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    Crítica | Estaba en casa, pero...

    De la lucidez

    Crítica ★★★★★ de «Estaba en casa, pero...», de Angela Schanelec.

    Alemania-Serbia, 2019. Título original: Ich war zuhause, aber... Dirección: Angela Schanelec. Guion: Angela Schanelec. Compañías productoras: Nachmittagfilm, Dart Film, Video Doo. Fotografía: Ivan Marković. Montaje: Angela Schanelec. Diseño de producción: Reinhild Blashke. Reparto: Maren Eggert, Jakob Lassalle, Clara Möller, Franz Rogowski, Lilith Stangenberg, Alan Williams, Jirka Zett, Dane Komljen, Devid Striesow, Wolfgang Michael, Thorbjörn Björnsson, Ann-Kristin Reyels, Ursula Renecke, Nicolas Wackerbarth. Duración: 105 minutos.


    Había suficiente luz, así que podía ver todo en el jardín: las sillas plegables, el sauce, la cuerda de tender entre las barras, las petunias, las vallas, la verja abierta de par en par. Pero nadie se movía allí afuera. No había sombras amenazadoras. Todo estaba bañado por la luz de la luna, y yo veía hasta las cosas más minúsculas. Las pinzas de la ropa, por ejemplo.

    Raymond Carver, «Veía hasta las cosas más minúsculas».


    La protagonista-narradora del cuento de Carver citado nos cuenta, en apenas cinco páginas afinadísimas, uno de esos momentos de extraordinaria lucidez que nos suelen dar las veladas de insomnio. Salir al jardín y, pese a la noche, ser capaz de verlo todo, hasta las cosas más minúsculas. Carver describe a la perfección esta agudeza visual súbita, pero lo que quiere contar es otra cosa. La visión que ha alcanzado la protagonista para observar sus desencantos vitales acumulados, precedida de la clarividencia descrita en la cita, se deja sentir cuando se encuentra en el jardín con el vecino, un antiguo amigo de su marido con el que lleva años sin hablarse. Durante el escueto diálogo que mantienen, Carver introduce entre dos líneas esta observación de la protagonista: «Pasó un avión. Imaginé a la gente en sus asientos, con el cinturón abrochado, algunos leyendo, otros mirando por las ventanillas el suelo firme». El salto repentino del jardín a lo alto del avión que surca el cielo se justifica por una focalización que es más íntima que espacial, y nos desvela hasta qué punto la mujer se ha visto imbuida de una poderosa lucidez. Porque es capaz de ver, con todo lujo de detalles, la vida que pasa por encima de su pequeño jardín y sus pequeños dramas. Para ilustrar una equivalencia en Estaba en casa, pero…, este plano es un excelente ejemplo:

    Ich war zuhause, aber..., Angela Schanelec.
    Oso de plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín.


    Astrid (Maren Eggert) aguarda ante el telefonillo de un portal para dirimir una discusión absurda sobre una bicicleta. El diálogo se desarrolla durante varios minutos de plano fijo, que se deja aplastar por el peso del tiempo «muerto» que transcurre. Mientras tanto, sobre los vidrios del portal, los trenes que pasan fuera de campo no dejan de reflejarse. Quedan evocadas en el campo fílmico —y planean sobre toda la película— dos fuerzas no representables, las mismas que connota Carver en su cuento. Una, la angustia existencial de Astrid, apenas divisada en una trama que Schanelec relata a la sordina. El hijo mayor de Astrid vuelve a casa tras haber pasado una semana perdido en los bosques, aparentemente por voluntad propia. A ello se suma el duelo arrastrado por la muerte de su marido, ocurrida hace dos años. La otra fuerza, la imperturbabilidad de la vida que continúa, expresada en la cadencia de esos trenes que vemos reflejarse y que escuchamos silbar sobre las vías.

    Como virtuosa de la puesta en escena, Schanelec no busca una focalización íntima como la de Carver, que en un medio cinematográfico devendría forzada. Pero sabe diseñar un sistema formal que, sin necesidad de exteriorizar el duelo de la protagonista, lo convierte en la perspectiva de todas sus imágenes. La lucidez de la mujer del cuento de Carver, así, se traslada también a la composición del plano citado. Schanelec sustrae horizontes, líneas de fuga o simetrías y emplea un sonido sintético que resume todo el fuera de campo. Con ello, el encuadre se repliega sobre sí mismo. Solo importa lo que vemos, y podemos verlo todo. Astrid —la película—, como la narradora de Veía hasta las cosas más minúsculas, se ve arrebatada por esa lucidez fruto de su acumulación de desencantos. Una lucidez que combina la absoluta consciencia de la muerte con la clarividencia para observar la vida que no deja de transcurrir. Acerca de lo primero, Schanelec brilla al insertar en sus planos detalles expresivos, mínimos en apariencia:


