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    Crítica | Mi vida con Amanda / Movistar +

    Un raquetazo fugaz

    Crítica ★★★★☆ de «Mi vida con Amanda», de Mikhaël Hers.

    Francia, 2018. Título original: Amanda. Dirección: Mikhaël Hers. Guion: Mikhaël Hers, Maud Ameline. Compañías productoras: Nord-Ouest Films, Arte France Cinéma. Fotografía: Sébastien Buchmann. Música: Anton Sanko. Montaje: Marion Monnier. Diseño de producción: Charlotte de Cadeville. Vestuario: Caroline Spieth. Producción: Pierre Guyard, Rémi Burah, Olivier Père. Reparto: Vincent Lacoste, Isaure Multrier, Stacy Martin, Ophélia Kolb Kasapoglu, Marianne Basler, Jonathan Cohen, Nabiha Akkari, Greta Scacchi, Bakary Sangaré, Claire Tran, Elli Medeiros, Zoe Bruneau, Lily Bensliman, Raphaël Thierry, Leah Lapiower, Luke Haines, Lawrence Valin, Carole Rochet, Jeanne Candel, Lisa Wisznia, Missia Piccoli, David Olivier Fischer, Christopher Koderisch, Lennart Zynga. Duración: 107 minutos.

    Por muchos golpes adversos que nos aseste la vida, siempre es posible la remontada. Así, sin anestesia, tenemos una frase de filosofía de vida tontorrona. Pongámosle una pequeña parábola de acompañamiento. Podemos afrontar los problemas como el tenista que va perdiendo un juego tres puntos abajo, pero que en vez de tirar la toalla pelea por su última oportunidad. Uno de esos raquetazos a la contra, un pequeño gesto de resistencia cualquiera, prefigura el triunfo de quien no se rinde jamás. La cosa así se concreta un poco más, pero sigue sin pasar de rótulo en la taza del desayuno. ¿Cómo convertimos estas frases que acabo de arrojarles en una revelación emocional genuina? Pues bien, el desenlace de Mi vida con Amanda nos ofrece un perfecto ejemplo. En esencia, Mikhaël Hers se remite a la misma enseñanza mediante la misma parábola del tenista que acabo de emplear. Pero lo hace con una escena que condensa el prodigio de montaje que es su película. Pueden comprobar cómo cambia la cosa si traducimos estas frases a un juego de primeros planos del rostro de una niña bañado por las lágrimas y ágiles barridos de cámara que siguen a un tenista en una cancha de Wimbledon. Que el primer plano de la niña no se convierta en truco sentimentaloide manido se debe a un impecable trabajo actoral, pero también a una capacidad para cortar cada plano en el momento justo. Cortar, en este caso, a lo que ocurre en la cancha sin rodarla además como mero elemento decorativo-metafórico: si están familiarizados con el ABC de la realización televisiva del tenis, descubrirán en los planos de esta escena una feliz alteración. Frente a las imágenes de una realización que en todo momento sabe anticiparse a cada golpeo —o, si acaso, recuperarlo nítidamente en cuestión de segundos—, la cámara de Hers (que es, recordemos, la mirada de Amanda, la niña protagonista) llega tarde a ellos, se emborrona en seguimientos improvisados y nos aleja de la posibilidad de seguir con perfecta claridad la trayectoria de la bola tras cada intercambio.

    En otras palabras: Hers no se conforma con la familiaridad visual construida en torno al tenis, sino que aprovecha las posibilidades de sus movimientos y su espacio para convertirlos en el perfecto contracampo de Amanda. Si insisto en esta idea es porque, de una lectura perezosa, ante Mi vida con Amanda surgirían términos como «sencillez», «sinceridad» o «liviandad» que, sin ser del todo imprecisos, no hacen justicia al trabajo que evidencia cada plano y cada corte. De entre muchos posibles, fijémonos en otro ejemplo. David (Vincent Lacoste), el protagonista, se encuentra en un parque con Léna (Stacy Martin). Su conversación evidencia que los dos se atraen, pero no se atreven a dar un paso al respecto. En principio, la planificación visual no se desvía de la convención. Planos medios laterales y una sucesión final de primeros planos-contraplanos antes de que ella se marche y continúe su carrera por el parque. La imagen ve alejarse a Léna y vuelve entonces al primer plano de David, pero ahora algo hay algo distinto:

    Amanda, de Mikhaël Hers. Disponible en el catálogo de Movistar +.


