y del mismo modo sabemos que en una casa poblada por tantos fantasmas como el hogar de los Palmer de aquel episodio piloto de Twin Peaks, otra de esas casas encantadas totémicas en el olimpo de la cinefilia, algo oscuro está teniendo lugar. No es de extrañar entonces que, igual que el posicionamiento moral, el discurso formal de la película materialice una especie de estado mental del protagonista masculino, a través de cuyos ojos desgranamos el relato. A Will, que es como se llama el personaje masculino roto por la tragedia, le es concedido un lugar especial dentro del plano y es aislado del resto de integrantes de la reunión a través del uso del primer plano. Y eso incluye a su actual pareja, la cual permanece ausente la mayor parte del metraje. En ese sentido, el arranque ejemplifica un discurso también condensado en su propio cartel promocional: el primer plano de Will, absorto en su sentimiento de culpabilidad, mientras conduce ajeno a las palabras de su pareja momentos antes de atropellar un coyote. Al final, el vaivén emocional que propone una obra como The Invitation, intercambiando roles y depositando sospechas siempre supuestas, parece acabar justificando actitudes y dando la razón a personajes que parecían estar solos contra el mundo. Como si al final la película desembocara en una especie de reivindicación del dolor como proceso de duelo profundamente humano frente a la represión del mismo y que, descontrolado, puede desembocar en una pesadillesca arma de destrucción masiva. Porque finalmente se trata un poco de eso: aceptar y saberse en paz con esos fantasmas que, aunque nunca se manifiesten, se sabrán presentes hasta que se deje de existir. | ★★★★ |


    Daniel Jiménez Pulido
    © Revista EAM / Festival de Sitges 2015


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