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    Crítica | Pico 3, de María Antón Cabot

    El amor (o el sexo) está en el aire

    Crítica ★★★★☆ de «Pico 3», dirigida por María Antón Cabot.

    España, 2018. Directora: María Antón Cabot. Guión: Marina Maesso. Montaje: María Antón Cabot. Actores principales: Clementina Gades. Productores: María Antón Cabot, Carlos Pardo Ros. Productor ejecutivo: Carlos Pardo Ros, Teo Guillem. Fotografía: Ana Catalá. Sonido: Daniel Rincón. 64 minutos.

    En 1961, Jean Rouch y Edgar Morin salieron a las calles de París con una pregunta muy simple, «¿eres feliz?». Eran los tiempos incipientes del «cinema verité», y aquella pregunta permitía dibujar con precisión todas las capas sociales de un país a punto de entrar en ebullición en Crónica de un verano. En 1963 Pasolini, cámara y micrófono en mano, filmaba por Italia su Comizi d’amore, una encuesta callejera intentando que los y las italianas dijeran en público su opinión sobre las relaciones entre hombres y mujeres, sobre su sexualidad, el matrimonio o la virginidad. Una experiencia que permitía ir distribuyendo el espectro sociológico que diferenciaba el norte del sur de Italia, las clases urbanas de las rurales, la mujer trabajadora de la mujer encerrada en su casa siguiendo roles patriarcales. Hay que dejar claro que no es éste el tipo de material con el que se mueve, ni el resultado que pretende María Antón con Pico 3, entre otras cosas porque su propuesta, estéticamente, está alejada de esa idea de cine periodístico que busca la verdad, sea ésta cual sea, pero sí que hay ese punto de conexión entre el intento de hacer una película personal, con un concepto visual y sonoro muy definido, unido a la idea de la encuesta, de la pregunta más o menos incómoda, centrada en un segmento muy particular del país: su gente joven.

    Hay que empezar destacando la enorme calidad de un trabajo que, en poco más de una hora, es capaz, no sólo de usar el documental como técnica narrativa, sino que éste termine mutando en ficción sensorial y en experimento visual y sonoro, algo que parecía apuntarse desde las dos escenas iniciales pero que parecería desaparecer, salvo breves apuntes intercalados entre los testimonios, cuando el dispositivo se centra en la entrevista espontánea. Lo lejos que uno se va quedando de determinadas realidades del presente quedan patentes a través de dos anécdotas en relación con esta sorprendente y estupenda película. La primera, tener que consultar en internet cómo se escribe el signo matemático que precede al 3 del título, y la segunda saber qué significa ese simbolismo. Lo que para las generaciones analógicas se acerca al jeroglífico egipcio para las jóvenes digitalizadas es ejemplo de un lenguaje alternativo en el mundo de la tecnología y reconocido sin dificultad. Ese Pico 3 es el equivalente a un corazón, es decir, un signo de amor, amistad, confidencialidad en el mundo de los smartphones que nos avasalla y que, a algunos, nos expulsa directamente de la realidad imperante. Por lo tanto la película tiene que hablar de gente joven, muy joven, insultantemente joven; la que identifica a primera vista el valor del símbolo que también encierra un signo. Personas en ocasiones asombrosamente maduras y racionales pese a su edad, pero en muchas otras completamente anodina y superficial; a veces ingenuamente expuesta a sus propias incoherencias, y en otras extremadamente locuaz en sus silencios o vergüenzas, es decir, salvo la diferencia de edad, idénticos a cualquier otra etapa de la edad o de la vida, pero con la necesidad de experimentar las primeras sensaciones amorosas.

