Personajes de nuestras propias vidas
crítica de El tiempo de los monstruos (Félix Sabroso, España, 2015).
«El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos». La célebre cita de Gramsci abre el sorprendente nuevo trabajo de Félix Sabroso, al que la vida le ha hecho tener que debutar en solitario tras toda una vida compartiendo labores con Dunia Ayaso, fallecida el año pasado. A la mujer está dedicada con todo el amor y dolor esta compleja historia de título El tiempo de los monstruos, para la cual la acepción “cine-dentro-del-cine” se queda corta porque ejecuta una vuelta de tuerca más profunda. Un nuevo sentido. Y “sentido” es una palabra primordial para tratar de entender del todo la propuesta, algo difícil de hacer tras un único visionado. Así que este crítico advierte de entrada que el texto que sigue es una suerte de esbozo, un primer intento de desentrañar un filme que desde ya cuenta con todas las simpatías porque Sabroso arriesga como nunca, y eso es loable siempre. Eso no quiere decir que sea una película perfecta, ni mucho menos, pero su naturaleza insólita y lo laberíntico de su desarrollo la hacen una historia irresistible para cualquier espectador que busque un desafío. Que todo el que arriesga caiga de pie, como dice el gran crítico Jordi Costa.
Tras unos comienzos revolcados en la comedia más petarda y ocurrente, el dúo Sabroso & Ayaso fueron evolucionando su mirada, depurando las historias hasta dejar que lo dramático hiciera su aparición. Tras la genial Descongélate (2003) y la notable comedia dramática Los años desnudos (2008), nos dieron La isla interior (2009), cinta rompedora con su estilo pero que se movía hacia delante con una fuerza arrolladora. Un drama seco y magnífico, sutil hasta el dolor en su descripción de la enfermedad y la herencia genética como gran miedo en la vida de una persona. Un trabajo implacable y recorrido por un hálito de desolación que helaba la sangre. Luego vino la triste noticia, y Sabroso rodó cinco meses después este proyecto, homenaje al cine y a los que lo hacen, y a los que lo viven. Porque ese es a grandes rasgos el argumento de El tiempo de los monstruos, el cine que es vida y la vida según las reglas del cine. La historia comienza cuando el director de cine Víctor y su esposa Clara convocan en su mansión a su habitual troupe de colaboradores: el guionista Raúl, su pareja y artista Virginia y la actriz Andrea, que aparece con su novio de turno, Jorge, un mecánico dental. O “el nuevo personaje”, que lo llaman todos. En la casa además sirven Marta y Fabián, dúo que administra el hogar y el ánimo de sus habitantes con la mayor de las distancias, y que son lo que más en control están de toda la situación. Víctor está enfermo, y antes de morir quiere hacer una última película, que Raúl y él han desarrollado previamente en papel. Esa primera escena, en la que director y guionista trabajan en la presentación de los personajes, contiene la que será la primera de las muchas libertades narrativas que el cineasta canario se toma (cuando hace que los personajes se muevan en orden a la voz en off), y marcará el tono de lo que nos espera en poco más de 90 minutos de metraje. Además de ser el momento donde se verbaliza una de las máximas de toda esta historia: “lo que importa es el final”.
«El tiempo de los monstruos avanza con paso firme como una sugerente y personal exploración de la capacidad del cine para cuestionarse a sí mismo, a sus mecanismos y limitaciones».
