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    Crítica | El blues de Beale Street

    Blues People: Negro Music in White America

    Crítica ★★★★★ de «El blues de Beale Street», de Barry Jenkins.

    Estados Unidos, 2018. Título original: «If Beale Street Could Talk». Director: Barry Jenkins. Guion: Barry Jenkins (Novela: James Baldwin). Duración: 119 minutos. Edición: Joi McMillon, Nat Sanders. Fotografía: James Laxton. Música: Nicholas Britell. Diseño de producción: Mark Friedberg. Diseño de vestuario: Caroline Eselin. Productora: Annapurna Pictures / Pastel / Plan B Entertainment. Intérpretes: KiKi Layne, Stephan James, Diego Luna, Pedro Pascal, Teyonah Parris, Regina King, Colman Domingo, Brian Tyree Henry, Ed Skrein, Michael Beach, Emily Rios, Finn Wittrock, Dave Franco, Aunjanue Ellis, Faith Logan. Presentación oficial: Toronto Film Festival, 2018.

    Hoy fui a visitar a Fonny, estábamos sentados el uno frente al otro, mirándonos y separados por un muro de cristal”. Al comienzo de If Beale Street Could Talk, James Baldwin establece la perfecta analogía de lo que entrañaba ser una pareja de jóvenes afroamericanos en la América de los 70. La pasión, el ardoroso deseo de estar juntos, el agridulce sabor de una breve separación relativa a todos los que alguna vez se han enamorado, con la particularidad de que, ahora, la raza actúa como una pared de cristal, que te permite mirar, ver, sentir, pero al mismo tiempo te impide ser libre, mostrar tus emociones tal y como son percibidas por el cerebro, pues tendrán que ser filtradas a través de un teléfono en la pared de ese diminuto cubículo carcelario al que estás obligada a recurrir, desamparada de toda intimidad, cada vez que quieres ver a quien amas: “I hope that nobody has ever had to look at anybody they love through a glass”. Si la calle Beale pudiera hablar nos contaría una historia de amor y odio, una de tantas que tiñeron de sangre el oscuro asfalto de su piel curtida. En el proceso de gestación de una identidad literaria propia, Baldwin, uno de los dos autores que, junto a Toni Morrison, iniciaron la necesaria revolución poética afroamericana del siglo XX, anquilosada por entonces en los paradigmas de la novela costumbrista de los últimos años 20, y la novela de protesta social de los 30 y los 40, otorgó al ciudadano negro una dignidad que, hasta cierto punto, resultaba inédita en las páginas de una novela de abierta distribución. Influido por la imponente figura de Richard Wright, el escritor crearía a comienzos de la segunda mitad del siglo pasado una literatura consciente de su individualidad, apoyada en un tono confesional que, por primera vez, dejaba atrás el grito de protesta y se sinceraba con el lector, lo miraba sin arrogancia pero sin sometimiento alguno; era una escritura que no sólo se dirigía al lector afroamericano, sino que invitaba todos a analizar las trabas y escollos que sus personajes encontraban en el camino hacia una identidad personal.

    En su trasposición cinematográfica, Barry Jenkins efectúa con precisión cada uno de los ajustes necesarios que toda buena adaptación ha de contener para cumplir su función principal: adaptar un mensaje a otro momento y otro lugar; recontextualizar la historia original. Sin ninguna duda, el resultado, al menos en lo referente a esta narrativa de trasposición, deviene en un trabajo impecable pues en su análisis final, si desnudamos ambas obras y las reducimos a los aspectos más esquemáticos de sendas narraciones, el argumento común se postula como indicador suficiente de una equivalencia mutua e irrefutable; sin embargo, en un estudio paralelo, vemos que el filme resultante no pretende que su lírica se domestique a la prosa de la novela origen, pues es consciente de la inadecuación existente entre esos dos formatos que ahora pugnan por reconciliarse. En su lugar, acaricia cada capítulo y lo reescribe con respeto, manteniendo una esencia manifiesta, pero desechando juiciosamente lo que distanciaría su película del espectador actual, como por ejemplo el apartado religioso. Jenkins conserva el mismo universo urbano de Baldwin, habitado por artistas, delincuentes, borrachos y proletarios que comparten un mismo espacio en la búsqueda de una lógica existencial como centro de su narrativa; no obstante, el director abandona la falsa seguridad del entorno religioso, como también lo haría el escritor en sus últimos trabajos, para adentrarse en los enclaves más siniestros de Harlem, en los lóbregos rincones del sufrimiento del pueblo negro. Tish y Fonny personifican el discurso del cambio, una oratoria primordialmente laica y en constante litigio con unas circunstancias externas hostiles que los enfrentan irremediablemente al olvido de sus raíces. Fonny, por ejemplo, en su esfuerzo por alcanzar la plenitud de sus impulsos artísticos, se erige como figura mesiánica: su honradez, su oficio de tratador de madera, su honesta austeridad y su confrontación con la injusticia social, lo elevan a una simbólica personificación de Cristo, pero siempre partiendo de una actitud individualizada y de genuina sencillez, con una estética bohemia y hipsterizada que nos lleva a la proyección del arte negro secularizado del siglo XX, como si ese mesianismo hiciera referencia más a un ídolo afroamericano como Basquiat que al propio protagonista de las Sagradas Escrituras.