    En lugar de observarla marcharse, David baja la mirada hacia su teléfono móvil. El siguiente plano detalle nos muestra lo que escribe. Corrigiendo rápidamente su timidez, le pide una cita por mensaje a Léna. El plano vuelve a su rostro y sus ojos que ahora sí se alzan, y descubren su contraplano en un encuadre de escala muy amplia. Apenas destacada en la composición, Lena detiene su carrera y reacciona a la notificación de su móvil. Con un grito, acepta su cita. ¿Qué resulta interesante de todo esto? En primer lugar, cómo Hers respeta en un principio la planificación visual estándar de la conversación para trastocarla en cuanto entra en escena el móvil, un objeto que introduce una lógica de comunicación diferente, y con ello un raccord de mirada diferente. En segundo lugar, cómo este nuevo raccord desemboca en un plano general que no solo es lógico en la secuencia, sino bellísimo. El «sí» de Léna reverbera sobre el verde del jardín, sobre el puente, sobre los edificios del fondo, y nos adelanta un hecho capital para el personaje de David: con ese «sí» no solo está accediendo a una novedad sentimental, sino a un nuevo descubrimiento del mundo. En lugar de juzgar la incomunicación problemática que puede haber en el gesto de David hacia el móvil, Hers juega con las posibilidades de experimentar este espacio que da una forma distinta de relación interpersonal.

    La escena nos adelanta uno de los cogollos dramáticos de Mi vida con Amanda, que es el crecimiento personal de David forzado por el trauma de un atentado terrorista. Y en ese crecimiento hay un aprendizaje en la comunicación que asienta esta escena, y que crea una memoria interna al filme mediante una repetición posterior. Cuando David, ya atravesado por la pérdida, se encuentra con una vieja amiga, su conversación transcurre tímida. Se saludan, David elude contarle la muerte de su hermana, y se despiden cordialmente. En consonancia, Hers se abona de nuevo a la convención: planos medios laterales, primeros planos-contraplanos. Una vez más, David corrige su introversión inicial y se dirige a ella. Pero esta vez, en lugar de usar el móvil, corre hacia donde está:


    Hers rueda toda esta acción en un único plano que deja en su disposición final a David y su amiga al fondo, su conversación inaudible y envuelta en el transcurrir de la plaza. De modo que la apertura final del plano es la apertura emocional de su protagonista, que evoluciona desde el interior del encuadre sin cortarlo. Esta vez, David ha reconocido más rápidamente su error y se lanza a subsanarlo. Y aquí, Hers encuentra la genialidad de su aproximación: que no importen las palabras de duelo y apoyo, sino el hecho de que se produzcan, el que dos cuerpos tengan un encuentro sincero en un espacio particular. La perfecta modulación del sentimiento dentro del encuadre se complementa con la modulación de su duración. Hers aguanta el plano unos pocos segundos, los justos para asimilar la importancia íntima del acto de David, y corta a la vista de una calle vacía:


    «Si Mi vida con Amanda es posiblemente una de las películas que más necesitamos en estos tiempos es porque nos brinda respuestas sencillas al sinsentido del terrorismo. La belleza cotidiana, los gestos de humanidad, el descubrimiento de que siempre se puede seguir adelante. Sencillísimas, sí, pero prodigiosas cuando se saben poner en escena».


    Antes, eso sí, hemos visto en el anterior plano un grupito de palomas atravesarlo, dando al momento de conexión personal un carácter efímero, una manifestación del mundo que sigue marchando indiferente, característico de toda la película. En otra demostración de absoluto dominio de la imagen, Hers no deja ese motivo de las palomas en mero producto del azar, sino que cuando corta al plano de la calle vacía, lo primero que vemos, antes de que entren en campo David y Amanda, es otro grupito de palomas atravesar la imagen. De modo que el motivo, repetido en dos planos consecutivos, toma una fuerza subterránea misteriosa que asalta las situaciones narradas. Como ven, que hablemos de que Hers sabe cortar en el momento justo no solo alcanza a los gestos afectivos controlados por su narración, sino a los gestos espontáneos que el mundo ha ofrecido a su cámara. Tomemos esas palomas, o el «sí» de Lena inscrito en el paisaje, o esos raquetazos del partido de tenis que citaba al principio, como tres ejemplos de muchos posibles acerca de lo que construye una película como esta: cada movimiento o gesto es tan fugaz en el tiempo e insignificante en el espacio como grandioso en la intimidad de una situación trágica, que significa a todo lo anterior a la vez que encuentra consuelo en ello. Si Mi vida con Amanda es posiblemente una de las películas que más necesitamos en estos tiempos es porque nos brinda respuestas sencillas al sinsentido del terrorismo. La belleza cotidiana, los gestos de humanidad, el descubrimiento de que siempre se puede seguir adelante. Sencillísimas, sí, pero prodigiosas cuando se saben poner en escena. | ★★★★☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid


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