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    Crítica | Godzilla: Rey de los monstruos

    Emergerán de las profundidades de la Tierra

    Crítica ★★★☆☆ de «Godzilla: Rey de los monstruos», de Michael Dougherty.

    Estados Unidos, 2019. Título original: «Godzilla: King of the Monsters». Director: Michael Dougherty. Guion: Michael Dougherty, Zach Shields (Historia: Michael Dougherty, Max Borenstein). Productores: Alex Garcia, Jon Jashni, Mary Parent, Brian Rogers, Thomas Tull. Productoras: Coproducción Estados Unidos-Japón; Legendary Pictures / Warner Bros / Wanda Qingdao Studios. Fotografía: Lawrence Sher. Música: Bear McCreary. Montaje: Roger Barton, Bob Ducsay, Richard Pearson. Reparto: Kyle Chandler, Vera Farmiga, Millie Bobby Brown, Ken Watanabe, Ziyi Zhang, Bradley Whitford, Sally Hawkins, Charles Dance, Thomas Middleditch, Aisha Hinds, David Strathairn, Joe Morton.

    Warner continúa, con paso firme y seguro, dando forma a ese megaproyecto que consistía en tomar el kaiju eiga (películas de monstruos gigantes) asiático y adaptarlo a la manera occidental, elaborando una nueva franquicia de blockbusters cuya finalidad sería culminar en la ambiciosa Godzilla vs. Kong (2020) que, presumiblemente, se encargaría de dirigir Adam Wingard. Godzilla: Rey de los monstruos viene a ser el tercer capítulo de una saga que, hasta el momento, ha dividido a la crítica y no ha alcanzado las escandalosas cifras de taquilla que cabría esperar de ella, pese a que ha cubierto los costes de producción de forma suficiente como para poder seguir adelante entrega tras entrega. El primer paso lo dio Gareth Edwards con Godzilla (2014), que llegó a las salas con el objetivo de hacer olvidar aquel desafortunado primer desembarco de la criatura en el cine norteamericano, perpetrado por Roland Emmerich en 1998, que, más que conservar la esencia de la historia original, se había dedicado a copiar los esquemas de las primeras cintas de Jurassic Park, que hacían furor en aquellos años, al mismo tiempo que servía de excusa para plasmar en imágenes, por enésima vez, esa fascinación por la destrucción de ciudades que siempre ha caracterizado al director alemán. Edwards salió victorioso en la manera en que consiguió extraer imágenes muy potentes, rebosantes de una poesía visual nacida de las colosales secuencias que tenían como protagonista al monstruo, pero estuvo menos acertado en su intento de otorgar a la historia cierta dimensión dramática, empleando unos personajes tan arquetípicos como poco carismáticos que restaban demasiado tiempo en pantalla a lo que verdaderamente importaba. Kong: La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017) tomó buena nota de las críticas recibidas por aquella para ofrecer un espectáculo mucho más alocado y aventurero, que se alejaba de la solemnidad anterior para dejar que el lucimiento fuese para las grandes estrellas de la función, el mítico mono y las diferentes criaturas que le acompañaban en su hábitat natural. De aquella forma, actores tan reputados como Tom Hiddlestone, Brie Larson o Samuel L. Jackson asumieron con buen humor su condición de convidados de piedra dentro de un relato no exento de eficaces dosis de humor.

