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    Crítica | Tiempo (M. Night Shyamalan, 2021)

    La vida en un hilo

    Crítica ★★★★☆ de «Tiempo», de M. Night Shyamalan.

    Estados Unidos, 2021. Título original: Old. Director: M. Night Shyamalan. Guion: M. Night Shyamalan. Novela gráfica: Pierre-Oscar Lévi, Frederik Peeters. Productores: M. Night Shyamalan, Marc Bienstock, Ashwin Rajan. Productoras: Blinding Edge Pictures, Universal Pictures. Fotografía: Mike Gioulakis. Música: Trevor Gureckis. Montaje: Brett M. Reed. Reparto: Gael García Bernal, Vicky Krieps, Rufus Sewell, Alex Wolff, Thomasin McKenzie, Abbey Lee, Nikki Amuka-Bird, Ken Leung, Aaron Pierre, Eliza Scanlen, Embeth Davidtz, Emun Elliott, Alexa Swinton, Francesca Eastwood.

    A estas alturas de la función, poco le queda que demostrar a M. Night Shyamalan como cineasta. Su categoría de autor «sui géneris» dentro del más reciente cine fantástico, le ha posicionado como un tipo que despierta entre público y crítica tantos fervientes amores como encendidos odios, eso sí, sin dejar nunca indiferente a nadie, lo que ya es un logro dentro de un panorama repleto de películas adocenadas y absolutamente rutinarias. Después de que el impresionante éxito de su tercer trabajo, El sexto sentido (1999), el director indio trató de estar a la altura de lo que se esperaba de él en cada nuevo título de su singular filmografía, esforzándose (a veces demasiado, por lo que se le veían las costuras) en seguir regalando al espectador esa sorpresa final que le pillara desprevenido, haciéndole sentir como que este, más que auténtico mago, hábil prestidigitador había vuelto a mantenerle engañado durante todo el metraje como lo había hecho (aquella vez sí) de manera maestra en aquel fascinante cuento de fantasmas con Bruce Willis y Haley Joel Osment. Pese a que jamás volvería a repetir una respuesta tan unánimemente positiva como la de esa cinta, Shyamalan puede presumir de tener espléndidos títulos que han ayudado a mantener intacta su posición entre esos pocos realizadores cuyos estrenos son siempre recibidos como un acontecimiento a celebrar en la cartelera, ya que son sinónimo de originalidad y controversia. Pese a que Glass (2019) no había sido demasiado bien entendida como cierre de una trilogía en la que El protegido (2000) y Múltiple (2016) habían dejado el pabellón muy alto, lo cierto es que se trataba de un filme arriesgado y muy libre, absolutamente a contracorriente de lo que los grandes estudios esperarían de una historia de superhéroes, quedando lejos de figurar entre los puntos más bajos de su carrera. Curiosamente, estos coincidirían con sus proyectos comercialmente más ambiciosos –las flojas Airbender, el último guerrero (2010) y After Earth (2011)–. Y es que está claro que Shyamalan se mueve mucho mejor con empresas pequeñas, como quedó demostrado cuando, tras aquellos dos pinchazos monumentales consecutivos, remontó el vuelo con la modestísima La visita (2015), experimento de found footage en clave de comedia negra que casi se podía interpretar como maliciosa vuelta de tuerca al cuento Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm.

    Ahora bien, entre las grandes películas del director y sus mayores desastres, está esa serie de obras que crearon los más encendidos debates, cintas imperfectas que, con sus desiguales resultados, representan lo más fascinante de su creador. Y no hablo de Señales (2002) –o cómo rodar una invasión extraterrestre desde el interior de un sótano– o El bosque (2004) –una atrevida fábula moral disfrazada de película de terror–, que aún cosecharon respetables críticas (aunque ya empezaba a aparecer esa polarización que hoy caracteriza a todo lo que hace), sino de las más denostadas La joven del agua (2006) y El incidente (2008), que, situadas en una atractiva tierra de nadie, llevaban al extremo los bizarros planteamientos de sus premisas, aun a riesgo de caer en el mayor de los ridículos, algo que solo se evitaba gracias al perfecto manejo de la cámara de su director y, sobre todo, a su innata habilidad para generar suspense desde situaciones de lo más cotidianas. Películas en las que los grandes hallazgos convivían con decisiones un tanto erróneas que, no obstante, formaban parte de su encanto único y especial. Tiempo (2021), el nuevo estreno de Shyamalan, toma la novela gráfica Castillo de arena, de Pierre Oscar Lévy y Frederik Peeters, para, lejos de realizar una adaptación completamente rigurosa, aportar elementos propios que llevan la historia a su terreno. La película presenta a una familia aparentemente idílica, los Capa, formada por el matrimonio, Guy (Gael García Bernal) y Prisca (Vicky Krieps), y sus dos hijos, Maddox, de 12 años, y Trent, de 6, que llega hasta un paradisiaco complejo turístico para pasar unas merecidas vacaciones. Muy pronto, se nos hará partícipes de que esta estampa de felicidad es pura fachada, ya que la esposa, aquejada de una grave enfermedad, está decidida a romper con su marido tras esta última escapada familiar. En la primera discusión que presenciamos entre la pareja, él le echa a ella en cara su modo de vivir anclada en el pasado–algo que relaciona con su trabajo en un museo–, mientras que la esposa le recrimina vivir continuamente mirando al futuro. Sea como sea, está claro que se trata de dos personas que no disfrutan de lo que de verdad importa: el presente.