Y es que una vez se eleve la primera metarreferencia, nos vamos a adentrar sin que nada cambie en un juego que tiene la gracia de contar con una suerte de autoconciencia. Ese es el toque de distinción que el director y guionista imprime a toda esta peripecia. Sus personajes se ponen de un golpe al mismo nivel que nosotros los espectadores, ya que vemos que se empiezan a plantear si son eso mismo, personajes, y las tomas, ángulos y encuadres que componen cada momento se enfrentan entonces con otra cara, con una nueva perspectiva, como si las cámaras adquirieran otra función. Las cábalas comienzan en la mente de la audiencia, y ese desconcierto es plenamente esperado y aprovechado por la película, prueba de la inteligencia de su juego. Un juego marcado en gran parte por un tema común, la insatisfacción personal que experimentan la mayoría de estos intérpretes de su propia vida, lo cual les lleva de repente a cuestionarse su existencia, en un mecanismo que a veces parece Canino (Yorgos Lanthimos, 2009), otras El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) y otras Synecdoche, Nueva York (Charlie Kaufman, 2008). Otro signo de la deliciosa autoconciencia que sobrevuela cada segundo de metraje es que varios de estos referentes se verbalizan en algún momento u otro. Pero referencias aparte, y sin desvelar más de una trama que es mejor experimentar por uno mismo, El tiempo de los monstruos avanza con paso firme como una sugerente y personal exploración de la capacidad del cine para cuestionarse a sí mismo, a sus mecanismos y limitaciones. El problema más grande que presenta es que parece encallarse conforme avanza la historia, presa casi de su propio enrevesado argumento. Hay parte de deliberada en la confusión que esto crea, pero uno no puede dejar de sospechar sino será también un daño colateral no deseado.
El hecho además de que la mayoría del reparto esté disfrazado (con la importante excepción del personaje de Jorge, todos llevan algún añadido capilar) añade un nivel más de sentido a lo contado, aunque no se enfatiza en ningún momento. Es un reparto que está mejor cuando se agarran a la carne y alma de sus personajes (esa Candela Peña que es todo entrega, incapaz de dar una nota falsa) que cuando les toca dialogar con la palabrería del mundo del cine y de la narrativa, de manera que a veces sus disgresiones en ese ámbito resultan falsas. Aunque algunos monstruos de la interpretación como Javier Cámara o Carmen Machi sacan adelante con credibilidad todo lo que Sabroso ha escrito. La presencia y sobre todo interpretación de Julián López añade además un extra quizás no buscado de bagaje externo, ya que usa unas armas de actor similares a las que los sketches de Muchachada nui (2007-2010) o Retorno a Lílifor (2015) en los que le tocaba el papel de payaso serio, dicho todo esto como un cumplido. Esta juguetona partida de metacine, comandada desde dentro y fuera de la ficción, huye absolutamente de lo explícito, lo cual es frustrante y estimulante casi a partes iguales. Y lo mejor de todo es que lo hace con un look impecable (ese uso de los colores, algunos movimientos de cámara primorosos y una música misteriosa e irresistible) y una sonrisa en la cara. O puede que una mueca de estupefacción, porque como buen ejemplo de cine (auto)rreflexivo, sólo se puede ir a más, aunque pueda caer en incongruencias por el camino (la relación de Jorge con Marta y Fabián por ejemplo). Cuando la bola de nieve crece y crece, la sonrisa se congela y llega la angustia, una sensación difícil de describir con palabras pero que encuentra la mejor definición en el extraordinario trabajo de Pilar Castro en el último tramo de la historia. Su rostro lo dice todo, y hace que sintamos como inevitable lo que acontece una vez estos peones muy humanos empiecen a obtener algunas respuestas (a medias). Con las barreras disueltas del todo, llega una solución a esa angustia del alma cuyo final veremos dos veces. Uno mirando hacia dentro, hacia el espacio de la ficción, y el otro con la vista hacia fuera, hacia nosotros, rompiendo finalmente la cuarta pared y casi como un grito mudo de ayuda que estremece. Porque no podemos hacer nada sino decir adiós. | ★★★★ |
Adrián González Viña
© Revista EAM / Sevilla
Ficha técnica
España, 2015. Dirección y guión: Félix Sabroso. Música: Daniel Belardinelli. Fotografía: David Azcano. Productoras: Seven Films Producciones. Productores: Félix Sabroso, Ascen Marchena, Nico Tapia. Montaje: Ascen Marchena. Vestuario: Isa Brena & Paola Torres, con la colaboración de David Delfín. Reparto: Javier Cámara, Pilar Castro, Carmen Machi, Secun de la Rosa, Candela Peña, Jorge Monje, Julián López, Yaël Barnatán, Antonia San Juan.