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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Valor sentimental

    || Críticas | ★★★★★ |
    Valor sentimental
    Joachim Trier
    Recordarás mientras atraviesas la tristeza


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Noruega, Francia, Alemania, Dinamarca, Suecia, Reino Unido, 2025. Título original: «Affeksjonsverdi». Título internacional: Valor sentimental (Sentimental Value). Dirección y guion: Joachim Trier y Eskil Vogt. Compañías: Mer Film, Eye Eye Pictures, MK Productions, BBC Film, Lumen Production, Komplizen Film, Zentropa, Zentropa Sweden, Film i Väst, Alaz Film. Festival de presentación: Festival de Cannes (Competición Oficial). Distribución en España: Elástica Films (estreno 5 de diciembre de 2025). Fotografía: Kasper Tuxen. Montaje: Olivier Bugge Coutté. Música: Hania Rani. Reparto: Renate Reinsve, Stellan Skarsgård, Inga Ibsdotter Lilleaas, Elle Fanning, Cory Michael Smith, Jesper Christensen, Lena Endre. Duración: 133 minutos.

    «When the dog bites
    When the bee stings
    When I´m feeling sad…»


    I.

    En los primeros planos se presenta una casa. Sería demasiado complicar cifrar si es un hogar, pero por el momento baste con señalar que a veces está habitada y otras veces guarda un silencio reverencial. Hay un territorio —el de la infancia— que apenas se esboza con unas breves pinceladas de extrema belleza. Dos niñas que huyen entre carcajadas, un rostro improvisado tras los cristales, y de pronto, una grieta.

    La casa podría ser el centro compositivo de la película, si no fuera porque luego la película se marchará corriendo, huirá, como lo hace el padre protagonista, hacia otras localizaciones: una playa en Francia, un escenario teatral, un pequeño apartamento grisáceo bajo el sol ausente y todavía más grisáceo de Noruega. Y sin embargo, la casa —intuímos— ya reverbera desde ese arranque como una suerte de espacio fantasmal que persigue, que atormenta, que acuna todo lo que ocurre después. La primera paradoja de Valor sentimental —la que ya haría, en cierto modo, que la película fuera una obra maestra— es que la casa encantada no aprisiona a sus moradores, sino que les deja marchar y, al revés, es ella misma la que se aparece en sus pesadillas y la que no les permite escapar de su embrujo. La casa puede ser amable o inocua, pero resulta imposible de vencer así que hay que conquistarla.

    Quien dice la casa dice el pasado, claro.

    II.

    A primera vista, la película parece que tiene una estructura deslavazada. Está salpicada de extraños fragmentos conectados por una leve tensión causal, separados entre sí por unos bruscos cortes a negro que parecen despejar cualquier tentación de continuidad. El tiempo es abrupto, las elipsis son generosas. Parece que accedemos a pedazos del relato que recogemos del suelo tras una explosión. A veces entre fragmento y fragmento han pasado décadas, a veces meses, a veces unas pocas horas. La película impone su propio tiempo a partir de esa discontinuidad del montaje, y gracias a él se permite el lujo de cambiar de tono y de registro visual como mejor le viene. Pronto nos damos cuenta de que lo que vemos no es tanto una historia o un conjunto de historias, sino el ejercicio mismo de la memoria en marcha, y no cualquier memoria: quizá la de la propia casa, quizá la del propio enunciador de la película, quizá una memoria imposible que es la propia memoria europea, una memoria plagada de torturas, campos de concentración, festivales de cine, padres que se marchan, terapia, baile, teatro. Quizá Trier está trazando en algo aparentemente pequeño un fresco gigantesco de vivencias y posibilidades, como lo hacían esos artesanos —entre lo ridículo y lo sublime— que eran capaces de tallar el Padre Nuestro en un grano de arroz y alimentaban así los gabinetes de curiosidades. La película es el grano de arroz, aunque dure dos horas y cuarto que se pasan en un suspiro, y la punta del cincel que escribe la oración es la memoria europea, esa cosa que hoy no interesa ya a casi nadie de lo envejecida y gastada que está, pero que a unos pocos todavía nos calienta en las largas noches del invierno posmoderno.