    Esa es la moraleja que prevalece una vez vista Tiempo, una aterradora fábula que muestra cuánto de fugaz es la vida del ser humano y cómo este se empeña en desperdiciarla. Para llegar a esa conclusión, Shyamalan coloca a los Capa junto a un grupo de veraneantes en una aislada playa a la que se tiene acceso a través de un estrecho cañón montañoso, lugar que debería convertirse en perfecto enclave para pasar un día fabuloso, y que acaba tornándose en escenario de la peor de sus pesadillas. Por motivos que escapan a la razón, el paso del tiempo comienza a manifestarse de manera aterradoramente veloz en todas las personas que acampan en la orilla de la playa, siendo especialmente notorio en unos niños que pasan a ser adolescentes en cuestión de minutos. El grupo humano, formado por núcleos familiares que, en principio, no se conocen entre sí, se ve obligado a unir sus fuerzas, no solo para encontrar una explicación a la serie de extraños fenómenos a los que se ven expuestos –desde la aparición de objetos del hotel semienterrados en la arena a cadáveres que se descomponen de un momento a otro–, sino también para conseguir escapar de una playa sobre la que parece que hay una barrera invisible que les aturde cada vez que traten de salir de ella. Estos personajes son fugazmente presentados en el resort, descubriendo el espectador cómo el tiempo es un tema que se filtra sutilmente en sus diálogos –Trent se queja de no ser más mayor para poder asistir a clases de buceo; Prisca le dice a su hija que tendrá mejor voz para cantar cuando crezca–, o, directamente, este es un tema de preocupación para alguno de ellos. Concretamente, destaca el personaje de Chrystal (Abby Lee), la esposa de un cardiocirujano (Rufus Sewell) y madre de la pequeña Kara, que parece obsesionada con la idea de conservar una juventud y figura propias de la reina de belleza que se intuye que llegó a ser, por lo que los efectos de la playa sobre ella son más inmisericordes, si cabe, que sobre el resto, propiciando alguna de las escenas más escalofriantes de la película.

    Old, M. Night Shyamalan.
    Una nueva demostración del maestro del terror contemporáneo.

    «El director sabe manejar muy bien la tensión a lo largo del relato, aprovechando a la perfección el fuera de campo para generar auténtico pavor sin necesidad de recurrir a imágenes excesivamente truculentas. Mantiene el interés durante todo el metraje, añadiendo nuevos elementos (y pistas) perturbadores que son muy bien dosificados con el fin de arrastrar al espectador, en su marea de imágenes poderosas y cargadas de simbolismo, hasta ese inevitable giro final que responda a todas las preguntas del enigma».


    La de Tiempo es una de esas historias que esconde, detrás de momentos de genuino terror, con muertes desconcertantes y situaciones de peligro reconocibles en el género, interesantes lecturas existencialistas. No hay nada más aterrador que poner ante una persona un espejo en el que se refleje el paso de los años en un solo día, viendo como sus seres queridos (parejas, padres, abuelos, incluso hijos) van creciendo y falleciendo a su alrededor. Desde luego, una perfecta terapia de choque para aprender a valorar cada segundo de la existencia, sin pararse a buscar problemas en circunstancias triviales que no los tiene. Esta es la clase de vértigo que propone Shyamalan en su nuevo juguete de suspense, un bien engrasado artilugio que comienza a entrar en (acuática) materia con un guiño a Tiburón (1975) de Spielberg, con una muchacha desnudándose en la playa antes de sumergirse en unas aguas en las que el peligro no se ve, pero se intuye. La anécdota del grupo de personas condenado a la incapacidad de abandonar tan reducido escenario, deudora de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), propicia que la historia adquiera una progresiva sensación de angustia y claustrofobia, aun cuando acontece en un espacio al aire libre. El director sabe manejar muy bien la tensión a lo largo del relato, aprovechando a la perfección el fuera de campo para generar auténtico pavor sin necesidad de recurrir a imágenes excesivamente truculentas (con alguna ilustre excepción). Mantiene el interés durante todo el metraje, añadiendo nuevos elementos (y pistas) perturbadores que son muy bien dosificados con el fin de arrastrar al espectador, en su marea de imágenes poderosas y cargadas de simbolismo, hasta ese inevitable giro final que responda a todas las preguntas del enigma. ¿Ha sido casual que los personajes acabaran atrapados en aquella playa? ¿Hay alguna circunstancia común que les una? ¿Cuál es el origen del extraño poder del lugar para acelerar el paso del tiempo? Hay que reconocer que, en esta ocasión, la broma funciona considerablemente bien y Tiempo acaba siendo una entretenidísima (y también muy reflexiva) fábula de ciencia ficción que bien podría haber funcionado como episodio alargado de Twilight Zone o Black Mirror, teniendo como villano de la función al mayor enemigo del que ninguno de nosotros conseguirá escapar, ese tiempo, a veces inclemente y demoledor, que nos recuerda que nuestros días sobre la Tierra están contados.


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid


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