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    Crítica | La noche que mi madre mató a mi padre

    La noche que mi madre mató a mi padre

    De lo que son capaces las gentes del cine

    crítica de La noche que mi madre mató a mi padre (Inés París, España, 2016).

    Tras nueve años sin dirigir, algo que la comedia española en su variante más sofisticada no se puede permitir, Inés París regresa con La noche que mi madre mató a mi padre, estrenada hace unos días con éxito en el Festival de Málaga y que acredita el talento de la cineasta para el vodevil y la farsa más alocada, un circo de varias pistas que sabe llevar con muy buena mano. ¿Cuál es su argumento? Pues de entrada da fe del lío que París crea: en la noche en que la actriz Isabel, su marido Ángel, guionista, y Susana, la exmujer de Ángel, directora de cine, quieren convencer al actor argentino Diego Peretti de que protagonice una película que han escrito, se produce la aparición en escena del ex de la anfitriona Carlos y su nueva novia Álex. La irrupción trastoca los planes de la directora y el guionista, extraña aún más al actor argentino y cambia por completo el semblante de la actriz, lo cual vertebra una nueva situación con misterio dentro. Para más inri, el día antes los hijos de las múltiples parejas y exparejas se han ido por su cuenta en un viaje de clase a esquiar, tras perder el bus por un despiste de Isabel. La situación, para la que hay que tener en cuenta todas estas variantes y alguna más que mejor no desvelar, clama a gritos un cómico estallido, y éste se produce y para bien.

    Como en las mejores comedias clásicas, París escribe –con la colaboración de Fernando Colomo, para quien la directora escribió Rivales (2008) con Joaquín Oristrell– un conflicto arraigado en temas plenamente identificables, y le da las suficientes vueltas de tuerca a sus tramas y a los nervios de sus personajes como para lograr garantizarnos un rato estupendo. El juego de réplicas, contrarréplicas y el talento del reparto hace el resto, porque el sexteto de intérpretes que la directora ha fichado está perfecto, y eso que Fele Martínez y Patricia Montero son capaces de ofrecer lo mejor y lo peor. Belén Rueda, cuyo personaje estaba escrito para ella, se luce a fondo encarnando luces y sombras, inseguridades y fortalezas, de su personaje de actriz cuarentona a la que ya no le ofrecen papeles. María Pujalte, actriz fetiche del cine de París (y Daniela Féjerman, su codirectora hasta 2005), está espléndida con un rol que le permite dar un do de pecho cómico en los momentos más narcotizados de su personaje. Por último están Eduard Fernández y Diego Peretti, haciendo este último de sí mismo, que están maravillosos encarnando a los payasos serios de la función hasta que se desmelenan cuando la situación lo pide, en un último tramo de la cinta donde los ánimos están más que crispados. Se nota que el elenco está dirigidos con mimo y detalle, y ellos responden con grandes trabajos. En una nota más curiosa, el rodaje de la cinta en una única localización para casi toda la historia nos recuerda a casos como las recientes Felices 140 (Gracia Querejeta) –con la que tiene algunas semejanzas– o El tiempo de los monstruos (Félix Sabroso, 2015), y nos habla de la precaria situación del cine español hecho sin el apoyo de las televisiones privadas, y donde los directores se ven obligados a escribir historias así para acomodar los planes de producción. La noche que mi madre mató a mi padre funciona perfectamente en esa apartada mansión valenciana de la que el equipo técnico saca tanto partido, y sus momentos de comedia más alocada, donde los personajes cruzan veloces de piso a piso y habitación en habitación, exprime las posibilidades que da el lugar, incluyendo encuadres inclinados y cámaras en mano con intención dramática. Se pasa así, y con nota, el reto de superar las limitaciones de producción en pos de servir la historia más adecuada. Los vericuetos de este relato hacen que uno nunca se cuestione la razón de tal escenario, señal de la brillantez de la puesta en escena.


    Es cierto que París desaprovecha el potencial cómico de algunas ideas y que hace demasiadas carambolas con un personaje lleno de infortunios, pero la película triunfa en última instancia porque hace reír bastante, entretiene durante 94 minutos que se pasan como un suspiro y es capaz de dejar algo de poso en su comentario sobre la crueldad de la industria del cine y la panda de locos que la forman.



    De lo que también habla la cinta, aunque lo deja sabiamente en un segundo plano para no resultar machacón ni obvio en un mensaje, es de las nuevas familias, las formadas por múltiples uniones y rupturas que dejan progenie por el camino –biológica o adoptada– y cuya presencia aquí resulta estimulante porque a veces parece que el cine español no tenga especial interés en hacer crónica de esta particular realidad. No es la primera vez que la cineasta hace esto, ya que sus dos primeros largometrajes, los codirigidos, hablaban de la salida del armario en la tercera edad y de la inseminación artificial como opción para empezar una familia. El grupo protagonista es una gran familia personal y profesional, una mezcla de egos, inseguridades y cinismos varios de desbordante gracia, donde frases como “odio cuando te pones en plan actriz” o “coescribimos todas las pelis juntos” se alternan con saber cuántas ha suspendido el niño o recordar que hay que llamar al fontanero. Más cotidiano imposible. Porque La noche que mi madre mató a mi padre logra que su enredo resulta creíble en lo referente a la descripción de los aspectos más humanos de sus criaturas, ya sean sus neuras como artistas o sus rasgos de personalidad. Funcionan tan bien los chistes como los sentimientos, y eso no lo logra todo el mundo. Aunque llegados a cierto punto, y tras un giro inesperado, el relato ya se convierte en una auténtica ficción, una además con varios niveles que mezcla comedia negra con una farsa orquestada con el control adecuado para que todo funcione con eficacia. Ya sean las escenas grupales o las individuales, el devenir de los acontecimientos está bien graduado en su mezcla de humor y horror, pero requiere un pequeño salto de fe por parte de la audiencia para que la situación no se desmorone ante nuestros ojos si pinchamos en su plausibilidad. Cuando se presente la auténtica idea –en una divertida escena con orina de por medio– que da sentido al filme, y que es coherente con todo lo contado hasta el momento, empezará otra película, algo menor pero también disfrutable. Con todo esto, y algunos detalles más que deben quedar en secreto, la fuerza de la cinta reside finalmente en la chispa e ingenio de sus diálogos y en el buen hacer del reparto a la hora de servirlos, con tanta gracia como autoridad. Sí es cierto que París desaprovecha el potencial cómico de algunas ideas –el baño atascado y hediondo, el arranque lésbico...– y que hace demasiadas carambolas con un personaje lleno de infortunios, pero la película triunfa en última instancia porque hace reír bastante, entretiene durante 94 minutos que se pasan como un suspiro y es capaz de dejar algo de poso en su comentario sobre la crueldad de la industria del cine y la panda de locos que la forman. | ★★★★ |


    Adrián González Viña
    © Revista EAM / Sevilla


    Ficha técnica
    España, 2016. Dirección: Inés París. Guión: Inés París, con la colaboración de Fernando Colomo. Música: Arnau Bataller. Fotografía: Néstor Calvo. Productoras: Shangam Films / POST-ENG Producciones / Rodaje Films / La Noche Movie AIE. Productores: Beatriz de la Gándara, Miguel Ángel Poveda. Montaje: Ángel Hernández Zoido. Vestuario: Vicente Ruiz. Dirección artística: Laura Martínez. Reparto: Belén Rueda, María Pujalte, Eduard Fernández, Fele Martínez, Diego Perreti, Patricia Montero.

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