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    El tiempo y el paisaje: El cine de Franco Piavoli

    El tiempo y el paisaje

    El cine de Franco Piavoli

    No nos resistimos, sobre todo ante la raigambre cristiana del cineasta italiano Franco Piavoli, a comenzar este texto reconstruyendo un Génesis. Advertimos la paradoja, eso sí: nos estamos remitiendo a una de las principales narraciones canónicas del mundo occidental cuando la obra de Piavoli tiene poco de narrativa. Pero, precisamente, ese posible relato lineal y causal que asoma tímidamente por las imágenes de sus películas tiene que ver con lo mismo que el texto bíblico. La vida, ni más ni menos. Su origen, su desarrollo y su final. Los espacios naturales de la Lombardía —Piavoli ha rodado casi siempre en las cercanías de Pozzolengo, su localidad natal— y sus habitantes humanos, animales y vegetales comparecen ante la cámara del cineasta mediante asociaciones poéticas de planos, liberados de la dictadura de la historia e incluso de la palabra. Lo único, por tanto, que apunta a un sentido transversal son los ciclos de la vida, en su acepción más amplia posible. El cine del italiano nos traslada a una observación a la vez detallista y abstraída de las infinitas secuencias de nacimientos, crecimientos y muertes que pueblan sus espacios.

    Pero aterricemos un poco más. Hablábamos de un Génesis y lo encontramos sin dificultad en los planos que abren Il pianeta azzurro (1982), primer largometraje de Piavoli. Conviene situarse. El italiano, abogado en su juventud, llevaba unas dos décadas dedicándose a la fotografía y los cortometrajes. En 1979, el cineasta Silvano Agosti le proporcionó una Arriflex de 35mm y numerosos rollos de película para que pudiera filmar con total libertad un largo. El rodaje, que Piavoli realizó solo con un asistente de dirección, se prolongó por dos años. Un largo aprendizaje sobre los ritmos propios de la naturaleza y cómo disponer la cámara ante ellos. ¿Qué visión salió de él? Los primeros encuadres de Il pianeta azzurro ya nos ponen sobre la pista:

    Il pianeta azzurro (1982)


    El mundo comienza aquí. Solo que lo hace a múltiples niveles. La mañana traza el inicio de un nuevo día, el deshielo anuncia la proximidad de la primavera, el agua remite a los orígenes de la vida en el planeta —tras el agua, irán apareciendo en orden riguroso la vegetación, los animales acuáticos, los animales terrestres y finalmente la humanidad—. También el cine comienza aquí. Fíjense en lo que hace la progresión de planos que disponemos. De la imagen del hielo duro y opaco vamos pasando a su rotura, y con ello a su conversión en ventana o espejo. Las rocas del fondo se dejan ver tras la fina capa, o los árboles crean reflejos sobre los patrones de su superficie. Limitándose a poner la cámara en el lugar adecuado, Piavoli deja que sea la naturaleza quien invente el fundido encadenado.

    También la naturaleza es quien mueve a la cámara de Piavoli a negar tácitamente el concepto de escala de planos. Todos conocemos esa clasificación que va del primerísimo primer plano al gran plano general y las supuestas situaciones dramáticas que justifican su elección. Pero, dado que en el cine del italiano no existen tales justificaciones, puede brotar con total naturalidad una pregunta. ¿Existen de verdad el primer plano o el plano general? O, dicho de otro modo, ¿es significativo de algo a qué distancia se ponga el objetivo del objeto? Veamos qué ocurre, por ejemplo, poniendo en relación estos dos encuadres.

    Il pianeta azzurro (1982)


    La diferencia de escalas en ellos es obvia, pero irrelevante. Ninguno ejerce una función narrativa, no sitúa a los personajes ni establece un escenario. Ambos funcionan simplemente como paisajes. Espacios que son sujeto de una observación y que, en la complejidad de sus formas, sus pliegues y sus colores desvelan los efectos del tiempo y los elementos naturales —el viento o el agua— sobre su fisionomía. Un poco más adelante en Il pianeta azzurro, Piavoli intertextualizará el Génesis al mostrar una pareja que, en pleno bosque, se entrega a los placeres del amor. Si, como decíamos, queremos aferrarnos a esa mínima narratividad que se puede reconstruir en su cine, aquí tenemos una imagen de Adán y Eva. Los primeros humanos en el jardín del Edén. Pero, de nuevo, ¿eso qué más da? Adán, Eva o Edén no son más que palabras, y precisamente la palabra brilla por su ausencia en el filme. Ante todo, estos «primeros humanos» son otra forma de paisaje:

    Il pianeta azzurro (1982)


    La definición de paisaje que proponíamos unas líneas atrás casa perfectamente con estos fotogramas. Los padrastros mordisqueados o los surcos de los labios se convierten, ante esta perspectiva cercana, en los pliegues que el tiempo ha dejado sobre los cuerpos. Y la acumulación de estos pliegues construye la particularidad irrepetible de una vida en el mundo. Tome esta vida el nombre que tome.

