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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Siempre nos quedará mañana

    || Críticas | ★☆☆☆☆
    Siempre nos quedará mañana
    Paola Cortellesi
    La pesadilla de André Bazin


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Italia. 118 minutos. Título original: C´è ancora domani. Directora: Paola Cortellesi. Guion: Furio Andreotti, Giulia Calenda y Paola Cortellesi. Producción: Lorenzo Gangarossa y Mario Gianani. Música: Lele Marchitelli. Dirección de fotografía: Davide Leone. Montaje: Valentina Mariani. Intérpretes: Paola Cortellesi, Valerio Mastandrea, Romana Maggiora Vergano, Emanuela Fanelli, Giorgio Colangeli, Vinicio Marchioni, Francesco Centorame.

    Conviene comenzar señalando una inevitable obviedad: que un buen tema no garantiza una buena película, que una buena intención no justifica necesariamente una trama bien construida, que la defensa de una causa meritoria no es sinónimo necesariamente de buen cine. Antes bien, deberíamos preguntarnos si no debería ser precisamente al revés: que la exigencia de enfrentarse a pecho descubierto con ciertos problemas de máxima urgencia social debería formular necesariamente una manera afilada, compleja, incluso revolucionaria de entender la imagen.

    Pongo la tirita antes que la herida para no comenzar señalando lo evidente: que Siempre nos quedará mañana es una película fallida precisamente porque viene con un reclinatorio incorporado, una imposibilidad de disentir con ella, una mirada aleccionadora y fácil y plomiza y llena de trampas que busca la complicidad automática del público desde la primera escena. Huelga decirlo: Cortellesi no quiere que discutamos nada con su película, sino que asentamos y nos dejemos manipular abiertamente para acabar sintiendo esa placentera y siempre pegajosa sensación: la de haber sido convocados a la sala para aprobar una causa noble, y no para haber visto una buena película. Una película buena y una buena película rara vez son lo mismo.

    Por lo demás, que la trama es tan zafia que hasta un gato podría limarse las uñas contra su superficie: mujer en busca de una emancipación social enfrentada contra un marido monstruoso y situada en un contexto infernal a la que, paradójicamente, su peor enemigo parece ser el equipo de guionistas, empeñados en castigarla y hacerla sufrir escena tras escena: rompe un plato por casualidad, se muere su suegro por casualidad, conoce a un soldado afroamericano por casualidad, pierde un papel por casualidad. Todo ocurre por casualidad, y a ser posible en el peor momento, para estirar una y otra vez un sufrimiento indecible en el que —vamos a decirlo claro— Cortellesi parece pasárselo bomba retorciendo en dolores y angustias a la protagonista. Es el viejo estilo del folletín del siglo XIX, pero también una revisión para todos los públicos de las heroínas de Marqués de Sade: hasta dónde, hasta dónde puede aguantar el público una nueva humillación, un nuevo traspiés, una nueva caída. Como la fórmula parece demasiado gastada y emergen la polillas por las costuras, se soluciona por la vía torpe de la dislocación musical, algo así como un guiño postmoderno (en realidad, post-Tarantino) para que nos traguemos la píldora amarga del melodrama entre algún chistecillo costumbrista y alguna parodia lamentable. Véase, por ejemplo, ese hipotético galán y buena persona, muy humilde y muy obrero, el «hombre blanco bueno de cuota» que Cortellesi mete con calzador y rubrica con un incomprensible y bastante vergonzoso travelling en 360 grados para subrayar, como si no nos hubiéramos dado cuenta, un amor perdido y nostálgico y efímero y maravilloso y, ay, muy mal contado.

    Y es que se quiere contar todo —el derecho al voto femenino, la violencia sexual, la lucha obrera, el triunfo de las democracias occidentales— a martillazos y como si todo fuera lo mismo. Y todo estetizado, en un blanco y negro riguroso e histórico y con una noción de la belleza tan escandalosamente evidente que cada plano parece estar aullando su propia calidad. De nada sirve que el montaje sea tremendamente banal, o que la cámara suela moverse sin ningún tipo de intención narrativa: la película se señala a sí misma como una gran obra: liviana y seria, divertida y trágica, justa, justa, y mil veces justa. Es una película enamorada de sí misma, pero también de un espectador al que acompaña con trucos de magia tan desgastados como una falsa secuencia de escenas para retratar el pasado con aires de cine silente, o una coreografía estetizada para no mostrar la secuencia de la violencia doméstica.

    Compárese, por no hacer sangre, la manera en la que Martha Coolidge aguanta el plano y enrarece la situación narrativa durante el simulacro de violación en Not a Pretty Picture con el baile cómodo y elíptico, siempre bañado por esa nostálgica música popular, con la que Cortellesi quiere aquí hacernos soportable precisamente aquello que debería ser insoportable. En lugar de mostrar la herida, la sangre y el hematoma, prefiere torturar desde el guion a la protagonista, siendo así —como decía antes— el sujeto de la enunciación uno de los mecanismos más perversos que recuerdo haber visto en las pantallas en los últimos años.

    No puedo evitar sentir algunas dudas, una cierta incredulidad al constatar que la película parece enclavarse en un cierto marco cronológico en el que se desplegaba el neorrealismo y, sin embargo, no duda en tirar por tierra todos los postulados éticos y estéticos que habían erigido el cine social italiano de los cuarenta y cincuenta. Como en una pesadilla de André Bazin, el realismo se convierte en un puro chicle mascado que deja el sabor amargo de ciertas categorías identitarias contemporáneas, pero que parece situado a años luz de los acontecimientos que, se supone, pretende retratar. Ese uso de la música que convierte la tragedia en videoclip corre el riesgo de gustar mucho a los espectadores posmodernos, pero es en realidad una bomba de relojería contra las grandes conquistas del cine de combate antifascista italiano. Se me aducirá, no sin razón, que hoy en día resultaría inútil volver a rodar un sucedáneo de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio de Sica, 1948) o incluso de piezas herederas mucho más tardías como Rocco y sus hermanos (Rocco e i sou Fratelli, Luchino Visconti, 1960). Se me aducirá, no sin razón, que su tratamiento de la miseria, de la violencia, de la familia hacinada, del miedo, del horror, no puede ser el mismo en 2024. Sin embargo, me pregunto qué extraño recorrido ha tenido que realizar cierto cine italiano para invertir completamente sus postulados teóricos y plásticos, hasta celebrar como un gran triunfo una película que funciona exactamente como una inversión brutal de aquellas películas: no mostrar demasiado, maquillar, agradar, potenciar la complicidad del espectador, pegarse a los tics de los tiempos y, finalmente, señalarse con un gran gesto y afirmarse como la gran conquista del cine político italiano contemporáneo.

    Algo extraordinariamente importante se nos ha perdido en el camino. ♦


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