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    El libro y la hermandad (Iris Murdoch, Impedimenta)

    El libro y la hermandad

    El amor como peaje en suspenso

    crítica de El libro y la hermandad de Iris Murdoch (Impedimenta).

    Reino Unido, 2016. Título original: The Book and the Brotherhood. Fecha de publicación original: 1987. Editorial original: Chatto & Windus. Traducción: Jon Bilbao. Postfacio: Rodrigo Fresán. ISBN: 978-84-16542-33-8. Encuadernación: rústica. Formato: 14 x 21 cm. Páginas: 656. Precio: 24,95 €. Valoracion: ★★★★★.

    La zona V equivale a un gris estándar cuya poética indefinición, a medio camino entre el blanco y el negro, es hoy (en realidad desde los primeros años treinta del siglo XX) el patrón oro de la fotografía. Una metáfora indestructible de la existencia en sociedad y del sinvivir que muchas veces nos lleva a soportarla con ansiolíticos. William T. Vollmann lo reveló hace ya varios años en su tan operística como merecidamente premiada con el National Book Award Europa Central: «(...) un ingenioso mozalbete ingeniero llamado Ansel Adams empleó una formación en erizo de cañones de fotones para fracturar la escala tonal del firmamento en diez zonas exactas, desde el negro primigenio de la zona 0 al blanco perfecto de la zona X. Contraste, relaciones nube-precipicio, pinos gris perla engalanados con huecos de negro absoluto, luminosidad y detalle, ríos gris plomo de gama intermedia ribeteados de estelas de un tono más pálido». De tal forma que todos los gradientes fueran advertidos, si bien en dos únicos colores, por el ojo humano, tan acostumbrado él a ver la realidad (o su copia en haluros de plata) sin matices. Y sin humo; aunque ese ojo ya obnubilado mirase desde las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, donde el gas adquiría por momentos condición onírica, exponiendo radicalmente —a tiros, a morterazos, a voladuras sobre y bajo tierra— que el granulado no solo es «una característica fundamental de la propia realidad» sino una manera de admirar y aprehender las mejores historias escritas desde entonces. Que no son pocas, y en lo que respecta al casi siempre minusvalorado género femenino contadas las que le pueden disputar el sillón a tres obras maestras indiscutibles de Iris Murdoch; por orden cronológico: Bajo la red (escrita en 1954 y seleccionada en 2001 por la American Modern Library como una de las cien mejores novelas en lengua inglesa del siglo XX, distinción que repite en un top secular de la revista TIME), El mar, el mar (Premio Booker en 1978); y la presente joya en bruto recién editada por Impedimenta que es El libro y la hermandad (finalista, también del Booker, en 1984).

    La obra que tengo en mis manos es a la vez puerta a un mundo fascinante con acento upper class y portal a unas vidas más bien insatisfactorias que, de entrada, apuntan muy al sur. A un sur perdido en el interior, de acuerdo, pues el baile se ambienta en la universidad de Oxford, concretamente en una fiesta de exalumnos que hipotecaron su juventud intentando triunfar y que alcanzaron la madurez intentando sobrevivir a esa cosa fétida y corruptible llamada "mundo real". Ha pasado tanto tiempo que ya no cabe nada; ni siquiera lo accesorio. O sí. Díganme, ¿quién no disfruta con esas pequeñas cosas, con un baile junto al río Cherwell? Allí, aprovechando una fiesta de fin de curso o un festejo conmemorativo, se reúnen Gerard Hernsahw, Rose Curtland, Gulliver Ashe, la joven y efervescente Tamar Hernshaw (hija de Violet, invitada que no comparece y sin embargo es una de las presencias más notables), Jenkin Riderhood, el matrimonio cuesta abajo y sin frenos Duncan y Jean Cambus; y también —al estilo Dirty Dancing pero sin almíbar ni volandas kamikazes, huyendo él de la compañía de ella— Lily y Crimond. Allí están. Se han vestido para la ocasión. Se hablan mucho y, seguramente, muy bajito. Sobre todo ellas. No sabría decir por qué. Es una sensación que transmiten los impecables diálogos de Murdoch. Hay en las conversaciones que ellas hilvanan un dejo de pretendida contención, quizá un mohín de hastío trenzado simplemente para camuflar sus auténticos sentimientos, si la autenticidad fuese un valor real.