    Piavoli puede paisajizar —si disculpan la palabreja— los cuerpos precisamente porque los libera de lenguaje. Esto es, no solo de las palabras que pronuncian o que se pronuncian sobre ellos y que dan sentido a su presencia en los planos. También los libera de las palabras a las que nosotros, como espectadores, podamos recurrir para conceptualizar lo que vemos. En este texto estamos hablando de una boca o una uña, pero la familiaridad que expresan esas palabras no es más que una primera base para nuestra relación con dichos objetos. Porque, para la construcción de la secuencia, que sean una parte u otra del cuerpo no tiene la menor importancia más allá de lo liberador que resulta poder acercarnos a las cosas sabiendo lo que son, pero descubriendo otra manera de mirar cómo están en el mundo. Descubriendo la belleza que hay en las huellas del tiempo y los brillos de la luz que configuran ese estar.

    Con esto ya tenemos una tesis fundamental. Que en la relación tan especial de la cámara de Piavoli con el mundo, todo queda convertido en paisaje. Tal afirmación resulta fácil de sostener sobre una película donde la naturaleza tiene tanta presencia como Il pianeta azzurro. Sin embargo, la podemos poner a prueba en una obra tan distinta como Evasi (1964), uno de sus primeros cortometrajes. Si atendemos a su envoltura, parece que claro que estamos ante algo que Piavoli jamás ha hecho en sus largos: una obra de tesis. Baste fijarnos en cómo empieza y acaba la cosa:

    Evasi (1964)


    El corto se sitúa en un estadio de fútbol —lo suponemos, puesto que nunca llega a verse el campo— en el que los hinchas animan y acaban peleándose hasta que deben intervenir los carabinieri. En palabras del propio director: «Quería enseñar las reacciones de esos hombres que durante la semana son oprimidos por el trabajo, alienados, y van al estadio a liberar sus energías reprimidas, dando rienda suelta a su instinto agresivo» [1]. En efecto, los planos que resaltamos no dejan lugar a dudas. En el de apertura, unas rejas cargadas de pinchos antifuga envuelven a los asistentes y explicitan el sentido del título («fugados»). En el de cierre, un plano de paisaje convencional muestra las fábricas a las que estos reclusos evadidos tendrán que reincorporarse al día siguiente. Un exceso de conceptualización que evidencia una etapa aún inmadura de Piavoli. Ahora bien, esto no quita que ya aquí broten otros acercamientos más interesantes a los hinchas. Observen la manera de encuadrar sus rostros, recurrente a lo largo del metraje:

    Evasi (1964)


    Como señalábamos al respecto de Il pianeta azzurro, la extrema cercanía de la cámara y su posición, en este caso tan contrapicada, tiende a desnaturalizar la percepción. Más que los rostros, importan los pliegues que esta visión permite explorar. Las arrugas y líneas de expresión que los surcan y que, una vez más, nos dejan ver los frutos del trabajo del tiempo. Entonces, los hinchas ya no son solo los argumentos de una tesis intelectual, sino las marcas de toda una vida que han horadado a la persona hasta convertirla en un paisaje único. De modo que estos primerísimos planos resultan infinitamente más paisajísticos que el gran plano general de las fábricas.

    Desde estos primeros compases, la mirada de Piavoli ya se había gestado, y tan solo le faltaba despojarse de las palabras, de los conceptos. A lo largo de su cine de madurez, esta idea de la belleza en el trabajo del tiempo recorre sus películas, dejándonos relaciones entre imágenes tan poderosas como esta:

    Voci nel tempo (1996) & L’Orto di Flora (2009)


    Los patrones vagos que crean las arrugas sobre la nuca de este agricultor en Voci nel tempo (1996), frente a los surcos que trama sobre su huerto el protagonista de L’Orto di Flora (2009). El trabajo, otro concepto esencial en el cine del italiano, desvela aquí su enorme alcance: la obra del hombre y la obra del tiempo se expresan por igual, en forma de líneas abiertas sobre las superficies del mundo.

