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    Crítica | Los caballos de Dios

    Los caballos de Dios

    Determinismo maniqueo

    crítica de Los caballos de Dios | Les chevaux de Dieu, de Nabil Ayouch, 2012

    En el 2012 se alzaba con la Espiga de Oro de la quincuagésimo séptima edición de la Seminci Los caballos de Dios (2012). Película del realizador francés de origen marroquí Nabil Ayouch. Una coproducción (Francia, Marruecos y Bélgica) que sigue los pasos que van trazando dos hermanos desde su tierna infancia hasta su madurez. A pesar de una estructura agrietada por el abuso elíptico son evidentes las dos partes que configuran la cinta. De complementariedad maniquea. A ritmo de a rey muerto, rey puesto. Conectadas por el hilo contextual de la historia. La primera escoltando al dúo protagonista por el extrarradio de Casablanca y sus miserias. Concretamente por el barrio de Sidi Moumen. Un suburbio de uralita y polvo que recuerda a Cidade de Deus (2002), pero bajo el yugo de otras coordenadas culturales. Y una segunda al abordaje de los mecanismos del fundamentalismo islámico, con la base real de los atentados que sacudieron la capital marroquí allá por 2003 y que dejaron una treintena de muertos y un centenar de heridos.

    Los caballos de Dios echa a andar igual que la citada película de Meirelles. Un enjambre de aguilillas persiguiendo a su presa esférica sobre un terreno arenoso y polvoriento. Ayouch arranca con uno de esos partidos de final incierto, precedido de tangana. Uno de esos "partidos de mediodía, antes de comer. Partidos después de las clases, en cualquier callejón, hasta el anochecer (...) partidos que después solo se juegan en sueños" que diría Segurola. Lo dicho, tras discrepancias varias, pies en polvorosa. Una transición, no tan brillante como la que hubiese hecho el director brasileño, que nos adentra en las desventuras de un mundo donde la indigencia es el bastión de la realidad. Una ciudad dentro de otra ciudad. Una barriada que a mediados de la década pasada contaba con más de 250.000 personas. Un entorno insalubre debido a un crecimiento urbanístico improvisado por la necesidad. Una aglomeración demográfica fruto del éxodo rural masivo; provocado por una sobreexplotación de recursos y el empeoramiento de las condiciones de vida en el campo. Un nicho de violencia. El ¿microcosmos? donde viven ambos protagonistas. El hermano pequeño, Yachine, de vocación guardameta. Con La araña negra –Yashin– en el bolsillo. El mayor, Hamid, de vocación matarife. Con cadenas en las muñecas. Cabecilla del barrio, protector de su hermano en una encrucijada de pícaros y corrupción forjada de espaldas a Alá. Al menos hasta que lo encierran en la cárcel. Su regreso supondrá el inicio del siguiente acto. Marcado por su afiliación, incorporación o incluso alistamiento –como quieran decirlo– en una célula terrorista de Al Qaeda. La primera parte tiene sentido como atenuante, justificación más bien, de lo que ocurre en la segunda. Una relación de causa efecto un tanto torpe y predecible. Con un descarnado relato de la infancia el director cree dar respuesta a los interrogantes que acompañan a un atentado suicida. Así se forjan los mártires parece decir.

    Los caballos de Dios

    Y es verdad, la pobreza, la injusticia, la ausencia de educación están detrás de los fanatismos. El problema es la falta de matices en la construcción del discurso. Se nos muestra la preparación psicológica de un terrorista, pero no como éste se hace acopio de esos dogmas. Máxime viniendo de una actitud desafiante con los preceptos del Corán. Los caballos de Dios palidece allende su ecuador. Víctima de un alegato que abandona el realismo por interpretaciones sesgadas. Debido a esa ambición por convertirse más en un retrato simplista que avale la tesis del director –acreditada por la frase "basado en hechos reales"–, que en procurar una hábil reconstrucción de un proceso plagado de claros y oscuros. Nadie expone las motivaciones de los terroristas, manipulados sin más. Devotos primero bajo la obligación de la coacción, después bajo la influencia de la fe. El director parisino convierte el incuestionable influjo del medio en auténtico determinismo moral. Sin lugar a dilemas de conciencia. Blanco o negro. No existe el gris.

    Hay más reprobaciones al margen de la elucidación dicotómica del radicalismo islámico. El excesivo uso elíptico rompe la naturalidad e ilusión de ver una acción ininterrumpida en pantalla. Con esa misma torpeza resuelve el director otro tipo de escollos –por ejemplo la deserción del miembro más entusiasta, un farol de manual–. Existe también, en algunos momentos del metraje, una dureza impostada. ¿Acaso no alcanza con filmar a niños de entre seis y diez años en un festín de tabaco y alcohol? No. Hacía falta una violación metida con calzador. Una muestra más para el abundante inventario de denuncias: la pobreza, las drogas, la corrupción, el trato a los homosexuales, el fanatismo religioso, el abandono infantil, la situación de la mujer. Como historia vital de dos hermanos tiene un pase. De hecho, el recorrido por esa patria llamada infancia es bastante digno. Pese a según qué licencias, se deja ver. Pero como una particular Paradise Now —el notable largometraje de Hany Abou-Hassad (2005)— de Nabil Ayouch, no salva el trámite. Un trabajo no sé si prescindible, pero fácilmente olvidable. Desfiló sin pena ni gloria por el Festival de Cannes, y triunfó en Valladolid. Me figuro que habría tómbola en Zorrilla y tocó del lado marroquí. | ★★★★ |

    Andrés Tallón Castro
    © Revista EAM / Madrid


    Ficha técnica
    Marruecos, 2012, Les chevaux de Dieu. Director: Nabil Ayouch. Guion: Nabil Ayouch. Productora: Les films du nouveau monde. Fotografía: Hichame Alaouie. Música: Malvina Meinier. Reparto: Abdelhakim Rachid, Abdelilah Rachid, Hamza Souidek, Ahmed El Idrissi El Armani. Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci 2012.


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