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    Crítica | The Mountain

    La América lobotomizada

    Crítica ★★★★☆ de «The Mountain», dirigida por Rick Alverson.

    Estados Unidos, 2018. Presentación: Festival de Venecia 2018. Título original: «The Mountain». Dirección: Rick Alverson. Guion: Rick Alverson, Dustin Guy Defa, Colm O’Leary. Productoras: Vice Studio. Fotografía: Lorenzo Hagerman. Montaje: Rick Alverson, Michael Taylor Música: Robert Donne. Diseño de producción: Jacqueline Abrahams. Dirección artística: T.V. Alexander. Decorados: Alexander Linde. Vestuario: Elizabeth Warn. Reparto: Tye Sheridan, Jeff Goldblum, Denis Lavant, Udo Kier, Hannah Gross, Annemarie Lawless. Duración: 106 minutos.

    The Mountain es la quinta incursión de Rick Alverson como director de películas realmente incómodas, pero también es mucho más que eso. Para empezar, es su obra menos confrontacional, la menos voluntariamente provocativa y, al mismo tiempo, la más atrevida. Así es que despertara pasiones tras su presentación oficial durante el pasado Festival de Venecia, donde entusiasmó e indignó a partes iguales. La historia sigue al personaje de Andy (Tye Sheridan), un chico de veinte años que vive con su estricto padre, Frederick (Udo Kier), quien ingresó a su madre en un centro psiquiátrico hace años. Cuando Frederick muere de forma súbita, el joven conoce al jovial Dr. Wallace Fiennes (Jeff Goldblum), quien le invita a acompañarlo en su viaje por los centros psiquiátricos de California detrás de la cámara, para retratar el procedimiento seguido en sus delicadas operaciones. Queda claro que Wallace, Wally para los amigos, necesita justificar la efectividad del método que usa sobre sus pacientes: la lobotomía. A pesar de todo, Andy es demasiado tímido y reprimido para intentar disuadir a su compañero de mantener un remedio que solo logra engrandecer el enorme rastro de cuerpos sin alma que dejan tras visitar un hospital. Apático, seguirá viajando con él, con la esperanza de que algún día este le ayude a contactar con su madre. Hacia el final de su camino, Wallace y su ayudante van a encontrarse con un extraño hombre llamado Jack (Denis Lavant), un francés adinerado que solicita sus servicios de inmediato: deben lobotomizar a su hija Susan (Hannah Gross), una chica que, aun siendo rebelde e impulsiva, no parece sufrir verdadera locura.

    Es fácil leer la cinta como secuela espiritual de la anterior película de Alverson, Entertainment (2015). Al fin y al cabo, ambas son historias de personajes tristes, vagando por márgenes, ejerciendo desagradables profesiones a la baja. Pero, más que continuación, The Mountain se vive como un paso natural en su filmografía. Si The Comedy (2012) estaba llena de latigazos verbales y de humor negro, la negrura que destila su última propuesta viene directamente de su forma. Por ejemplo, si bien Wallace no menciona en ningún momento la palabra «lobotomía», sí vemos que sus fotografías ilustran horribles perforaciones con picahielos en cabezas a punto de ser desmanteladas. Del mismo modo opera toda su puesta en escena, un dispositivo formal tan riguroso como asfixiante. La gran mayoría de planos encuadran a los personajes dentro de espacios cerrados, enjaulados dentro de puertas o pasillos. Son salas grisáceas, marrones, atraídas peligrosamente hacia el Pantone 448C, el color más feo del mundo. Con avidez la cámara de Lorenzo Hagerman capta estos sitios de locura, transitados solo por los pacientes zombificados y por médicos aún más excéntricos: en un formato 4:3, para que nadie se escape, a menudo enganchando visualmente a los personajes con los fondos por los que habitan. No es casualidad que el diseño de producción venga de la mano de Jacqueline Abrahams, que trabajó recientemente en otra cinta de pesadilla: la Langosta de Yorgos Lanthimos (2015). Para rematar, una banda sonora a base de sintetizadores y melodías atonales, casi extraterrestres, que corre desapercibida por debajo de las imágenes, añadiendo un punto de terror sonoro a la historia. La música corre a cargo de Robert Donne, bastante conocido dentro del circuito independiente del post-rock en los Estados Unidos, con quien el director compartió banda (Gregor Samsa) a principios de siglo.