    También en Voci nel tempo emerge otro asunto relacionado con el tiempo en el cine de Piavoli: la simultaneidad de sus alcances. De Il pianeta azzurro decíamos que cabe una triple lectura de su amplitud temporal. Como ha explicado el cineasta: «La película tiene lugar a tres niveles. En el más profundo, la evolución biológica: el agua, las plantas, los animales, los hombres. En un nivel más cercano, la sucesión de los días y las estaciones. En otro aun más cercano, la vida en los momentos más elementales: jugar y amar, trabajar y descansar, la convivencia y la agresión...» [2]. En Voci nel tempo, este último nivel se disgrega a su vez. Pese a que en apariencia la película transcurre en unos pocos días en un pueblecito lombardo, traza a la vez un recorrido por todas las etapas vitales que sigue una exposición lineal: vemos un recién nacido entre mantas, un bebé que gatea, unos niños que juegan, unos adolescentes que tontean, unos jóvenes que se enamoran, unos adultos que se casan, un anciano en los días finales de su vida... Pero esa linealidad solo puede existir en nuestra interiorización de la película, puesto que su mundo propio transcurre en un presente mucho más acotado. La boda y la muerte del anciano, por ejemplo, son acontecimientos que bien podrían suceder a la vez. Basta con poner la cámara en ambos lugares para alterar radicalmente la relación entre ambos. Así, el tiempo se bifurca en numerosas mediciones posibles y simultáneas, de modo que ninguna resulta perfectamente válida.

    Ahí queda nuestro intento de ponerle palabras a esa sensación tan especial de ubicuidad perceptiva que tiene la obra de Piavoli. Aunque ese intento sea, inevitablemente, una derrota cuando lo comparamos con los versos de Lucrecio que el cineasta cita al comienzo de Il pianeta azzurro:

    Il nascere si ripete
    di cosa in cosa
    e la vita
    a nessuno è data
    in proprietà
    ma a tutti in uso.
    [3]

    Si hasta ahora hemos dilucidado que Piavoli realiza su propia invención de algunos conceptos cinematográficos como las transiciones, las escalas de planos o el tiempo fílmico, ahora tenemos que añadir otra a la lista: los diálogos. Porque, pese a la ausencia de palabras —y resulta curioso que Voci nel tempo invoque en su título, precisamente, las voces—, los hay. En muchos de los cortes entre planos que vemos en sus películas se crea una relación de plano-contraplano, pese a que falte en ellos el intercambio verbal o de miradas que, en principio, debería dirigir este recurso. En Al primo soffio di vento (2002), por ejemplo, vemos este juego entre la mirada y el contraplano:

    Al primo soffio di vento (2002)


    El ojo del protagonista tras una lupa parece prolongar dentro de la imagen el recurso al primerísimo plano, de modo que en principio esto no sería más que otro caso de conversión de los rostros en paisajes. Pero el montaje esta vez apunta a otra cosa: al ojo del hombre le siguen planos de escala similar que están tomados de la revista que hojea. Con ello, de pronto, nos vemos inmersos en una indefinición fascinante: ¿en esta cadencia de encuadres es importante el ojo que mira a los demás, o que todos los ojos pueden ser mirados por igual?

    El plano-contraplano, entonces, se convierte en algo que confronta a la vez que iguala. Esta dimensión la podemos apreciar en una escena de Voci nel tempo que podemos definir como dialógica. Solo que los interlocutores del personaje que la centra no son otros personajes, sino la vida y el tiempo. Se trata del anciano que, cerca del final, aparece postrado en su cama. Podemos entender, aunque Piavoli no lo explicite, que se está rodando su muerte. Hay en ello indicios que emanan de la propia situación, pero también de ciertos simbolismos que inserta Piavoli:

    Voci nel tempo (1996)


    Así, vemos al final de la secuencia cómo una figura ante el paisaje se desenfoca y cómo, tras ella, aparece un barquero que, por las asociaciones de la escena, invoca al Caronte mitológico. Nada, por supuesto, es inequívoco. Ni el hombre desenfocado es claramente el anciano de la cama, ni el barquero aparece como otra cosa que un barquero. Lo único claramente visible es que la figura se emborrona junto al paisaje, y a eso se reduce todo. A unas formas que desaparecen, pero que pronto darán paso a nuevas formas.

    En cualquier caso, si aceptamos que lo que se nos cuenta en esta secuencia es una muerte, entonces emergen las posibilidades del diálogo en una serie de planos-contraplanos que Piavoli emplea en ella:

    Voci nel tempo (1996)


    «Las narraciones no se diferencian tanto de los surcos sobre la piel del agricultor o sobre los huertos: no son más que otra de las marcas que el tiempo deja sobre el mundo. Pero a la vez, este mundo y sus ciclos infinitos nos mueven a relativizar ese tiempo. El cine de Piavoli, en su esencia, no hace otra cosa que localizar el perpetuo equilibrio entre ambos términos. He aquí el aforismo final prometido: que el tiempo labra el paisaje, pero el paisaje difumina el tiempo». 