    Teniendo en cuenta que este tipo de películas, al fin y al cabo, son lo que son, no se les puede exigir un guion demasiado elaborado ni personajes multifacéticos. Guillermo del Toro supo entenderlo a la perfección en su divertida Pacific Rim (2013), en la que los humanos se veían obligados a enfrentarse al ataque de los destructores Kaiju que asolaban el planeta, empleando unos robots gigantes que eran controlados por unos pilotos con las mentes bloqueadas en un puente neuronal. Esto era, ni más ni menos, lo que quería ver el tipo de público que saca una entrada para ver una historia de criaturas mitológicas arrasando ciudades: diversión en estado puro y con una ausencia total de ínfulas de trascendencia. Y así lo ha entendido también Michael Dougherty, cineasta curtido en un tipo de cine fantástico adorablemente gamberro –Truco o trato: Terror en Halloween (2007) y Krampus: Maldita Navidad (2015) pueden considerarse encantadores placeres culpables para los amantes del terror–, en esta tercera entrega de la serie, que continúa los hechos narrados en Godzilla y que solo ambiciona funcionar como episodio de transición hacia la futura confrontación del monstruo contra King Kong. Aquí el argumento es mínimo. Científicos, militares, terroristas ecologistas (¡qué desaprovechado Charles Dance como “villano”!) que pretenden contribuir a que el planeta encuentre ese equilibrio que solo se puede obtener con la liberación de los titanes que se ocultan dormidos en los confines del mismo, todos los personajes están dibujados a grandes rasgos, haciendo honor a su presencia eminentemente secundaria dentro de una historia destinada a no ser más que una imparable sucesión de peleas entre estas criaturas milenarias a lo largo y ancho del globo terráqueo. Los personajes humanos con mayor enjundia son los miembros de un disgregado núcleo familiar, conformado por unos padres separados (Kyle Chandler y Vera Farmiga) y una hija adolescente (Millie Bobby Brown, aprovechando el tirón popular de su personaje de Eleven en la serie Stranger Things) que ha heredado la destreza para la tecnología de sus progenitores, todos enfrentados al dolor causado por el traumático recuerdo de la pérdida de otro hijo, víctima de la catástrofe vivida en la anterior película. Cómo no, el conflicto con los monstruos servirá como detonante para que encuentren la fuerza para perdonarse los errores pasados y volver a unir sus caminos. Nada nuevo bajo el sol.

    «Espectáculo de consumo rápido, facturado con el suficiente esmero audiovisual y manteniendo el buen nivel general de la saga, que se olvida con la misma facilidad con la que se disfruta».


    Godzilla: Rey de los monstruos es, ante todo, una cinta honesta y muy directa. Viéndola se puede palpar el cariño que sus responsables prodigan a Ishirô Honda y a aquellas entrañables películas que, desde Godzilla: Bajo el terror del monstruo (1954), dieron tantas alegrías a los fanáticos del género a lo largo de las dos décadas posteriores. Sin perder en ningún instante la perspectiva desde su condición de aventura catastrófica de más de 200 millones de presupuesto, el filme, sin embargo, posee inequívoca alma de serie B que solo busca el gozo del divertimento puro y duro. La diferencia es que los efectos especiales son de primerísimo orden y que las secuencias que muestran los ataques de las diferentes criaturas podrían figurar, con facilidad, entre las más aparatosas que se han podido ver en una gran pantalla. Los monstruos, verdaderos amos y señores de la función, están presentados con toda la majestuosidad que merecen, desde la polilla gigante Mothra –protagonista de algunas de las imágenes más hermosas– a Rodan, esa imponente ave prehistórica que emerge del interior de un volcán, pasando por Ghidorah, el terrorífico dragón de tres cabezas, de origen alienígena, que logra ser un antagonista a la altura de Godzilla. Sus apariciones son, de lejos, las más impactantes de una película que no da tregua al espectador. Apenas hay tiempos muertos, ya que estos son los justos y necesarios para que el factor humano, como siempre el gran responsable de la destrucción de la naturaleza (una vez más, el mensaje ecologista subyace de fondo, casi sepultado por los escombros de los grandes edificios emblemáticos estadounidenses caídos en guerra animal) con la finalidad de que las criaturas puedan campar a sus anchas y sembrar la destrucción y el caos a su paso. En este aspecto, Dougherty se gradúa con honores en su primera incursión en una producción de gran presupuesto, ya que ha sabido levantar un espectáculo enorme y atronador, repleto de acción y fuegos de artificio que entrega todo lo que promete y más. Espectáculo de consumo rápido, facturado con el suficiente esmero audiovisual y manteniendo el buen nivel general de la saga, que se olvida con la misma facilidad con la que se disfruta | ★★★☆☆


    José Martín León
    © Revista EAM / Madrid


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