    Sobre la entropía de un escenario doméstico muy naturalista —nada que ver con el minimalismo escenográfico, pongamos, de un Dreyer—, nos aguardan golpes emocionales certeros. En el primero de los fotogramas sobre estas líneas, Astrid se aferra al anorak que su hijo ha llevado durante la desaparición. Pese a que el espacio del plano está cargado de «ruido», Schanelec guía la mirada hacia la prenda, cromatismo y desenfoque mediante. Hay dos cosas rotundas. El negro enlutado de Astrid, que parte en dos el encuadre; y la firmeza con la que sus manos se aferran al anorak. Eggert, por algo la actriz favorita de la cineasta, lo dice todo con un gesto mínimo alrededor del cual practica una sustracción total de mirada y lenguaje corporal. En el segundo fotograma, que cierra la misma escena, Astrid atraviesa la puerta con el abrigo en sus manos. Lo más expresivo aquí son las marcas de crecimiento de los niños que podemos ver dibujadas sobre la puerta. ¿Cómo destacarlas sin resultar enfática, sin romper la continuidad y la distancia del plano? Con algo tan sencillo como dar movimiento a la puerta, abierta y cerrada por Astrid. Los dos planos mencionados, así, dan presencia a la morbidez que asalta a la protagonista/película. El miedo a perder lo querido está contado en las manos sobre el abrigo, el paso del tiempo implacable en las marcas de estatura sobre la puerta. Combinados ambos elementos, tenemos una conciencia dolorosa de que todos los caminos afectivos que escogemos tomar en nuestra vida desembocan, sin remedio, en la muerte.

    Junto a esto, Schanelec no deja de despersonalizar su aproximación, de extender el estado espiritual de Astrid a todo aquello que la película muestra. O, poniéndolo en otros términos, anula las identificaciones con los personajes —de ahí, también, la dirección de actores radicalmente bressoniana— para apelar a la identificación primaria con la mirada tras la cámara. De esta voluntad puede venir, por ejemplo, la subtrama en torno a un profesor del colegio (Franz Rogowski) y su novia, Claudia (Lilith Stangenberg). En una conversación, ella se niega a tener hijos. Esta escena bien podría funcionar como un flashback o ensoñación del pasado de Astrid, pero tintado por su conciencia presente de la mortalidad. En efecto, Claudia sugiere en dicha escena que una suerte de premonición la empuja a no ser madre. La amenaza de la pérdida y el dolor que esta provoca en Astrid, así, se vuelcan sobre otro personaje que tiene algo de espejo. Como también tiene algo de espejo esta escena, en la que las dos mujeres coinciden en un museo:


    Primero, tenemos la mirada de Astrid hacia un punto indeterminado. Alguna obra del museo, podríamos pensar. Schanelec corta entonces a un plano de espaldas de Claudia y su novio ante dos cuadros. Después, Claudia entra a otra sala donde se encuentra Astrid. Y, tras el corte, la vemos frente a frente con el busto de una Dolorosa. El raccord es poco obvio, pero sugiere una relación de subjetividad entre la mirada de Astrid en el primer plano y el siguiente «contraplano». En el cuarto plano hay otra continuidad de mirada, esta vez interna al encuadre, mucho más patente. La mirada de Claudia a la estatua, que tiene mucho de espejo. Literalmente, puesto que vemos su figura reflejada sobre la vitrina. El punto al que terminan conduciendo todas las miradas de los cuatro planos, pues, es esa figura de la Dolorosa. O, lo que es lo mismo, un icono poderosísimo del desgarro por la pérdida.

    Aquí, Schanelec aplica estrategias de montaje parecidas a las que ensayó en The Dreamed Path (Der traumhafte Weg, 2016), una película construida a base de cortes radicales entre distintos personajes y tiempos. Que, al desdibujar las conexiones narrativas y dejarnos huérfanos de sentidos convergentes, las relaciones entre planos se llenan de posibilidades y aquello que les da continuidad, aunque sea tenue, se deja sentir mucho más sobre las imágenes. Respecto a Astrid, Claudia puede ser una versión pasada, una ensoñación o simplemente un personaje con el que se cruza. Pero, sobre todo, es otra adición a la mirada propia, absolutamente coherente, que el filme construye. Algo muy parecido practica la directora en la extraordinaria apertura, protagonizada por un perro, un conejo y un burro:


    Al comienzo, el perro persigue al conejo entre las rocas. En uno de los planos, el conejo que huye detiene súbitamente su carrera y se queda parado sobre una roca, a la vista. El siguiente plano nos confirma lo que eso significa: el perro devora al infortunado animal. Para potenciar las capacidades expresivas del detalle, la cámara detiene su desplazamiento emborronado a la vez que el conejo su carrera, de modo que la repentina nitidez nos devuelve una imagen inequívoca: un animal que detiene su huida y «acepta» la muerte. En los siguientes planos, el perro cazador comparte refugio con un burro. Esta imagen volverá en el plano que cierra la película:


    «Añadido a su narración elíptica, Schanelec envuelve en este motivo animal el drama en torno a Astrid. Como si la mirada a la que aspirara, acaso como compensación a la morbidez reinante, fuera la del burro. La mirada impasible que no significa lo que ve, la mirada que simplemente mira».


    Junto al perro que duerme plácidamente, el burro observa algo indeterminado por la ventana. Añadido a su narración elíptica, Schanelec envuelve en este motivo animal el drama en torno a Astrid. Como si la mirada a la que aspirara, acaso como compensación a la morbidez reinante, fuera la del burro. La mirada impasible que no significa lo que ve, la mirada que simplemente mira. Yo mismo estoy metaforizando la presencia de los animales en estas secuencias de apertura y cierre, y en cierto modo resulta inevitable. Pero también insuficiente. La misma presencia del burro, por mucho que dé cuerpo a la idea de una mirada, es una imagen bella sobre la que posar nuestra propia mirada. Por mucho que la muerte y el dolor planeen sobre los referentes, no hay nada tan rotundo, tan inmediato, como su estar ahí. Que es a lo que apunta la propia Schanelec cuando se ha negado a atribuir alguna dimensión simbólica a esta apertura: «Creo que, simplemente, los animales son algo hermoso para observar». | ★★★★★


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid


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