    «La sublime narración que acompaña la película es, al tiempo, una de las más disfrutables herramientas rítmicas de la cinta; un constante flujo de conciencia procedente de la misma protagonista y que eleva o disminuye el ritmo de la acción a su antojo, dependiendo de su ánimo, para acompañar con pequeñas piezas poéticas los primerísimos primeros planos de los rostros de los dos protagonistas». 


    En este mismo aspecto, la novela proponía una participación del éxtasis irracional-religioso preponderante en lo que a las acciones de los familiares se refiere. Por ejemplo, su mensaje era muy crítico con aquellos que se rinden a los designios del Señor como último e inevitable destino. Tal es el caso de la madre de Fonny, la señora Hunt, descrita como una mujer santificada de aspecto serio y noble. Cuando su hijo es falsamente acusado de violación, en ningún caso la vemos actuar como si estuviera a punto de perderlo en la pena de muerte, sino que su actitud es la de sumisión al perfecto plan de Dios. En contraposición aparece la familia de Tish, que utiliza todos los medios posibles para apoyarlo, como robar o persuadir a abogados para que traten de detener el ultraje de derechos que se pretende. Con esta posición, Baldwin intenta decirnos que, si el futuro de Fonny estuviera supeditado exclusivamente a los rezos de su madre –en ocasiones más cercanos a maldiciones– y a las lágrimas compasivas de sus hermanas –en su mayoría de connotaciones orgásmicas–, el joven no tendría ninguna posibilidad de salvación. En su lugar, Jenkins presenta a esta familia en una única escena donde establece con asombrosa precisión los diferentes roles a los que cada miembro se acoge en la lucha por la liberación de Fonny. Una secuencia que nos deja muchas pistas de lo que se escondía en los 70 tras las paredes de un matrimonio afroamericano de clase baja en Harlem: un cabeza de familia más preocupado por sus amistades que por los dramas que se viven en su casa, incapaz de plantar cara a su mujer y reprochar su irracionalidad de una forma lógica, por lo que, en un acto censurable e injustificable, la golpea cuando cree que ha de cesar en la incesante pronunciación de crueldades que salen de su boca. Ninguno de ellos ha obrado correctamente, pero, por la ignominiosa actitud del hombre, la mujer se alza victoriosa en el juicio moral, hasta que entran en escena las mujeres de la familia de Tish, quienes pondrán en su sitio a la airada beata y a sus desagradables hijas con un poco de su propia medicina; por fin, justicia poética en su máximo esplendor.

    Será en este punto, al igual que cuando se presente al policía que ha respaldado falsamente la acusación de Fonny, cuando Jenkins comience a incluir la violencia verbal y descriptiva que caracteriza la etapa de madurez del escritor, adoptada de la lírica protesta contra la dominación blanca promulgada por Amiri Baraka durante los años 60. Una época en la que, coincidiendo con el período de mayor acritud de la lucha por los derechos civiles del pueblo negro, Baldwin se adentraría en el activismo político. Todo esto, no obstante, será mantenido tanto en la novela como en la película, en un coherente segundo plano, pues lo que se propone es enraizar la narrativa en la exploración de la riqueza de una cultura mediante la búsqueda de aquellos rasgos antropológicos en los que pervive la memoria histórica de sus ciudadanos; romper con lo que Toni Morrison denominaba como “amnesia colectiva”. Por supuesto, no hay mejor forma de alcanzar este propósito que mediante uno de los rasgos de identidad que mejor ha definido el movimiento cultural afroamericano: la música. La expresión musical, presente desde el mismo título de la película –que hace referencia a la canción Beale Street Blues, de William Handy–, se transforma en un discurso alternativo puramente lingüístico, repleto de referencias a músicos, trascripción de estrofas y aliteraciones. Este recurso será utilizado por Jenkins para formular una estética melódica muy semejante a la que imaginaríamos en un blues americano. Así, las descripciones de paseos románticos bajo el sonido de la música, son imaginados por el director como un cuadro de Grimshaw en el que la luz de la luna llena se refleja sobre los adoquines mojados por una lluvia que crea un improvisado concierto de percusión sobre el pequeño paraguas rojo bajo el que caminan de la mano dos enamorados, aprovechando la restricción del espacio para juntar sus cuerpos sin prestar atención a la romántica postal que se levanta a su paso. La sublime narración que acompaña la película es, al tiempo, una de las más disfrutables herramientas rítmicas de la cinta; un constante flujo de conciencia procedente de la misma protagonista y que eleva o disminuye el ritmo de la acción a su antojo, dependiendo de su ánimo, para acompañar con pequeñas piezas poéticas los primerísimos primeros planos de los rostros de los dos protagonistas. Unos planos tan próximos que sólo nos permiten discernir el amor que se refleja en sus miradas, distorsionando deliberadamente, con una dilatada profundidad de campo, el resto del encuadre porque, a pesar de todo, la política, el odio, el racismo o la incomprensión, nada importa en ese instante más allá del amor, un amor tan seguro y consciente que parece la única realidad. Si la calle Beale hablara, lo haría de Fonny y Tish. | ★★★★★ |


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Beale Street


    El blues de Beale Street se ha estrenado el 25 de enero en España gracias a eOne Films Spain.

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