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    Crítica | Las brujas de Zugarramurdi

    Las brujas de Zugarramurdi

    SON MUJERES, SON BRUJAS, SON SINÓNIMOS... EN ZUGARRAMURDI

    crítica de Las brujas de Zugarramurdi | Álex de la Iglesia, 2013

    En la Puerta del Sol nace una arteria con múltiples ramificaciones que van a parar a muchos sitios, una eternidad de asfalto que desemboca en los límites de un país que se precipita radialmente desde el Kilómetro Cero. Allí mueren también las mismas carreteras que trazarán el viaje de regreso a casa, tras una devastadora noche de alpiste con amigos y espontáneos del beber-hasta-el-coma-porque-sí-y-porque-me-da-la-gana. Un lugar marcado por la afluencia de idiomas, caras pintorescas, frikis narcóticos, manteros, vendedores de dispositivos saltarines que se iluminan en el aire en tanto que su dueño pía con un ¿artilugio intrabucal? y pernicioso, y gente entremezclándose con músicos de cuerda y comediantes de frenopático cuyas cabezotas emergen del interior de un cubículo o aguardan —qué bomba de adrenalina, ¿eh?— bajo una mesa, justo antes de lanzarse a gritar como urracas. Hay predicadores de ambos sexos y personas preferentemente jubiladas reclamando el dinero de las preferentes de Bankia, su dinero.

    Menuda hipérbole, ¿verdad? Pues no. Fíjense bien. El escenario es irrepetible y se antoja brutal. Una olla a presión. Observen, por ejemplo, a los peluches ociosos que colorean la plaza a media tarde: Bob Esponja, Winnie de Pooh, Elmo, Dora la Exploradora ("¡that's right!"), Hello Kitty, Bart Simpson y Papá Pitufo con mariconera Benzi, todos ellos con la mirada fija y perdida, y una especie de Alien y mimos cuya virtud pétrea no recibe aliento por parte de ese público centelleante y sonriente y harto de vivir así, entre humos y olor a furz y con parejas sitck-stack, que se quitan y se ponen. Se ponen hasta las cejas y sueñan con robar un banco o el primer negocio de empeños que se les ponga a tiro. Y así, a ráfagas de plomo, la emprende un grupo de ladrones bastante inusual, compuesto por un Jesucristo (no es superstar, pero tiene alma de rockero) plateado en plena crisis post-divorcio, un Soldadito verde y relaciones públicas de un antro con nombre de fluido genital, y varios cómplices que son ya iconos de nuestra cultura: Bob Esponja disparando con metralleta, el Hombre Invisible dándose de hostias contra las farolas y Mickey Mouse ofreciendo su espíritu puro a tan valiente orgía; y la Cruz, que es una cruz, sin hombro en el que apoyarse. Cualquier frivolidad es bienvenida frente al Reloj de las Uvas: te asedian simpáticamente hombres-cartel cuyo anuncio XXL reza "Compro Oro", al tiempo que una manada de turistas asiáticos aprietan gozosamente y por quincuagésima vez el disparador —en automático— de sus cámaras réflex con objetivos intercambiables que oscilan entre el falso angular y el tele de reportero de guerra en El Corte Inglés.


    Se intuye el estruendo en una secuencia cargada de aminoácidos, tensa y espídica, pero con diálogos que rematan a placer. La brutalidad psicológica que imprime esa marabunta genera un contrapunto inmediato por encima del humor destroyer. Y costumbrista. Y fácil, que no facilón. Ahí está el sello de Álex de la Iglesia, tal vez el cineasta más reconocible en torno —y muy lejos, pues es más vasco que Las brujas de Zugarramurdi— a la capital. La pareja de ladrones, interpretada por Hugo Silva (Jesús) y Mario Casas (Soldadito Verde) huye en taxi con el hijo de este primero al norte; y el conductor de ese taxi —obligado a frenar a punta de rifle— es un padre de familia, un tipo serio y trabajador que llevaba consigo a un hombre que no para de recordarles que él sólo quiere ir a Badajoz, que tiene una cita importante allí y que necesita ir a Badajoz, y que le da igual quienes sean o lo que hayan hecho, pero él quiere ir Badajoz. Y Badajoz es el maletero hasta llegar a Zugarramurdi, donde las brujas del prólogo —estupendas Carmen Maura y Terele Pávez— preparan un aquelarre de final incierto.

    Las brujas de Zugarramurdi

    Durante sesenta minutos no paro de reírme, disfruto como un niño antes y durante el viaje hasta la frontera. Todo remite a la parafernalia contracultural del mejor Álex de la Iglesia, que planifica bien y dirige actores como (casi) nadie en este país. El antaño chico-póster (así lo veían los críticos de mirada corta incluso después de solventar con garantías un papel como el de Grupo 7), o sea Mario Casas, completa aquí un papel más que notable, vo-ca-li-zan-do y mostrándose intachable en tareas de secundario o escudero por reacción. Aun con sus ribetes poligoneros y ciertos tics expresivos —díganme un actor que no tenga—, Casas está a la altura de un director con varias piezas a rescatar de vez en cuando. El día de la Bestia, La Comunidad y Balada triste de trompeta forman parte del selecto club que habita en la Historia no ya reciente, sino total. Y su trazo se expande en este apoteósico filme que, ay, se desinfla rebasada ya la mitad del nudo, cuando el director da rienda suelta a los efectos visuales y cualquier giro —por artificioso que resulte— es posible. Cuando la sexy, gélida y muy bruja Carolina Bang inflama el mercurio del voyeur más o menos susceptible, cuando llegan los travestis y la Gran Aparición te dibuja un buñuelo de viento en la boca. La O con un canuto. Aunque compensa por ver a María Barranco hablar robóticamente y a través de su traqueotomía; por la mucosidad del Tercer Ojo en el baño de un mesón mugriento, de otra época menos comunicativa y más incomunicada. Y sí, la sensación que permanece es comparable al Kilómetro Cero: patológicamente disfuncional. Bullicioso. Lo mejor y lo peor en un marco espectacular, que supura y deja costra. ★★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    España, 2013. Director: Álex de la Iglesia. Guión: Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría. Fotografía: Kiko de la Rica. Música: Joan Valent. Reparto: Hugo Silva, Mario Casas, Pepón Nieto, Secun de la Rosa, Jaime Ordoñez, Carmen Maura, Terele Pávez, Carolina Bang, Santiago Segura, Carlos Areces, Gabriel Delgado, Macarena Gómez, María Barranco, Javier Botet, Manuel Tallafé.

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