    De ahí dicen que la cinta remite a Bergman. Quizá, pero no de una manera muy diferente a la que Perfect Days remite a la obra de Yasujiiro Ozu, pongamos por caso. Decía hace un momento que la película parece desmañada estructuralmente, como si hubiera surgido de una explosión, y puede que esa explosión sea la del cine europeo tras las bombas de relojería de los ochenta y los noventa. Claro que hay ciertos ecos en la composición de plano de Gritos y susurros —las dos hermanas vestidas de negro, frente a frente, reflejándose la una en la otra—, o de Persona —el juego de rostros evanescentes que se fusionan en la mirada directa a cámara—, por no hablar de toda la referencia a hogares rotos, creadores atormentados, el poder de la oración o el silencio de Dios. Tomar cada uno de esos elementos para generar complejos juegos intertextuales sería divertido, pero probablemente no nos permitiría llegar muy lejos. Lo relevante es que pone de manifiesto que los espectros del cine vuelven insistiendo sobre ciertos temas que no están resueltos y que siguen encontrando formulaciones siempre frescas, urgentes: Europa, contra todo pronóstico, insiste.

    III.

    La pregunta por Europa ha sido, al menos en los últimos doscientos años, la pregunta por el padre que abandona a sus hijos. Hay un eco salvaje en el hecho mismo de que una de las protagonistas de la película se llame Nora que va mucho más allá y mucho más acá del personaje de Ibsen o de la cita a la cultura nórdica. A la Nora de Ibsen se la ha reivindicado mucho como adalid de un cierto autodescubrimiento y una cierta apuesta radical por la autonomía que, curiosamente, no siempre se ha aplicado con el mismo rigor a las figuras paternas. Aquí Trier pega un volantazo salvaje y se permite el extraño lujo de no juzgar a nadie. Las cosas están rotas y llenas de dolor, y todo el mundo está infectado por una tristeza irresoluble y sin embargo son capaces de hacer películas, de intentar hablar, de jugar entre sí, de amarse, de confiar en el futuro. La apuesta de Trier es desquiciada en su humanismo: Padre e hija están completamente arrasados y, sin embargo, ambos quieren lo mejor para el más pequeño de la familia. Ese «querer mejor», cuidado, no escapa del mecanismo de sus propios traumas ni esconde que el niño puede ser algo más o algo menos que un peón en el juego de poder que se juega en toda familia. Y repito, sin embargo son capaces de moverse en un territorio muy parecido al amor.

    Luego está el problema de los vínculos, claro, de ese interminable rompecabezas de cada sujeto contemporáneo —quien lo sufrió lo sabe— que se pregunta constantemente cuánto hay de amor y cuánto de egoísmo en las cosas que crea, que comparte, que escribe o que lega. Habrá quien señale que el «Borg», apellido familiar del padre que atraviesa toda la trama, no es sino un eco, un nuevo intertexto del protagonista de Fresas salvajes. Empero, no es así. El Isak Borg de Bergman era un hombre seco y huraño, atrapado por su pasado y completamente gélido que únicamente al final de su viaje abrazaba in extremis la posibilidad misma del amor. El Borg, los Borg de Trier son personajes capaces de reír y de hacer reír, por mucho que a menudo lloren entre ellos y por mucho que se decepcionen sistemáticamente. La segunda paradoja que atraviesa la película —y que haría, en cierto modo, que la película fuera de nuevo una obra maestra— es su manera de mostrar cómo una familia completamente rota, pulverizada, compuesta por cuerpos tan frágiles y tan heridos puede ser, de una manera extraña pero increíblemente realista, una familia feliz.

    Porque no todas las familias felices son iguales. Cada una es feliz a su modo.

    IV.