    «Hay en las conversaciones que ellas hilvanan un dejo de pretendida contención, quizá un mohín de hastío trenzado simplemente para camuflar sus auténticos sentimientos, si la autenticidad fuese un valor real».



    Tapándose la boca, en fin, transcurre la noche —primero de los tres actos en que se divide la historia— como si brindaran mientras esperan cada uno su tren noctámbulo. Veinte o veinticinco años después. Cada vez menos marxistas y más intrigados por el libro que nunca terminan de financiarle al elocuente y políticamente radical David Crimond, cuya inteligencia parece demasiado genuina y su discurso, algo más que perturbador. Los amigos estudiaron, y eligieron letras: Filosofía, Lengua y Literatura, Historia... Alimentos, dicen, que nutren el alma y casi nunca llenan la nevera ni pagan las facturas. Algunos, con suerte, encontraron buenos trabajos. Otros odian los que tienen y todos coinciden en que ninguno —leemos entre líneas, o nos dejamos transportar a través del río Iris y sus múltiples afluentes, con sortilegios familiares, caracoles telepáticos, un vagabundo pre-apocalíptico, una exhibición de patinaje sobre hielo, debacles amorosas, debacle en general, humor fino e indeleble, y apuntes que tocan hueso y lo dejan a uno preguntándose cómo hubiera sido colonizar por un instante la mente de esta escritora genial— descifra los pensamientos de su interlocutor: «Tamar estaba lista para enamorarse. Se puede planificar el enamoramiento. O, a lo mejor, lo que parece un plan determinado no es más que la anticipación excitada del inequívoco gesto compartido, postergado para hacerlo perfecto, en que las miradas y las manos se encuentran y las palabras dejan de ser útiles».

    Recurríamos antes a la fotografía no sin un porqué. El gris, como concepto en minúsculas y como loro-mascota con mayúscula de un Gerard adolescente que todavía hoy no ha podido olvidarlo (sus padres lo dieron en adopción mientras él se encontraba en la universidad) ni perdonárselo a su hermana Pat (quien colaboró activamente), es aquí parte intrínseca de una novela romántica o, más bien, sobre el amor que hunde sus raíces en el desaliento colectivo, como teoría en pijama que busca primero alicatar el tópico de unos jóvenes marxistas y estudiantes de Oxford —vistos, eso sí, a través de un presente mutable que nos señala la imposibilidad de reescribir los tropiezos no poco didácticos que forjaron su futuro— convertidos en maduritos ¿interesantes? con las repuestas justas y el rencor à la decimonónica. Y después, la sensación de estar ante uno de esos efectos ópticos en forma de escalera que no sabes si sube o si baja o qué; la gracia precisamente es no saber hacia dónde apunta la hermandad y el dichoso libro interminable: una suerte de Macguffin que, según cátedra del cockney Alfred Hitchcock, en un primer momento desvía la atención del lector/espectador al lugar equivocado para que éste crea que sabe por dónde irán los tiros, aunque en realidad no sabe nada. Todo ocurrirá si no al margen, sí en la inquietud misma. Y, en cualquier caso, tampoco la filósofa y escritora irlandesa tiene las respuestas exactas. Precisamente en ese gris medio casi mágico vadea Murdoch el temporal que arrecia sobre sus personajes, y, por extensión, sobre todos ustedes: lectores a la espera de que algo (ir)racional ocurra en cualquier momento. «¿Cómo se hace, morir?», se pregunta un hermano. «No puede ser difícil, lo hace todo el mundo. A lo mejor se parece más a un pequeño desplazamiento, una suerte de giro repentino. Un día yo mismo realizaré ese desplazamiento. ¿Sabré cómo hacerlo? Lo sabré cuando llegue el momento, mi cuerpo me lo dirá, me instruirá, me apremiará, me empujará más allá del borde. Es un logro. ¿O en realidad lo que sucede es algo parecido a cuando te quedas dormido sin darte cuenta? Quizá en el ultimísimo instante todo se vuelve fácil, se llega al lugar donde todas las muertes se asemejan. Pero eso también debe de ser cierto por definición». Quién sabe. Con todo, la vida sigue. Y el raspón escuece. Y seguimos sonriendo, nerviosos y expectantes, porque Miss Murdoch al fin ha dicho: «Bailemos, darling».

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