    La pregunta clave de Antón, siguiendo esa estela de Rouch y Morín, sería la de ¿qué es estar enamorado?, y dejar que los chicos y chicas que se someten al escrutinio de la cámara en el parque de El retiro de Madrid, se expresen con la libertad de su vocabulario, se quiten la palabra o no haya manera de que se atrevan a hablar con un discurso elaborado. Pero esa pregunta puede venir respondida, en muchas ocasiones, por la simple contemplación sin apoyo verbal del comportamiento juvenil, y aquí es donde entra el ojo documental de la directora, procedente del colectivo Lacasinegra. Esas praderas arboladas del parque, con multitud de parejas más o menos encariñadas, más o menos ajenas a lo que les rodea y absortas el uno para el otro, proporcionan más información que la que se verbaliza. El comportamiento gestual de jóvenes que acuden al parque a seguir con un ritual inextinguible porque forma parte de la naturaleza humana, exhibirse, dejarse ver, seducir, mirarse, «venderse» en definitiva en un escaparate a la búsqueda de lo que termina convirtiendo el final de la película en un estallido de colores, luces, gemidos y sensaciones de placer; largas son las horas del día como intensas y breves las de la noche.

    Pico 3, María Antón Cabot.
    Amor 5G.



    «Enorme calidad de un trabajo que, en poco más de una hora, es capaz, no sólo de usar el documental como técnica narrativa, sino que éste termine mutando en ficción sensorial y en experimento visual y sonoro».


    Y es que en Pico 3 se diluye conscientemente la frontera entre documental y ficción, entre realidad y creación; el hilo conductor que sigue a los diversos jóvenes entrevistados es un personaje, una creación artística que interactúa con la realidad. Esa Ana que interpreta con naturalidad desbordante Clementina Gades, hace de enlace entre dos mundos asumibles en todo caso, siendo la primera persona que aparece en pantalla tras un inicio lisérgico de nubes fluidas que se mueven como el colorante dejado caer aleatoriamente sobre un líquido, formando agrupaciones más o menos densas con su propio movimiento; mientras el sonido ambiente del parque se va haciendo cada vez más presente hasta que llegamos a las personas. Esa primera aparición viene acompañada del instrumento esencial de esta generación: el teléfono móvil, especie de agenda-diario-ordenador omnipresente, donde se guarda todo el pasado como en una caja fuerte inaccesible que, al mismo tiempo, se ofrece para su exhibición pública. Para esta generación parecería que no hay explicación lógica si no va acompañada de un archivo digital. Este personaje se mueve ante las cámaras como si, en definitiva, se tratara de un reportero del minuto a minuto de cada hora de El Retiro, pero sin dejar de pertenecer, ella misma, a ese grupo de jóvenes que se expresa ante nosotros, porque, en el fondo, Ana-Clementina también busca ese estallido de sensaciones postergado hasta el final del relato, haciendo que, con su presencia, la película respire, pierda el encorsetamiento de un conjunto de entrevistas y, también, admita diferentes lecturas alejadas de lo literal.

    Según pasan las horas, y el parque va despoblándose, cambiando el tipo de usuario en función de la luz y de la noche, la película va alcanzando notas de onirismo e irrealidad que mutan el sentido de la narración haciéndola cada vez más sensorial, aproximando el itinerario sin aparente rumbo de Ana al que hacía el grupo de cineastas en Pas à Genève, permitiendo aproximaciones similares a las sensaciones transmitidas por Gabriel Azorín en Mañana vendrá la bala o las de Elena López Riera, todos ellos, junto con Carlos Pardo, transmutado en labores de producción, procedentes de ese colectivo seminal que, una vez sus miembros han echado a rodar, nunca mejor dicho, por separado, mantienen esa unidad formal que les caracteriza y permite mantener la necesaria esperanza en sus obras posteriores. Ese trayecto de Ana, contemplativo y participativo, para culminar ese día mediante un chat alejado de cualquier idea de enamoramiento romántico, transforma el mero documental en una ficción donde lo más animal del ser humano va fluyendo, acompañada de un diseño de sonido creado para envolver al espectador en una maraña sensorial, y acercando la propuesta a dos recientes producciones de cine francés con las que se hermana, Allons enfants de Stephan Démoustier y Le parc de Damian Manivel, películas en las que el parque termina convirtiéndose en un personaje por sí mismo que condiciona, tanto el comportamiento de los demás, como las sensaciones que nos transmite | ★★★★☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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