    En todos, al rostro del anciano yacente dan la réplica distintas manifestaciones del tiempo y de la vida. Entre el hombre y el caballo media el cristal sobre el que se deslizan las gotas de lluvia, pero hay a la vez cierta simetría en sus miradas. Los dos, cada uno desde su refugio interior, miran hacia la lluvia afuera. La continuidad entre sus miradas que podría crear un supuesto eje de 180 grados es, sin embargo, gozosamente engañosa: parece que se miren, pero lo importante es que ambos miran a lo mismo desde la misma perspectiva. Ocurre algo parecido con los contraplanos de la fotografía de la mujer y del gato, que además comparten el espacio interior del personaje. La continuidad del montaje nos hace parecer que ambos miran al anciano, pero lo que realmente hacen es limitarse a estar. Aunque cada uno, por supuesto, esté a un distinto nivel. El reloj, el gato y la mujer son marcas, respectivamente, de que el tiempo avanza, de que la vida de otros seres que nos rodean sigue adelante, y de que nuestra memoria de los demás nos acompaña. Lo maravilloso, el prodigio de la secuencia, es que todos sean dispuestos al mismo nivel: todos son contraplanos, réplicas visuales a un rostro, a los que no se confiere más significado que el que nosotros podamos reconstruir.

    Que seamos capaces de reconstruir todo esto, de detectar en el anciano la imagen de la muerte o en la fotografía de la mujer el recuerdo de un ser querido, es la clave del equilibrio que logra Piavoli. La universalidad capaz de convivir con la estricta concreción de sus imágenes, sin que ninguno de estos términos opuestos quede anulado. En general, podemos ubicar la esencia del cine del italiano en una serie de aforismos que replican esta coexistencia de los extremos. Todo pasa, pero todo permanece. Todo es continuo y a la vez simultáneo. Todo es efímero, pero todo se repite.

    Si nos lo permiten, cerramos este texto con otro comienzo. Decíamos que en Il pianeta azzurro podíamos detectar un Génesis particular para Piavoli, pero que ese Génesis, en tanto que narración canónica, no podía ser más que un concepto que nosotros, en nuestra responsabilidad como espectadores, añadimos a sus imágenes. Algo parecido ocurre con Nostos, il ritorno (1990), otra película en la que el cineasta italiano desafía a la no-narratividad de sus imágenes intertextualizando nada menos que a la narración fundacional de la cultura occidental: la Odisea. Pero, de nuevo, Nostos crea esta relación a la vez que diluye las posibilidades de una única lectura lineal de su temporalidad. La película transcurre a la vez en el tiempo del relato homérico, en el de la vida de Ulises evocada en flashbacks de continuidad escurridiza, y en el de la vida del mundo que rodea continuamente al protagonista. Esta superposición da lugar a imágenes muy hermosas:

    Nostos, il ritorno (1990)


    El pequeño velero de Ulises o un casco corintio se diluyen por los reflejos del agua. Esto es, los elementos icónicos de la Odisea se mezclan con los elementos de la naturaleza, con un agua y un viento que son los mismos hoy que en la Grecia preclásica. Los objetos propios del mito, por tanto, pierden sus formas y las fusionan con las de los ciclos eternos e inmutables de la vida, y lo mismo ocurre con la narración homérica en Nostos. Así, si extrapolamos un poco las ideas, podemos ir llegando a un último aforismo. Las narraciones no se diferencian tanto de los surcos sobre la piel del agricultor o sobre los huertos: no son más que otra de las marcas que el tiempo deja sobre el mundo. Pero a la vez, este mundo y sus ciclos infinitos nos mueven a relativizar ese tiempo. El cine de Piavoli, en su esencia, no hace otra cosa que localizar el perpetuo equilibrio entre ambos términos. He aquí el aforismo final prometido: que el tiempo labra el paisaje, pero el paisaje difumina el tiempo.


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid-Pamplona


    Anotaciones
    [1] Cfr. https://www.nomadica.eu/alfabeto-perduto-della-realta-il-cinema-di-franco-piavoli/
    [2] ibid.
    [3] «Siempre nacen los seres unos de otros,
    y a nadie en propiedad se da la vida;
    el uso de ella se concede a todos».
    Traducción de José Marchena. Fuente.

    Artículo creado en colaboración con la 57ª edición del Festival de Gijón.
    El FICX ofrece, por primera vez en España, una retrospectiva a Franco Piavoli que se desarrollará, como el resto del certamen, del 15 al 23 de noviembre.

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