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El sendero azul
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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica (II) | El sendero azul

    || Críticas | Berlinale 2025 | ★★★★☆
    El sendero azul
    Gabriel Mascaro
    Donde el agua aprende a recordar


    Ignacio Arona
    Madrid |

    ficha técnica:
    Brasil, México, Chile, Países Bajos, 2025. Título original: «O Último Azul». Dirección y guion: Gabriel Mascaro y Tibério Azul. Compañías: Desvia Filmes, Cinevinay, Quijote Cine, Viking Films (coproducción Brasil-México-Chile-Países Bajos). Festival de presentación: Festival de Berlín 2025 (Oso de Plata Gran Premio del Jurado). Distribución en España: Karma Films (estreno 12 de diciembre de 2025). Fotografía: Guillermo Garza Morales. Montaje: Omar Guzmán, Sebastián Sepúlveda. Música: Memo Guerra. Reparto: Denise Weinberg, Rodrigo Santoro, Miriam Socarrás, Adanilo, Rosa Malagueta, Clarissa Pinheiro, Dimas Mendonça, Daniel Ferrat, Heitor Lóris. Duración: 86 minutos.

    El sendero azul se abre con un gesto inquietante —el avión que arrastra un lema paternalista— que introduce al espectador en un futuro cercano donde el Estado brasileño, transformado por décadas de crisis demográfica y desigualdad, ha decidido intervenir de forma directa en la organización de la vejez. Gabriel Mascaro no pretende reconstruir un escenario político plausible; su interés reside en explorar cómo una sociedad que se cree protectora puede convertir el cuidado en un dispositivo de control. El film instala desde el inicio una tensión entre tutela y autonomía, una cuestión especialmente relevante en un país que ha alternado políticas de inclusión con etapas de abandono institucional, donde la vejez continúa marcada por desigualdades económicas profundas. En ese contexto alegórico aparece Tereza, interpretada con una serenidad magnética por Denise Weinberg, que reacciona ante su jubilación forzosa con una pregunta esencial: ¿qué significa tener tiempo libre cuando la vida entera se ha vivido en un sistema que nunca permitió imaginarlo? Su resistencia no nace del ideal neoliberal de la autosuficiencia, sino de una intuición que toca lo íntimo: la imposibilidad de entregar los últimos años a un sistema que solo reconoce a los mayores como sujetos administrables. Mascaro despliega así un doble movimiento: por un lado, plantea la ficción de una política estatal que ha neutralizado la complejidad afectiva de envejecer; por otro, elige como eje dramático la negativa de Tereza a que su identidad quede definida por un expediente burocrático.

    La película encuentra su respiración verdadera cuando la protagonista decide huir hacia el Amazonas. Mascaro, lejos de convertir la selva en un escenario exotizante, la emplea como un espacio de desplazamiento perceptivo: un territorio que obliga a la protagonista a reaprender su relación con el tiempo, con el cuerpo y con la comunidad. Los travellings laterales que registran el avance del barco no buscan embellecer el paisaje, sino acompañar la metamorfosis interior de Tereza, que pasa de la frontalidad rígida —la fábrica, la casa, la oficina pública— a un movimiento que le permite reapropiarse de su propia presencia. La secuencia de los caracoles luminiscentes, que en lecturas apresuradas se ha interpretado como un gesto meramente decorativo, funciona en realidad como una suspensión del tiempo: un instante en el que el cuerpo envejecido de la protagonista entra en contacto con algo que no exige utilidad ni clasificación. Mascaro integra estos elementos como rupturas poéticas dentro de un relato que no renuncia a la comedia, al comentario social ni a un musical inesperado que irrumpe en mitad de la selva, y que lejos de ser un exceso funciona como afirmación de vitalidad. Es precisamente en estos desvíos donde la película articula su reflexión sobre la vejez: no como un proceso de apagamiento, sino como una etapa donde todavía pueden abrirse caminos nuevos, donde el deseo no desaparece y donde el cuerpo conserva capacidad de elección. En un Brasil que ha visto cómo las personas mayores han sido instrumentalizadas política y discursivamente —desde la retórica de la protección hasta la del abandono—, El sendero azul rechaza ambas posturas y propone una mirada menos paternalista: la vejez como territorio propio, no como problema a gestionar.

    El tramo final reafirma esa tesis sin caer en un cierre edificante. El relato de Tereza no se convierte en un alegato heroico ni en una oda a la autosuficiencia. Mascaro evita el riesgo de glorificar la fuga: su cámara no acompaña a la protagonista para celebrar una libertad abstracta, sino para registrar la dificultad real de sostener una vida fuera de los marcos establecidos. El desplazamiento nocturno hacia el desenlace, filmado con una delicadeza que no necesita subrayados, es uno de los momentos más reveladores del film. Tereza avanza por un sendero apenas iluminado, entre sombras vegetales que parecen absorberla; la escena expresa la mezcla de incertidumbre, miedo y determinación que define su viaje. Allí, la película alcanza una dimensión política más compleja que la que sus detractores le atribuyen: no se trata de denunciar las políticas sociales ni de ensalzar la libertad individualista, sino de mostrar cómo cualquier sistema —progresista o no— puede volverse opresivo cuando reduce la vejez a un mero asunto administrativo. El sendero azul sugiere que la respuesta está en un vínculo renovado entre comunidad, espacio y deseo, en una vejez que no renuncia a su capacidad de imaginar el mundo. Mascaro consigue así una obra que combina riesgo formal, momentos de genuina ligereza y una reflexión inesperada sobre el futuro de un país donde el debate sobre los cuidados se ha vuelto urgente. Frente a quienes ven en la película un gesto ideológico simplista, El sendero azul propone exactamente lo contrario: un espacio ambiguo, sugestivo y abierto para repensar cómo queremos envejecer y qué tipo de sociedad podrá acompañarnos en ese trayecto. Es ahí, en esa mezcla de lucidez y extrañeza, donde la película encuentra su verdadera fuerza. ♦


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