    Se puede ser feliz en una pequeña isla rodeada por la tristeza. Tardé muchos años en comprenderlo, tardé muchos años en comprender aquel hermoso monólogo con el que el personaje interpretado por Victor Sjöström —en efecto, el Isak Borg de Fresas salvajes— despedía la monumental e infravalorada Hacia la alegría del propio Bergman:

    «Se trata de una alegría que no se puede expresar en la felicidad, ni en el hecho de que afirmes Estoy contento. A lo que me refiero es a esa alegría tan grande, tan especial, que se hunde bajo el dolor y la desesperación sin límite. Es una alegría más allá de toda posible comprensión».


    Creo que Trier ha sido uno de los pocos directores contemporáneos capaces de moverse, de entender esa alegría subterránea, esa que puede emerger de las brechas de las casas, de la imposibilidad del reencuentro, de la inagotable sorpresa que nos confirma cada mañana como seres humanos. Una alegría imposible, desquiciada, paradójica, que queda consignada en ese monumental, sobrecogedor final en el que finalmente se nos ofrece un plano secuencia prometido… pero también una coda, una ampliación, un más allá de lo que la película misma podría decir. Si lo piensan, el final de Valor sentimental se apoya en tres gestos fílmicos: hay un plano secuencia (la historia que se cierra, que se cura de alguna manera mediante su recreación), hay un plano-contraplano (que cura a su vez a dos personajes de la cinta que, torciendo el final de Saraband, podríamos decir que por primera vez se miran con una comprensión absoluta), y finalmente un plano general en altura que apunta a una mirada diferente, una mirada teológica, una mirada de la que emerge la comprensión hacia los personajes. Podría ser simplemente una mirada humana que se fascina con la capacidad catártica, sanadora del séptimo arte. Podría ser también, quién sabe, una mirada espiritual que intenta garantizar de una manera que no podemos explicar la posibilidad misma del perdón o de la reconciliación. Podría no ser ninguna de esas dos cosas y tratarse simplemente de un manierismo, pero cuidado, no me negarán que el hecho mismo de que Trier cierre su obra con esos tres lugares comunes del lenguaje cinematográfico no hace un extraño esfuerzo por resignificarlo de alguna manera. Y por eso, supongo, la película ya podría ser de nuevo una obra maestra.

    V.

    Ahora que termina el año y miro mi (inevitable) lista de las mejores películas del año, me doy cuenta de que casi todas —Lou Ye, Alauda Ruiz de Azúa, Gerard Oms, Zhangke— giran en torno a la misma paradoja que el mundo parece no poder permitirse: no bajar la guardia, no caer en el cinismo, no permitirse flaquear ante un mundo que se revela/rebela como inhabitable. Ciertamente, hay algunas excepciones que mayormente vienen del área norteamericana —Bigelow, Aster—, pero quizá porque allí ya andan hundidos y arrasados por un apocalipsis simbólico que permite poca vuelta de hoja. Y con todo y con eso, hemos tenido un Paul Thomas Anderson que con buenos motivos ha sido el banderín de enganche de muchos críticos y críticas que siguen defendiendo la posibilidad de la utopía, del humor, la posibilidad misma de hacer algo con las cenizas del cine clásico.

    La película de Trier pertenece a la primera categoría, por mucho que a veces imposte su cinismo. Cuando uno de los protagonistas le regala a su nieto por su cumpleaños las películas de Haneke y de Gaspar Noé, además de proponer uno de los mejores chistes de la temporada, está impostando una mueca burlona que no se mantiene en la lectura atenta de su propio film. Ni Borg padre cae en la tentación de la desesperación rodando, ni Trier asfixia demoledoramente a sus criaturas. Hay que avanzar —¡Motore! que grita Moretti en Abril y en El sol del futuro—, hay que avanzar como sea, hay que conquistar el mismo avance.

    La tristeza, me dirán, es inevitable. Trier también lo dice. La brecha. Pero siempre queda algo en el fondo de la brecha para recordar mientras se atraviesa. Una película, por ejemplo. Esta película, por ejemplo. ♦


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