    «Alverson lleva esta idea a su terreno, extendiendo la alienación de los enfermos a los médicos y, aparentemente, al conjunto de la sociedad. No se oyen gritos en los pasillos de los hospitales, pero tampoco en la pista de hielo donde Andy trabajaba. Un país apático y desconectado, que cree en los psiquiátricos como auténticas vías para curar las taras del sistema».


    Ante una puesta en escena absolutamente pétrea y unos diálogos más bien escasos, el mayor riesgo recaía en la interpretación del trío de actores principales: Goldblum, Sheridan, Lavant. Es la primera vez que Alverson trabaja con nombres de este calibre en papeles protagonistas, por lo que su apuesta era aún mayor. Tye Sheridan es el que más había relación tenía con el director (era el mimo telonero en Entertainment), pero su papel en The Mountain es radicalmente diferente al de aquel cómico optimista: Andy se mueve entumecido, apenas pronuncia palabra. Camina de forma pesada y parsimoniosa, como si tuviera ochenta años. Cuando se queda callado, mirando justo por debajo de la línea de cámara, entrevemos algo turbio en su expresión. Es un compañero perfecto para el personaje de Jeff Goldblum, un verdugo simpático y carismático (algo directamente dado por el estatus de la estrella fuera de la pantalla), que busca en las mujeres el contacto humano que los enfermos no pueden darle. Aunque el lado oculto de Wallace es mucho más fatigado y deprimente –algo normal en un experimentado lobotomizador a domicilio–, este siempre queda en las sombras, solo reflejándose en miradas y gestos que lanza hacia Andy, al que ha convertido en una especie de hijo adoptivo. Por su parte, Jack es un padre represivo, un misterioso francés, entre chiflado y visionario. Denis Lavant sigue la corriente de sus últimos personajes, sin aportar demasiado a lo que ya habíamos visto en películas como Holy Motors (Leos Carax, 2012) o La noche devora al mundo (Dominique Rocher, 2018). A pesar de todo, su interpretación, basada en el más puro «body acting» y seguramente improvisada durante el mismo rodaje, es lo mejor de unas escenas finales un tanto confusas narrativamente, que solo dejan claro que puede que no merezcamos entender el «mensaje real» que hay detrás de toda la sarta de horrores psiquiátricos de la trama. Pero la cuestión es que, para la trama, son mucho menos relevantes las ideas de Lavant que todo lo que pasa en los pasillos de los centros, el verdadero eje temático de la cinta.

    De hecho, The Mountain podría leerse como otra de las integrantes de esa corriente antipsiquiátrica que tiene en ficciones como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975) o en documentales como San Clemente (Raymond Depardon, 1982) sus máximos representantes. Al fin y al cabo, Wallace es un «matasanos» en el sentido más literal de la palabra –un tipo que no pone ningún esfuerzo en intentar mejorar la condición de los pacientes, un auténtico verdugo descuidado (con alguna salpicadura de sangre esporádica para demostrarlo). Alverson lleva esta idea a su terreno, extendiendo la alienación de los enfermos a los médicos y, aparentemente, al conjunto de la sociedad. No se oyen gritos en los pasillos de los hospitales, pero tampoco en la pista de hielo donde Andy trabajaba. En su monólogo final, Denis Lavant espeta una oda llena de sarcasmo, esa sí muy acertada: «Los americanos son una raza preciosa y libre». Un país apático y desconectado, que cree en los psiquiátricos como auténticas vías para curar las taras del sistema; no es gratuito que los pacientes de Wallace sean todas mujeres o, en un solo centro, negros. Porque, si bien es cierto que en la película la lobotomía se está quedando en desuso, aunque los médicos que recetan las nuevas pastillas sí serán más discretos (por lo que podrán prescindir del maquillaje de las heridas recientemente cerradas), no parecen más humanos que el personaje de Goldblum. Pero no toda la esperanza está perdida. De una forma un tanto retorcida, Rick Alverson nos deja con un final que demuestra que, dentro de la locura que es el mundo, también hay lugar para el amor. Para un amor desconectado a la vez que verdadero, tremendamente conmovedor en una película que, por lo demás, no deja lugar para la emoción. Puede que sea la primera vez que vea un resquicio de luz en la negrura que es la filmografía del cineasta y me alegro mucho por ello. Al fin y al cabo, todos necesitamos amar | ★★★★☆


    Mariona Borrull
    © Revista EAM / Festival de Las Palmas


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